M.V.M.

Creado el
5/7/98.


Más cosas:
Introducción a la edición de 2000


Introducción a
CANCIONERO GENERAL

Lumen, 1972

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN


ADVERTENCIA PRELIMINAR Este CANCIONERO GENERAL ha sido concebido como una obra unitaria, y sólo por problemas de tipo editorial aparece en dos volúmenes. Por este motivo el índice de las canciones por orden alfabético figura sólo al final de la obra, o sea en el segundo volumen.
Queremos también disculparnos por los fallos e inexactitudes que aparecen en los textos, así como por no citar a los autores de algunas canciones. El material ha sido extraído de cancioneros, en los que a menudo se cuelan errores y en los que se da incluso versiones distintas de una misma canción. Y otras veces el material se ha extraído directamente de discos, por no haberse encontrado ninguna versión escrita de las canciones, con las consiguientes palabras confusas que han podido ser mal interpretadas. Sólo se omite el nombre de los autores en el caso en que no hemos sabido dar con ellos. Esperamos que en nuevas ediciones, con ayuda de todos, podremos subsanar estos errores.



Como una lámpara se alimenta de aceite, los españoles se alimentan de un depósito secreto de melancolía que ni los afectos familiares ni las ansias de placer son capaces de secar por completo.
(Gerald Brenan, La faz actual de España)

¡Ay Sr. Colón! ¡Fíjese cómo está el mundo!
(De una canción popular que oí de niño y que ahora no he podido o sabido encontrar)



En plena redacción de las páginas de introducción a este Cancionero General aparecen las declaraciones del arquitecto y crítico Oriol Bohigas a propósito de la cultura de masas. Encabezando la reacción al corto período de esnobismo camp, que el país ha padecido más que disfrutado, el excelente crítico y arquitecto reivindica a Beethoven frente a los Beatles, a Crimen y castigo frente a Flash Gordon, a la Literatura con mayúsculas frente al cine, arte para masas, cuyas torpezas, aduce Bohigas, indican que se dedican a él quienes no pueden dedicarse a otra cosa. Coger este apetitoso rábano cinematográfico por las hojas sería demasiado fácil para rebatir parte de la vehemente reacción de Bohigas: nada me indica que la resolución expresiva de Rocco y sus hermanos de Visconti sea inferior a la mejor novela del mejor novelista de todos los tiempos o que Rashomon sea inferior a los Ensayos de Montaigne o, en nuestras coordenadas, Calle Mayor inferior a Nuevas amistades.

Pero en todo lo demás, la reacción de Bohigas me parece natural. El descubrimiento de las huellas subculturales fue mixtificado por el campismo y en lugar de servir para la historificación del gusto popular, sirvió para generar una seudo-estética snob, ya plenamente gastada. Creo que afortunadamente gastada. Ahora ya podremos volver a esas huellas subculturales con talante de arqueólogos o antropólogos, no con talante de pisaverdes de pequeño salón, enfants gatés dispuestos a épater le bourgeois o épater le marxiste. Las bruscas luminarias del campismo arrojadas sobre las canciones de Machín o los cómics o el peor cine de consumo, nos han servido para descubrir algo más que obsolescencias gratuitamente recuperadas, como los bargueños en el seno de una decoración funcional o espacial. Nos han servido para descubrir la existencia de un gusto popular, su propia dinámica, su propia lógica interna.

    Todo hecho cultural se produce en un punto de la tensión necesidad-satisfacción. Ninguno es gratuito. Las lecturas, los dogmas, las costumbres, la educación visual han sido satisfacciones a necesidades creadas por la lucha histórica del hombre para aprehender y modificar la realidad. La degustación de una pieza literaria o de una pieza plástica es un ejercicio de coparticipación en su creación. Hay dos sujetos creadores de la obra de arte: el autor y su degustador. Esa coparticipación está condicionada por la relación necesidad-satisfacción a la que aludía.
    Por eso son importantísimas las piezas subculturales, porque se convierten en huellas de la sentimentalidad, moralidad, sabiduría convencional y por lo tanto en índices del comportamiento de las masas. Este carácter de huellas prescinde de la delincuencia superestructural perpetuamente ejercida sobre la cultura de masas. Es cierto que el poder conforma, vicia los contenidos de esa cultura, que se canaliza generalmente a través de mass media, de una u otra manera siempre controlados. Pero hay que operar teniendo en cuenta este ingrediente, como un condicionante más del hecho subcultural, no como el condicionante privilegiado.
    No existe subcultura porque existe una superestructura regresiva y por lo tanto represiva. La subcultura es una satisfacción a una necesidad sentida por la masa. No porque se haya implantado la dictadura del proletariado en la URSS, Sholojov ha evitado la producción y consumo de novelas policíacas o de ciencia ficción. No porque en la URSS la poesía declamada de Evtuchenko esté al alcance de audiencias de diez o veinte mil personas, se ha evitado la necesidad de una canción popular, en casi todo coincidente con la canción de consumo occidental. La subcultura existe pese a las superestructuras, lo que ocurre es que es susceptible de toda clase de manipulaciones por parte del poder.

