M.V.M.

Creado el
8/1/2004.


Más cosas:

1)Artículo de Vázquez Montalbán sobre el libro.
2)Avance editorial del primer volumen.
3)Primera reseña del libro, por Quim Aranda.


Avance editorial (II) del segundo volumen de
MILENIO CARVALHO

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Exclusiva de Vespito.net


Ya en 1982 había vuelto al mismo hotel de su primer viaje a Bangkok y allí estaba el Dusit Thani, treinta años más viejo que en el momento de descubrirle sus habitaciones correctas, su piscina construida, diríase que a contrasol, oscurecida por edificaciones más altas, y también su excelente bufete de desayuno y tres restaurantes dedicados a la cocina internacional, tailandesa y japonesa, notable el japonés. Probablemente no era el portero el mismo que veinte o treinta años atrás, pero seguía vestido de Peter Pan asiático, peripatético y observador del Bangkok mítico de la mala vida, iniciado casi a las puertas del hotel, más allá de la Silom Road y los callejones sucesivos del en otro tiempo pecaminoso barrio Patpong, sombra de sí mismo, superado por el sexo sin fronteras desparramado ya por casi todos los barrios de la ciudad. Entre el aeropuerto y el Dusit Thani había tenido tiempo de recuperar el riesgo de ruleta rusa que significaba conducir por Bangkok, dispuestos los coches a chocar entre sí y sólo cediendo el paso un segundo antes de la tragedia. Los triciclos taxis aquí se llamaban tuk-tuks, y como siempre, a Carvalho le recordaban a los triciclos, pero sin motor, que en la posguerra española servían de medio de transporte de mercancías a cargo de ciclistas camicaces que todos los días se la jugaban con, la hipotensión y el bacilo de Koch. En su memoria no eran vehículos simpáticos, y procuraba evitarlos desde que habían aparecido en la India, a pesar de que entusiasmaban y enternecían a Biscuter porque le parecían casi un juguete y consideraba de justicia alquilarlos para que el conductor se ganara una vida tan perra. Además, eran la modernidad con respecto al transporte de los coolies de antaño, animales de tiro adheridos a sus bicicletas. Biscuter expuso el mínimo de lo que esperaba de Bangkok: la pelota de ping-pong, un masaje body body, la visita al mercado, la ciudad fluvial que había condicionado la leyenda de Bangkok como la Venecia de Asia, algún templo inevitable, los zafiros y los rubíes, para verlos, sólo para verlos, porque eran las joyas preciosas que más le habían sonado desde la infancia. También las esmeraldas.
    —Aquí, zafiros tailandeses y rubíes de Birmania. Si quieres esmeraldas hay que ir a Colombia.
    Se fueron a comer al restaurante japonés y por el camino ya encontraron oferentes de todos los tráficos de la ciudad, tal vez más insistentes los de las piedras preciosas. Luego comprobaron que Silom Road atardecía frente a la luz prepotente del hotel. Mal iluminada, la calle camuflaba su comercio y los intermediarios asaltaban con sus ofertas a cuantos extranjeros se atrevían a pasear. Tomaron un taxi y se repitió la secuencia de los dos viajes anteriores, aunque nunca la interpretara el mismo taxista.
    —¿De dónde son ustedes?
    —De Barcelona, en España.
    El taxista de los años setenta había identificado inmediatamente la ciudad: «Barcelona ¡Cruyff! ¡Cruyff! Allí juega Cruyff.»
    El de los años ochenta había gritado, entusiasmado: «¡Barcelona, Maradona! ¡Barcelona, Maradona!»
    El de ahora había escuchado el nombre de Barcelona sin asociarlo a ningún prodigio.
    —Biscuter, acabo de darme cuenta de la crisis fatal que amenaza al F. C. Barcelona. Nadie asocia la ciudad a ningún jugador de fútbol prodigioso. No somos nadie.
    El taxista cumplía la orden de propiciar un recorrido iniciático, pero la excesiva noche impedía captar el decorado. «¡Bangkok la nuit!» Así empezó el conductor su ofensiva comercial. No, no creía que encontraran en Patpong lo que buscaban, porque el barrio se había degradado y la oferta de espectáculos más interesantes se había trasladado a otros lugares.
