M.V.M.

Creado el
09/11/2004.


Más sobre Galíndez:

1) Otro artículo de Vázquez Montalbán

2) Eduardo Haro Tecglen habla del libro

3) Crítica de Miguel García-Posada

4) J.J. Navarro Arisa habla del libro


El héroe impuro

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

El País, 22 / 9 / 2002


He calificado a veces a Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana, como uno de nuestros demonios promocionales, meritorio demonio si tenemos en cuenta que teníamos a Franco tan cerca. Si Franco era la caricatura de Mussolini, Trujillo, como más tarde Pinochet, era la del mismo Franco y se inscribió en el olimpo de los dictadores pintorescos a la espera de que yo le dedicara Galíndez en 1990 y Mario Vargas Llosa La casa del chivo en el año 2000. La literatura ha contribuido a fijar la tipología de dictadores latinoamericanos, y ahí están el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el Nostramus de Conrad, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias o Yo, el Supremo de Roa Bastos, como un cuarteto suficientemente expresivo de la obsesión que escritores importantes han sentido por los tiranos situados entre el surrealismo y la hiperrealidad.

Trujillo convierte su tiranía sobre la República Dominicana en un espectáculo tragicómico, en el que la comicidad la aporta él mismo nombrando mariscal a su hijo de siete años, y la tragedia también, cuando asesina a sus antagonistas políticos a palos o alarga su mano hasta el extranjero para ordenar que sea tiroteado y atropellado en México su ex asesor Almunia, un gallego del PSOE, también exiliado tras la guerra civil. O secuestra en Nueva York, nada menos que en la Quinta Avenida, junto al Village, al profesor vasco Galíndez, lo traslada a la República Dominicana, lo tortura y lo arroja a los tiburones. Estos hechos ocurrieron en el Nueva York de Gene Kelly y Frank Sinatra en el invierno de 1956, apenas los dio, mistificados, la diplomacia y la prensa franquista, y yo los recibí a través de toda clase de clandestinidades a lo largo del curso 1956-1957.

Treinta años después empecé a escribir la novela. ¿Quién era Galíndez? Un profesor vascomadrileño, vasquista convencido, colaborador de Irujo en el Ministerio de Justicia durante la guerra civil y dedicado sobre todo a salvar monjas vascas de los excesos anticlericales. Exiliado en Francia, en República Dominicana, donde llegaría a ser preceptor de uno de los príncipes Trujillo y asesor del sindicalismo dominicano, más tarde en Nueva York se convierte en una pieza clave del PNV en América Latina y en la conexión del Partido Nacionalista Vasco con los servicios secretos norteamericanos: la OSS, el FBI, la CIA. Desde las alturas del PNV, Aguirre e Irala dirigen la colaboración entre servicios secretos, a veces pasando información sobre la izquierda española o puertorriqueña, a la espera de que EE UU cumpla lo prometido: cargarse la dictadura franquista. Profesor de la Columbia University, Galíndez trabaja en la ONU para impedir la legalización de la España de Franco, al lado de un exiliado notable que también ha pasado por Santo Domingo, el capitán Durán, protagonista de Soldados de Porcelana, de Vázquez Rial, personaje tan valorado por Alberti y por Jaime Gil de Biedma. La noche en que Galíndez tiene que admitir la traición de los Estados Unidos de Eisenhower y los hermanos Dulles, y el ingreso del franquismo en la ONU, escribe una de sus mejores páginas, lo que tiene su mérito porque no era demasiado buen escritor. Dejémoslo en correcto o suficiente.

Desde su experiencia dominicana ha escrito un libro denuncia contra Trujillo, va a publicarlo y recibe toda clase de presiones para no hacerlo. Incluso propuestas económicas de ensueño. Galíndez es más fiel a Euskadi que a la República Española o a sus republicanos exiliados, pero sobre todo es fiel a la imagen que tiene de sí mismo y finalmente publica un libro que le costará la vida. ¿Qué factores de prepotencia inducen a Trujillo a realizar el secuestro y la desaparición de un profesor y político relativamente conocido? En la génesis de Trujillo en República Dominicana o de un Somoza en Nicaragua o de un Pérez Jiménez en Venezuela o de Castillo Armas y Ríos Montt en Guatemala está la inseguridad de las clases dominantes y el respaldo de Estados Unidos a regímenes de fuerza muy primitivos que impidieran los desórdenes y favorecieran su dominación económica en los más fríos tiempos de la guerra fría. Los militares concuerdan con oligarquías a su vez teledirigidas por los intereses de las grandes compañías extranjeras. Sobre este sustrato intervencionista germina la gran coartada de la lucha contra la subversión en tres contextos sucesivos, antes, durante y después de la guerra fría, a cargo de militares formados para este fin a los que se les garantiza la impunidad, sea cual sea el procedimiento que empleen para destruir al enemigo; incluso se les enseña en Panamá a torturar y exterminar científicamente. Trujillo tenía su lobby en el mismo Washington, controlaba a sectores de la Administración, de la policía, de los medios de comunicación norteamericanos, y contaba con el todopoderoso senador McCarran como uno de sus validos. Éstos eran sus poderes.

Pero mata demasiado. Para borrar las huellas del asesinato de Galíndez, liquida al piloto norteamericano que lo había trasladado a República Dominicana y más tarde al oficial del ejército dominicano que había dirigido las sesiones de interrogatorio y tortura. Lo primero le costó un cambio de actitud por parte de la Administración norteamericana una vez desaparecidos los Eisenhowers y demás ralea, y lo segundo le costó la vida, porque un hermano del oficial dominicano liquidado participó en el golpe que consiguió derrocarlo y asesinarlo. A partir de esta historia en torno a un héroe impuro como Galíndez escribí una novela de amor y terror, en parte con ayudas documentales que me proporcionó en Santo Domingo el formidable editor José Israel Cuello, más tarde también asesor de Vázquez Rial y de Vargas Llosa. Nada más publicarse mi novela, cuyo verdadero protagonista es una profesora norteamericana, Muriel, radicalmente liberal e indagadora de la tragedia Galíndez, tuvo pretendientes cinematográficos deslumbrantes, como ya me había ocurrido con Los mares del sur, que estuvo a punto de ser dirigida por Losey con guión de Cabrera Infante. Ahora, Gerardo Herrero se ha atrevido a poner en imágenes una de las novelas contemporáneas más premiadas, fuera y dentro de España, y por tanto más difíciles de traducir a imágenes asumibles por parte de la memoria receptora. El guión resume años de trabajo en los que aparecen guionistas ilustres, y retengo a Azcona porque me encanta almorzar con él para hablar de literatura. Los actores fijarán los sistemas de señales literarios que me atreví a proponer, y agradezco a Herreros que, entre tanto cierto selectivo, comprendiera que Muriel sólo pudiera ser Saffon Borrows, la señorita Julia de Strindberg, versión Mike Figgis, que estos días hemos podido ver en los más sutiles canales de Canal Plus.


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