    Es más.
    Incluso una subcultura radicalmente manipulada por el poder es suficiente para historificar esa manipulación y brindar huellas fidedignas del estadio histórico de la conciencia de las masas. Las huellas digitales de las manazas de la represión quedan sobre la cera blanda de los boleros, sobre el papel de bagazo de los tebeos supercontrolados, en los silencios espaciados de los vodeviles más imbéciles o intrascendentes. Por otra parte las prevenciones que despierta la subcultura son de un elitismo aristocrático obscenamente victoriano. La subcultura tiene notabilísimos antecedentes históricos porque siempre ha habido una cultura clásica aristocratizante y establecida como punto de referencia. Los incipientes escritores en roman paladino, desde Berceo hasta el Arcipreste o el Marqués de Santillana, ¿no eran acaso escritores subculturales a la sombra de una cultura legitimada que se escribía en latín hasta los albores del Renacimiento? ¿No tuvieron los escritores en lenguas romances una inseguridad secular de satélites viles y degradados, expulsados de la galaxia de Homero, Sófocles, Horacio, Virgilio y Cicerón?

    La subcultura no tiene por qué pedir perdón por su impotencia frente al poder, su lenguaje degradado o su manipulación tan brutalmente mercantil. Es, a pesar de todo esto, testimonio de una época, es belleza convencional y es una satisfacción consumida por las masas en respuesta a una necesidad. A partir de estos tres vínculos es posible un acercamiento no camp a cualquiera de los géneros subculturales. Sería absurdo intentar decir que las canciones de Rafael de León son como las novelas de Flaubert. Pero me parece muy sensato admitir que fueron más útiles al pueblo español de los años cuarenta que las novelas de Flaubert, fundamentalmente porque la organización vital y cultural de las masas en el siglo XX queda más al nivel de Rafael de León o los Beatles (son meros ejemplos) que de Flaubert o William Borroughs.

    No es preciso recurrir a la utopía escatológica de la muerte de la cultura escrita y su sustitución por una cultura audiovisual. Pero es indudable que la subcultura de nuestra era, con un tremendo poder uniformador condicionado por los mass media, no va a pasar y desaparecer como una peripecia vesánica de la etapa agónica del capitalismo en su fase imperialista. Ya tiene cincuenta años de tradición histórica (desde la aparición de la radio en los años veinte, los primeros ensayos de televisión, el desarrollo del periodismo "divertimento" ilustrado, el inicio del consumo masivo de la subliteratura), ya ha creado una tradición, un gusto, ya ha empezado a influir sobre la Cultura con mayúscula. El estilo de cualquier narrador literario actual debe tanto a la tradición cultural literaria como a las películas y tebeos que leyó en su infancia. Ya empiezan a circular y operar por el mundo cuatro o cinco generaciones afectadas en su educación por los mass media y la subcultura. Es posible que Oriol Bohigas fuese educado en su infancia a los acordes de la Sinfonía Pastoral, pero empieza a andar mucha gente por el terreno de la cultura que se formó al arrullo de la Noche triste de Machín o el María Cristina me quiere gobernar, y será inevitable que dentro de diez años las universidades, los colegios de arquitectos, los cenáculos y catacumbas se llenen de protagonistas amamantados al compás de Qué noche la de aquel día y educados en la perspectiva por los recorridos de la silla de ruedas del jefe Ironside.
    Para un retórico prerrenacentista El asno de oro era una gran novela y Erec y Enide de Chrétien de Troyes una paparrucha primitiva, tosca. Para nosotros, la novelística versificada de Chrétien de Troyes es el nacimiento de la narrativa europea y nuestra cultura literaria debe más a Chrétien de Troyes que a Petronio o Apuleyo. No es que haya una equivalencia entre Chrétien de Troyes y Sautier Casaseca. Concreto los ejemplos para precisar un total rechazo a la actitud dogmática de situar una Cultura Noble bajo un haz privilegiado de luz desodorizada y una Subcultura Abyecta bajo una torva luminosidad de cloaca de la historia.