    —¿Chicas? ¿Chicos? ¿Body body?
    —Pelota de ping-pong -resumió eficazmente Biscuter.
    ¿Ping-pong? Tardó algo el taxista en comprender lo que le pedían y la risotada que estuvo a punto de frenar el coche demostró que lo había entendido todo. Comenzó entonces un trayecto lleno de merodeos y, a juicio de Carvalho, ineficaz, un simple intento de engordar el taxímetro, hasta que desembocó en una calleja aparentemente cerrada por una empalizada. Se abrió ésta al conjuro de tres bocinazos y el taxi penetró en un patio que ejercía de parking de coches, casi todos japoneses y algunos autocares pequeños. Puertas iluminadas anunciaban diferentes descensos a diferentes infiernos y, tras cobrar una propina suficiente por una carrera excesiva, el hombre les señaló la puerta más amplia.
    —Ping-pong.
    En la entrada había un vigilante demasiado oscuro para la escasez de la luz porque estuvieron a punto de ignorarlo, y más allá de una puerta batiente verde que imitaba la policromía de los templos, se abrió de pronto un salón enorme, atiborrado por cientos de personas, en parte alineadas ante una barra larguísima, servidas por camareras disfrazadas de vestales griegas ligeras de ropa, y en parte formando círculos en torno de las diferentes, breves peanas iluminadas sobre las que muchachas desnudas jugaban al ping-pong con la ayuda de los labios de su sexo. Se metían la pelota en la vulva, la succionaban y al rato la pelota rebotaba contra el suelo, y les bastaba el vuelo de una mano pequeña para volver a introducir la pelota en la madriguera y reiniciar el juego. Las expertas en ping-pong vaginal bailaban como gogó girls, lentas, al compás de una música de striptease estándar, y actuaban con la indiferencia de profesionales de un deporte sólo aparentemente sexual, porque pocos espectadores se atrevían a suponer un uso extradeportivo para sus vaginas recogepelotas.
    Una mayoría de occidentales, franceses e italianos sobre todo, eran objeto del asalto de proveedores de algo más que el inocente juego del ping-pong de aquellas jovencísimas muchachas de piel nacarada, pubis a veces afeitados y ojos de carbón untuoso. Carvalho recordó secuencias de viajes anteriores, la constante del voyeurismo sexual incluido en el precio de Tailandia, como un vertedero a la vez exótico y económico de las fantasías sexuales de los países ricos y correctamente puritanos.
    —¿Y lo de los masajes, jefe?
    Tenían las manos llenas de folletos propagandísticos de prodigiosas rutas de masajes, y los ojos de Carvalho se detuvieron en el nombre Atami, un centro al que él había acudido en busca de una pista que lo llevara hasta Teresa Marsé y hasta Archit, su desdichado gigoló thai. Finalmente había contratado el masaje body body enunciado por los intermediarios con el rostro de la lascivia y la promesa de la felicidad, pero lo había asumido con la coartada de interrogar a la partenaire y así dar con el paradero de la pareja. Subieron Biscuter y Carvalho a un taxi que los dejó en un callejón conectado con la Petchburi Road, casi sin otra luz que la que anunciaba el Atami en grafismo thai. Nada más entrar en el anodino caserón se percibía una división de público entre pasivos mirones, supuestamente guardianes del orden erótico y sexual del edificio, y los clientes de pie frente a una enorme pecera llena de muchachas alineadas, cada cual con un número con el que tapaban y destapaban su sexo, aplicadamente, sin lascivia, un gesto más. Nada más situarse ante la pecera, se les llenaron los oídos de susurros persuasivos sobre maravillas por ver y fueron empujados, más que conducidos, hacia pisos superiores, donde los ramilletes de muchachas numeradas y semidesnudas ya no precisaban del filtro de la pecera. A Biscuter le parecían todas unas adolescentes.
