M.V.M.

Creado el
11/3/98.


Más sobre El estrangulador:

1) Crítica de Ángel Basanta

2) Crítica de Miguel García-Posada

3) Crítica de Ramón Sánchez Lizarralde

4) Otra crítica de Ramón Sánchez Lizarralde


Una muerte que deje vivir

MARÍA JOSÉ NAVARRO

Reseña, febrero 1995.


    Manuel Vázquez Montalbán tiene esa rara cualidad que consiste en saber manejar palabras y discursos aparentemente distintos y expresar, siempre, su precisa visión del mundo desde una perspectiva entrañablemente conservada. Sus novelas de Carvalho han trazado la historia de una ciudad a través de lo más sórdido de su geografía, en unos años de expansión y optimismo económico. Pero la trayectoria política y social de una ciudad como Barcelona, extendida a metáfora de una sociedad más amplia, hecha Estado, alcanza dimensiones nuevas en novelas como El pianista, Los alegres muchachos de Atzavara o Galíndez, en las que la reflexión sobre la incidencia en la historia de los cambios ideológicos y políticos apuntan a una dimensión más amplia de la escritura de Vázquez Monralbán. Lo que en las novelas policíacas es narración más o menos lineal de historias que sugieren sórdidos submundos, se convierte en las otras en un ejercicio narrativo diferente que juega con los resortes del relato para dar cuenta de la observación personal que hace el escritor de su entorno, de los cambios que percibe en éste, de la trayectoria que el poder, los poderes, imprimen a los sueños y los deseos de un país.
    En esta línea de reflexión política e ideológica hay que situar su última novela, El estrangulador, libro inquietante, que exige del lector una colaboración activa. Su protagonista, Albert Cerrato, es un hombre de mediana edad y mente sutil, que se presenta a sí mismo como "fontanero ", especialista en el arreglo de cloacas. Este hombre presume, al mismo tiempo, de poseer amplios conocimientos de sociolingüística y de psiquiatría. Está convencido de que es el estrangulador de Boston, y trata de explicar los motivos de sus crímenes mediante un dietario, como parte de su tratamiento.
    Albert Cerrato, sin embargo, no ha estrangulado a nadie. Sí mató, adormediéndolos con gas, a sus padres, en el 68. Desde 1975, vive en el hospital penitenciario cuidado por psiquiatras que han tratado de elaborar un diagnóstico clínico acerca de él. El estrangulador ha pasado por diferentes etapas que van desde una colaboración activa con sus médicos hasta un completo silencio, pasando por una etapa de logomaquia que confundía a sus interlocutores usando su propia jerga.
    Albert Cerrato parece loco. Se atribuye todos los crímenes, excepto los que sí ha cometido, y niega a los demás la capacidad de comprender la realidad. Soltero según el informe de su psiquiatra, se precia de tener tres hijos, con características diferenciadas: un enfermo de sida, un navajero simpático y un tercero al que engaña su mujer. Esta familia -una esposa pasiva, tejedora incansable de jerseis, tres hijos- es lo que el fontanero de Boston acepta seriamente haber producido en su vida, y, tal vez por eso, se aisla de todo en un autismo consentido y diferenciador que sólo espera ser separado de los signos visibles de cuanto ha provocado, y cambiarlo por una vida relajada y feliz en su cálida y aislada celda del psiquiátrico.
    El paciente, que mató a su padre, un vencido de guerra, y a su madre, una sufrida ama de casa, para que no se sintieran desamparados si él faltaba, tiene dos obsesiones fundamentales: la geometría y la nostalgia de la adolescencia perdida. Él, ciudadano del sur de un Boston metafórico, sostiene que la simetría geométrica es lo que debe imperar en las relaciones humanas. A una conducta no compasiva, a una comprensión determinada de la vida debe seguir una actuación como respuesta simétrica del otro. De esa geometría de lo simétrico nace en él una compulsión por hacer desaparecer todo lo que le recuerde que ya no es un adolescente, que él y su mundo se han hecho adultos. Por eso se refugia en un imaginario amor por Alma, una joven dorada, habitante de una ciudad perdida. Y por eso, también, estrangula. En este Boston inhóspito que ahora habita, hay estranguladores que viven del aire que roban a sus víctimas y él, simétricamente, estrangula a los estranguladores.
    No resulta fácil leer este libro fascinante, lleno de claves, alusiones, pistas y trampas, pero lo cierto es que resulta un ejercicio estimulante. Su núcleo estructural consiste, como ya hiciera en su Autobiografía del general Franco, en una superposición de discursos que se entrelazan en voces que parecen distintas y en lenguajes que unen el pasado con el presente, lo imaginario con lo real. Sólo así puede el lector acercarse al misterioso estrangulador y tratar de hacerse una idea de su identidad. Porque el personaje posee muchos resortes: es inteligente, poderoso, maneja las vidas de los otros desde su (supuesta) superioridad. Pero es, también, un personaje indefenso ante un mundo que se ha alejado de sus sueños adolescentes más genuinos. Albert Cerrado, en su último monólogo del libro, pide para sí "una muerte que deje vivir" más parecida a las paradojas místicas (Alma es su amor secreto) que a la situación en que realmente se encuentra. Por eso, el silencio del personaje, su autismo voluntario, se encuentra a medio camino entre el ataque de soberbia y la petición de ayuda. La voz de la novela, toda ella, es realmente la suya, por encima del texto del informe, y su pretendida locura es mera apariencia, pues demuestra que sabe codificar y descodificar los discursos de los psiquiatras, imitándolos en su lenguaje vacío y regresivo.
    El estrangulador es una novela que permite múltiples lecturas, porque es un 1ibro lleno de matices, de humor irónico, de ambigüedades de significado calculadas, como en las novelas policiacas. Y es, sin duda, un libro que hace honor a la capacidad creativa e ideológica de un escritor que entrega siempre una parte de sí mismo en cuanto escribe.


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4) Otra crítica de Ramón Sánchez Lizarralde