Canción, Pueblo e Historia

     De todas las formas subculturales es la canción la que mejor abastece hoy la necesidad subcultural de las masas: es un comunicado rítmico interpretado por un personaje susceptible de convertirse en imagen-símbolo. La canción es un medio de comunicación prácticamente audiovisual, puesto que rara vez una canción se desliga de su intérprete. La canción ha cumplido históricamente un papel estrechamente relacionado con el erotismo, debido a su condicionante fundamental: la danza. Ha jugado un papel fundamental en el nacimiento de todas las lenguas literarias y de todos los géneros. Aunque sea una simplificación excesiva, podríamos decir que de la canción lírica nace la poesía, del romance y la canción de gesta la novela, y de determinado tipo de canciones argumentales y dramáticas, el teatro.
    Pero una vez fijados los géneros literarios, la canción sobrevive como género aparte dentro de tres campos frecuentemente interrelacionados, hasta la aparición de la radio y el tocadiscos en el siglo XX. Esos tres campos históricos son la lírica tradicional, la lírica popular y la canción espectáculo.
    Lírica tradicional es el conjunto de canciones anónimas que se trasmiten oralmente, de generación en generación, en el seno de las comunidades (su radio geográfico de permanencia varía y se repiten canciones con variantes notables o no en las más alejadas comunidades dentro de una comunidad lingüística general). Esta lírica tradicional que comprende canciones de cortejar, de velar, de trabajo, de protesta civil, es popular por cuanto el pueblo utiliza estas canciones como medios para expresar estados de ánimo o de conciencia y las utiliza con una memoria colectiva y sucesiva impresionante hasta la irrupción uniformadora y brutal de los medios de comunicación de masas en el siglo XX. Todavía la generación del 27 (Villalón, García Lorca, Alberti) podía descubrir un inmenso sustrato de lírica tradicional popular y vivo, diariamente utilizado. Pero los poetas del 27 sólo tenían detrás dos años de radiodifusión no regular y el tocadiscos o el gramófono original era entonces una excentricidad al alcance sólo de las muchachas ateneístas.
    Lírica popular es un concepto situado a otro nivel que engloba por una parte las canciones tradicionales memorizadas y por otra parte las canciones espectáculo que de una u otra manera llegaban a la memoria canora del pueblo (fuera a base de cancioneros, trasmisión oral o la presencia directa en el espectáculo).
    La canción de espectáculo es el origen de lo que hoy llamaríamos canción de consumo. Nace como ingrediente de las comedias, en los pasos renacentistas. Se consolida en el teatro del Siglo de Oro (baste el teatro de Lope como muestra) y se acrecienta en el teatro neoclásico y en el género costumbrista del XIX para generar y culminar en el género chico. Desde el siglo XVI hasta el XX hay en España (y en toda Europa) una continuidad perfectamente coherente de tonadilla escénica, que por una parte desemboca entre nosotros en la zarzuela y por otra en la tonadilla en sí misma cantada en recitales aglutinados en torno a la figura unitaria y centralizadora de un intérprete. La canción entonces dejaba de estar vinculada a una situación cómica o dramática, se independizaba como espectáculo sostenido por la gracia, la habilidad o el sex appeal del intérprete. Esta canción espectáculo vive en los corrales, tablados, escenarios a lo largo y ancho de la evolución del teatro español. Condiciona la aparición de profesionales de la interpretación y la creación e introduce las firmas y los nombres en las claves, hasta entonces casi siempre anónimas, de la cultura canora del pueblo. Esta canción, no tradicional, podía convertirse en popular a través de rudimentarios medios de divulgación.