    —Quiero una mujer, no una niña.
    Carvalho tradujo sus deseos y las cinco o seis alcahuetas que los guiaban parecieron enfadarse.
    —¡Niñas, no! ¡Niñas no poder! Mujeres. Mujeres jóvenes. Todo legal.
    Finalmente, Biscuter se detuvo ante otra alineación de una docena de muchachas, las examinó con ojos de cosmonauta recién llegado a un planeta improbable y señaló a una de ellas.
    —¡La perla de Lamphun! -exclamó un valedor, y Carvalho recordó que las muchachas más solicitadas provenían de Lamphun o de Pasang y eran, como todas, hijas de familias numerosas que marchaban a la capital en busca de un dinero rápido que permitiera elevar el nivel de los suyos.
    —¿Y usted?
    —¿Y yo?
    —De momento me abstengo.
    —¿Quieren un número? Ustedes dos y dos chicas o tres o cuatro o cinco, las que quieran, o con chicos, o con chicos y chicas.
    Carvalho buscó un banco, se sentó e indicó con un ademán que Biscuter quedaba solo ante su suerte. El ayudante de detective parecía no reparar en la presencia de su jefe, como si hubiera adquirido un destino personal no comunicable, y caminó tras una muchacha envuelta ahora en un albornoz blanco por un pasillo iluminado por luces de neón venidas a menos. La muchacha abrió una puerta y cedió el paso a Biscuter para luego encerrarse ella misma con su cliente y dejar ante Carvalho la impresión de una caja de Pandora dentro de la cual el siempre inesperable Biscuter iba a satisfacer una de las hambres de su vida.
    Una hora después, ambos recuperaron la calle sin que ninguno de los dos hubiera dicho nada desde el reencuentro. Era inevitable, pero no tenían ganas de hablar de la reciente experiencia de Biscuter. Carvalho recordó la suya. Nada más entrar en la habitación, y descalza, la muchacha le había parecido más joven todavía. La estancia seguía iluminada por un neón escasamente lujurioso pero que ayudaba a blanquear las carnes. La habitación, repartida entre el espacio para un colchón de plástico hinchable y una zona húmeda dominada por una amplia bañera, invitaba a la huida inmediata. La muchacha había colocado el colchón junto a la bañera y repetía una pregunta que más parecía una letanía: «Fucking? Fucking?»
    Tenía voz de colegiala constipada, un cuerpo bonito, manos pequeñas con las que se aplicó a un masaje thai en el cuerpo de Carvalho, yaciente sobre el colchón hinchable. Luego condujo al hombre hasta la bañera llena ya de agua caliente y allí lo frotó con unas pastillas grandes de un jabón que prometía ser agresivo y en cambio era delicado y perfumado. Enjabonado el hombre hasta la espumación, de los dedos de los pies hasta la cabeza y muy especialmente el pene y sus cercanías, ella hizo lo propio con su cuerpo y, resituado Carvalho en el colchón, la muchacha se puso sobre él y empezó el body body o masaje entre dos cuerpos desnudos y enjabonados que a Carvalho más le pareció un spot publicitario de jabón Lux, por ejemplo, que un excitante sexual. Ella notaba la distancia que persistía entre la realidad y el deseo, le cogía el pene entre los dedos, ponía cara de asco y le proponía chupárselo a un precio especial, dado «el asco que le daban los penes», según aseguraba.
    Se le rompió el recuerdo cuando por fin la voz de Biscuter recuperó su presencia:
    —¿Y usted nada, jefe?
    —No. Pero la vez anterior, sí. No me lo pedía el cuerpo. Tal vez otro día.
    —Es curioso, sólo curioso. Pero no hay, ¿como le diría yo?, comunicación, aunque la palabra se las trae. Tal vez sea por culpa de la humedad y el jabón, pero no he tenido la sensación de estar follando con una mujer real. Es como si ella hubiera salido de otro mundo, sin salir.


Más cosas:

1)Artículo de Vázquez Montalbán sobre el libro.
2)Avance editorial del primer volumen.
3)Primera reseña del libro, por Quim Aranda.