    La situación fue radicalmente conmocionada por el impacto de los mass media. La canción espectáculo se propagó y memorizó por métodos prácticamente inalterados entre el Siglo de Oro y la década de los años veinte. Todavía en los años cuarenta, la insuficiente electrificación de España propiciaba la existencia del vocalista que cantaba por calles y plazas, no sólo de pueblos sino incluso de ciudades, las novedades de los cancioneros reproductores de las canciones de espectáculos de moda.
    Antes de la guerra civil se acumulan los elementos básicos de una prehistoria de la cultura de masas, y en la posguerra se da una voluntarista programación de su desarrollo. El plan de electrificación que va a desarrollarse en las décadas de los años cuarenta y cincuenta no sólo tiene como objetivo, aunque fuera el primordial, garantizar la energía para una industrialización sui generis. El Estado buscaba afanosamente la posibilidad de crear una radiodifusión auténticamente nacional, instrumento uniformador e ideológico de primera necesidad. El control de la prensa tenía una rentabilidad poco apreciable al lado de lo que representaba la influencia de la radio, el cine y posteriormente la televisión.
    Pues bien, a través de estos medios se trasmiten las directrices de la canción espectáculo. La canción tradicional va perdiendo su vigencia, su utilidad, su carácter de satisfacción a una necesidad expresiva popular. La va sustituyendo implacablemente la canción transportada por los mass media. Y no es un azar que todavía en los años cuarenta y cincuenta una importante corriente de la canción de consumo estuviera emparentada muy directamente con la lírica tradicional (la canción nacional o nacionalista, como veremos). Se trata de un período de transición hasta llegar a la era del simple consumo melódico, rítmico.
    El impacto de los mass media uniformadores repercutió dialécticamente sobre la mecánica del gusto popular. Había un tiempo lento de memorización que era la garantía de la supervivencia de canciones viejas y tradicionales. Esta lentitud no se perdió de la noche a la mañana, por cuanto los mecanismos para estimular la mecánica de consumo no eran tan omnipresentes y omnipotentes como ahora. Todavía, en esta etapa inicial, una canción como Mi jaca sobrevive con total vigencia y utilidad durante casi veinte años (de los años treinta hasta el borde de los cincuenta). Dentro de los años cuarenta, cualquier éxito de Machín, la Piquer o Raúl Abril se mantenía durante cinco, seis años, sin que el público necesitara consumirlo y olvidarlo con avidez.
    ¿Qué fue necesario para estimular una nueva memorización y el desenfreno del consumo canoro?
    Sin duda la cosificación de la canción, su conversión en objeto-mercancía al alcance del poder adquisitivo de las masas; es decir, la aparición del microsurco, la comercialización del tocadiscos y la creación de la necesidad artificial de poseer y renovar el stock de canciones-objeto. Estos factores empiezan a darse a comienzos de los años cincuenta y alcanzan el nivel orgásmico en la segunda parte de los años sesenta.

    No existe una intrahistoria de la subcultura desligada de la historia total y ningún género subcultural tiene una lógica interna independiente de la lógica subcultural general y de la lógica histórica condicionante. La historia de España en la posguerra se divide en dos períodos fundamentales: el autárquico y el de normalización neocapitalista. La subcultura española responde exactamente a esa división y cualquier género subcultural no escapa a estas calificaciones.
    Hay una relación inequívoca entre elementos simbólicos situados a distintos niveles de realización histórica. Esta relación no parecería en absoluto escandalosa si la propusiera a la altura de la Cultura con mayúscula. Nadie rechazaría la relación: El rojo y el negro - Stendhal - Poder burgués. Y sobre las interpretaciones sociológicas de monumentos subculturales como los fableaux, legitimados por la pátina del tiempo. No hay razón para este prejuicio desde el punto de vista sociológico, y mucho habría que hablar sobre el punto de vista estético.
    Pero, y de vuelta a lo que me ocupa, el hecho subcultural está especialmente cargado de Historia porque está especialmente postrado ante ella o aplastado por ella. Las significaciones históricas referenciales, el hecho subcultural las adquiere por una serie de interrelaciones.

    1.º Es un medio de comunicación y por lo tanto el poder del momento tiende a cargarlo de positividad para con las verdades establecidas en cada época y situación.

    2.º Es un medio de persuasión y por lo tanto la porción de verdad establecida sufre la manipulación expresa de la propaganda.

    3.º Es un medio de expresión de la sentimentalidad y la moralidad populares y por lo tanto está cargado de temporalidad sentimental, moral y lingüística.

    4.º Es casi el exclusivo medio de participación artística de las masas; aceptando crean y por lo tanto verifican no sólo las posibilidades de expresión del autor, sino las propias.

    De todo esto se deduce que el hecho subcultural está impregnado de tiempo y que puede relacionarse fielmente con los signos que traducen una época, desde el diseño del objeto de moda hasta el diseño del político de moda.

Clarificación sobre este cancionero

    Las claves de mi clasificación del cancionero son muy simples. Ante todo clasifico una época como es la de los años cuarenta (época que engloba realmente unos quince años, 1939-1954), en que la subcultura canora está muy condicionada por la etapa autárquica de la organización político-económico-social de España. Esa etapa se caracteriza por el intento de creación de una canción nacional, melódica y temáticamente condicionada por una determinada idea de la peculiaridad española. Es una canción andalucista en la imaginería, la melodía y la pronunciación, vinculada a una España agrícola y provinciana. Tiene por lo tanto frecuentes conexiones con la lírica tradicional. Incorpora aires y estrofas de la misma, está formalmente muy influida por el andalucismo de los poetas del 27, especialmente por García Lorca y tiene en Antonio Quintero y sobre todo en Rafael de León a sus más inspirados letristas.
    La canción nacional tiene sus umbrales diferenciales. Por una parte se tiñe y confunde de gitanismo y cante hondo, por otra se acerca a la floreada frontera del cuplé. El punto de equilibrio es la tonadilla, su característica de modificación modernizada de la histórica tonadilla escénica. Casi todas estas canciones se hicieron populares a través de la radio, pero con la catapulta previa de espectáculos teatrales andalucistas.
    La canción nacional testimonia un voluntarismo ideológico determinado: efectismo, nacionalismo, majeza, pero no puede evitar cierto número de contrasentidos: el inmoralismo evidente en la mayor parte de personajes femeninos y una tristeza de fondo que se correspondía al temple a satisfacer de un pueblo que había pasado por la experiencia de una guerra.
    La corriente de la canción nacional sobrevive hasta los años setenta, pero gracias a la inercia retórica. Es decir: esta tendencia está históricamente vivificada por el culto a la peculiaridad y al aislacionismo; en cuanto las fronteras se abren y penetran capitales y discos extranjeros, esta tendencia queda arruinada y sólo subsiste para alimentar retóricamente a un público inmovilizado en esta fase del gusto. Su adecuación a los tiempos marca el viaje que va desde el Romance de la otra hasta Dónde estará mi carro, desde Conchita Piquer a Manolo Escobar.
    Otra tendencia dominante en los años cuarenta es el sentimentalismo sensiblero, basado en la temática del amor, la amistad y la solidaridad, con el ritmo del fox lento o el bolero. Su intérprete ideal es Antonio Machín y su temática y melodía son occidentales, es decir, con reducciones a escala, significan equivalencias perfectamente identificables en cualquier país europeo o latinoamericano. Ya el tema del amor ha convertido en vicios retóricos las dos fórmulas de tratamiento más empleadas desde que la literatura es literatura: el amor idealizado y el amor masoquista. Los temas son o la exaltación de la figura del amado idealizada o las quejas por el mal trato del amor. En ningún momento asoman acentos de sinceridad expresiva, como sin duda los contienen algunas piezas de la canción nacional (pienso en Tatuaje, La guapa o Romance de la otra), y desde luego este tipo de canción nunca serviría para sentar las bases de una canción autocrítica pequeño burguesa, cínica, amoral, destructiva, como sería por ejemplo la canción francesa. La canción sentimental cumplió su papel evasivo, bailable, en los noviazgos de las clases populares, y en algunos casos alcanzó ciertos niveles de belleza expresiva (Noche triste, Amar y vivir, Yo te diré). Sin embargo hay que insistir en el valor del comunicado. Las letras se escuchaban, los ritmos permitían su audición, se cantaban siempre en castellano. Estas letras, pues, tenían un sentido, una significación que repercutía en la conducta de sus usuarios. Es curioso que este tipo de canción quedara también arruinado por el impacto de la penetración extranjera, que aniquiló casi totalmente el comunicado, bien porque las canciones pasaron a escucharse en lenguas extranjeras o bien porque, incluso traducidas o de creación nacional, se limitaron a convertir la letra en un mero complemento totalmente devaluado del ritmo conductor.

    La tercera tendencia privativa en los heterodoxos "años cuarenta" a los que me refiero es la de la canción de testimonio, en la que yo englobo desde la canción voluntariamente-testimonio (Es tarde de fútbol, Busco piso, El gasógeno, El topolino) hasta la que dentro del reino del nonsense servía de testimonio por su enloquecida irracionalidad (Tengo una vaca lechera).
    La valoración testimonial que concedo a estas canciones comprendo que pueda ser motivo de polémica; pero se mueve. Las huellas de los ángeles y de los criminales suelen ser sigilosas y sólo la arcilla blanda las denuncia. La arcilla blanda de la sentimentalidad popular es un desván precioso donde quedaron grabados los zarpazos y los besos, las buenas y las malas intenciones. Entiendo por canción testimonial la que puede ser utilizada como referencia de los contenidos de una época, bien porque sea intencionalmente una descripción de algo identificable con la época (objetos y temas = el gasógeno y la vivienda), bien porque inconscientemente nos informe sobre un tono o un temple comunitario, o bien porque sea la expresión misma del escapismo frente a la realidad (Tengo una vaca lechera = símbolo de abundancia en época de racionamiento y estraperlo). Este tercer tipo de referencia testimonial ha sido insuficiente o deformadamente aceptado, y estas precariedades cabe atribuirlas a un análisis crítico insuficiente o deformadamente dialéctico de la relación autor-hecho cultural-público.
    Determinada crítica ideológica condena este tipo de referencia testimonial por la no intencionalidad de su autor o lo aprecia por la intencionalidad de su autor, partiendo del hecho de que el autor es el creador-oferente del hecho cultural y sin percibir que el valor final de la referencia se halla precisamente en el creador-demandante, el público. Es el público el que da el último sentido a una obra y engullir enloquecidamente productos como Tengo una vaca lechera es tanto o más revelador que un informe científico sobre la carestía en los años cuarenta. De la misma manera que sorber la amargura surrealista de No te mires en el río es tanto o más revelador que cualquier estudio sobre determinados sentimientos coyunturales de absurdo y pesimismo.
     Con todo, la tendencia más digna de estudio, por lo que tenía de programática (y tan identificada, sin embargo, a distintos niveles, con el temple del pueblo), era la de la canción nacional, mejor llamada nacionalista.

La canción nacional y nacionalista

    En toda la historia subcultural española propiamente dicha, historia del siglo XX, no hay un hecho tan coherente y realizado, casi con una biología cumplida, como la canción nacional. Si bien es cierto que su irresistible ascensión comienza en el clima cultural y subcultural de los últimos años veinte y de los años treinta, sus connotaciones definitivas las alcanzaría como consecuencia del orden histórico de los años cuarenta.
Toda intrahistoria estética se explica en definitiva por acciones y reacciones lo suficientemente innovadoras como para plantear la continua tensión entre lo nuevo y lo viejo. El interés por el folklore y la lírica tradicional que se suscita en los años veinte y treinta es una reacción frente al cuplé, el tango y los derivados del jazz que nos llegan desde culturas de masas mucho más desarrolladas.
Había dos tradiciones al abasto para alimentar la reacción antiextranjerizante: la lírica tradicional y la tonadilla. La canción española de estos años va a construirse sobre estos dos pilares y va a ensayar incluso una síntesis entre ambas corrientes. Un factor importante en el desarrollo de esta experiencia es la dictadura de facto que los poetas andaluces ejercen sobre la lírica española, y si bien ha llegado a la sabiduría convencional la influencia de Valéry sobre la generación del 27, muy poco se ha insistido sobre el andalucismo cultural de esta generación que reivindica a Góngora más por paisanaje que por real vinculación estética. Los poetas del 27 son casi todos amateurs folkloristas y dos de sus más geniales representantes son inexplicables sin el acervo de lírica tradicional que contienen: García Lorca y Rafael Alberti. Pero no son los únicos nombres. Desde el 98 (Manuel Machado), pasando por Villalón y llegando a García Lorca, hay treinta años de movimiento poético andaluz muy inspirado en el estudio del folklore y en la incipiente fascinación por el cante hondo y la lírica tradicional, tal vez como una actitud mimética ante la valoración internacional del jazz. Esta equivalencia se advierte sobre todo en la reivindicación del cante hondo.

    La selección de las especies ha construido una pirámide de poetas que puede tener en la cúspide a García Lorca y Alberti, pero que tiene una amplia base de poetas menores de los que salieron los letristas que luego hicieron posible el pleno desarrollo de la canción nacional: Antonio Quintero, Valerio y sobre todo Rafael de León. En la historia de estos letristas se aprecia su vinculación adolescente y juvenil al garcíalorquismo y la maduración en los años cuarenta, casi todos solidarios con el orden político establecido.
    Lo que en Lorca y en los poetas del 27 era casi "campismo" hacia la tonadilla escénica y real retorno a las fuentes en la adoración por la lírica tradicional y el cante hondo, en sus herederos subculturales va a convertirse en una tecnología al servicio de una tipología de canción de consumo, perfectamente sublimada sobre las condiciones objetivas que el país ofrecía en el amanecer de 1939. La autarquía imperante se basaba en una búsqueda de la peculiaridad española, de todo lo que nos impedía ser como las naciones democráticas o como las naciones totalitario-marxistas. Esta peculiaridad se manifestaba en los órdenes político, económico, social y cultural. Los autores de canciones, impelidos por este respaldo ideológico, buscaron una síntesis expresiva igualmente "peculiar".
    Esta síntesis ya había sido ensayada en los años treinta. A un nivel, García Lorca juega en el piano con la tonadilla y el folklore. A otro nivel, Imperio Argentina o Estrellita Castro o Miguel de Molina cantarían el espectro subcultural de este juego: canciones con trama de tonadilla, con estructura métrica de tonadilla, pero con pronunciación andaluza y la introducción de imágenes, estrofas o temas a veces derivados de la mismísima lírica tradicional. Ya había pues una estructura formal elaborada en la que sólo cabía acentuar las notas comprometidas con la situación histórica.
    La canción nacional se aplica a glosar todo lo oficialmente peculiar español: individualismo (en oposición al colectivismo y comunitarismo marxista), peculiaridades raciales (inútil insistir sobre la madre de este cordero), exaltación del destino histórico, excelencias de todo lo nuestro (mujeres, vino y música fueron los productos españoles más apreciados hasta la providencial conformación del Real Madrid de Di Stéfano).
    Ahora bien:
    Con todos sus condicionantes, con todas sus servidumbres, esta canción nacional ha sido, hasta la fecha, el cauce subcultural legal más apto para representar la historia sentimental de España. Pese a la apología oficial de la virtud sexual y política, en las mejores canciones está presente una rebeldía a veces feroz contra las normas, aunque sea una rebeldía sometida y mal resuelta. Del millar de canciones que he manipulado en estos treinta años de canción popular y de las quinientas, aproximadamente, que he seleccionado, las más históricamente veraces y estéticamente mejores, son cinco o seis canciones nacionales que traducen, como no lo consiguen todas las demás, las realidades de unas gentes.
    Porque, insisto, una canción no es sólo una voluntad creadora y una voluntad programadora. Una canción es una voluntad receptora que cada vez que la canta, cada vez que la utiliza, lo hace como instrumento expresivo de la propia sentimentalidad. Sólo bajo este prisma adquieren su real significación hitos como No te mires en el río, Tatuaje, Romance de la otra, La guapa, A la lima y al limón. Jamás un sentimiento popular ha sabido expresarse mejor que a través de la utilización de estas canciones, al margen de la voluntad creadora de sus letristas y músicos. Hagamos un balance sumario de los valores positivos y negativos de una canción como La otra.

Desde la perspectiva de la heroína


    Valores positivos:
    La libertad de aceptar un amor social y legalmente culpable: "...no tengo ley que me ampare ni puerta donde llamar"; el sacrificio personal del elemento pasivo (la mujer): "...con tal que vivas tranquilo qué importa que yo me muera".

    Valores negativos:
    La ley establecida que impide esa libertad; el cerco social que la margina y casi la obliga a diferenciarse visualmente de los demás: "Por qué se viste de negro si no se le ha muerto nadie".

     Para cualquier valoración progresista, los valores positivos de la protagonista no lo son totalmente. El segundo, el sacrificio de la mujer elemento pasivo, es un valor reaccionario, pero no por ello menos testimonial, y cuando las mujeres del pueblo hacían suya esta canción, la interpretaban, expresaban un malestar condicionado precisamente por la evidencia de la solución y su impotencia para conseguirla.
    De haber tenido la canción nacional mejores condiciones de desarrollo, hubiera sido la génesis de un género totalmente diferente pero equivalente al de la canción francesa. No está tan lejos de ella una canción extraordinaria como Tatuaje, más allá y más aquí del bien y el mal establecidos en los años cuarenta.
    La estructura formal de la canción nacional era idónea para el desarrollo de un género realista, que contara historias reales. Sometido a una carga superestructural, prestó su tecnología a las reivindicaciones más ridículas y a una historia sagrada anaftalinada. Así terminó finalmente por retorizarse y crear unos clisés basados en dos monotemas fundamentales: la exaltación de un tipo femenino (en general profesional de la canción) con las sienes moraítas de martirio y siempre entre el aborto, la puñalá y el infierno; y, por otra parte, las más grotescas y contraproducentes exaltaciones del españolear.
    Sin embargo, los comunicados posibles a través de este tipo de canción murieron con ella. No pasaron a otro género, no penetraron en las estructuras formales de la invasión extranjera a partir de los años cincuenta. A partir del inicio de la normalización neocapitalista, la canción se desvincula totalmente de la realidad española, colonizada o aséptica, y cuando aborda algún tema del país lo hace con el tiralíneas de la retórica.
    Puede decirse entonces que salvo esta etapa inicial autárquica, la canción española ha sido sobre todo un instrumento de incomunicación popular.

Canción, Pueblo e Industria

    Ya he dicho que hay dos períodos claramente diferenciados por una situación histórico-cultural contextual y por la situación material del desarrollo industrial y comercial de los instrumentos de divulgación de la canción. Pero al margen de esta clasificación ya vista, quedan grupos de canciones que sirven para dar fe de cómo la cultura de masas se hacía portavoz de importantes necesidades de la expresión subcultural: el erotismo, la religión, los paraísos míticos, el irracionalismo, la juventud, la familia, la sabiduría convencional, el ritmo como condicionante absoluto, heroísmo y machismo, tipología femenina, la exaltación de Madrid, y finalmente, el intento de conseguir una nueva canción, adaptada a las necesidades expresivas de una pequeña burguesía ilustrada, más extensa que la de los años cuarenta o cincuenta, asqueada por los comunicados habituales de la canción de consumo.
    Soy totalmente consciente de que ignoro un sesenta por ciento de las canciones "consumidas" por la juventud española entre 1965 y 1970. Se trata de las canciones en lengua inglesa de la infinidad de conjuntos que ocuparon el versátil podium del hit parade. El hecho de que esas canciones en lengua inglesa nunca hayan sido un comunicado total para sus consumidores descansa en la evidencia del escaso conocimiento que se tiene de la lengua inglesa incluso entre las minorías cultas del país, tradicionalmente formadas en lengua francesa. La juventud popular ha consumido esas canciones anglosajonas sólo en sus ingredientes rítmicos o melódicos. Es indudable que consumir una canción rítmica o melódicamente ya es entenderla en gran parte, y detrás de la aceptación juvenil de una tipología de canción incomprensible ya hay una declaración de principios, una actitud vital. La música pop juvenil fue inicialmente una expresión de rebelión juvenil frente a un mundo autoritario, totalmente regido por normas irreplanteadas en lo fundamental desde el positivismo burgués del XIX.
    Sin embargo, lentamente, al penetrar en la mecánica del consumo de satisfacciones subculturales, la expresión revolucionaria del pop se convirtió en el plato de lentejas a cambio del que se vendía el derecho a la revolución. La reacción accede a la libertad de vestuario, de melena e incluso de relaciones amorosas prematrimoniales, consciente de que una vez más es preciso que algo cambie para que nada cambie. El aprendizaje fenicio de cambiar metales preciosos y preciados por collares de alubias no ha quedado en la noche de los tiempos; está presente en las tácticas de defensa de la burguesía neocapitalista.

    La aceptación de unas canciones que nuestra juventud no entendía y que cuando se traducían perdían buena parte de su agresividad social, es un síntoma de la postración de nuestra subcultura, en la que no cabe ni la triquiñuela fenicia. Es decir, en la aparentemente ingenua parcela del hit parade puede encontrarse la huella arqueológica del nacional andar de puntillas sobre la arcilla subcultural. Por eso he prescindido de la canción consumida en lengua inglesa; por sus insuficiencias comunicativas.
    La evolución de los contenidos y el lenguaje es una traducción evidente de la corrupción de canciones-moldes, valiosas en el principio y superimitadas por las exigencias de un mercado cada vez más depredador. Salvo excepciones, no es posible la comparación calificadora entre las canciones-molde del primer período (1939-1954) y las del segundo. La depredación del lenguaje convencional termina por encanijar el poder expresivo de las canciones, y a medida que crece el poder de la realidad aumenta el deseo de evasión, el rechazo de cualquier propuesta de subcultura representativa. La carga superestructural favoreció el adocenamiento de la canción nacional y controló sagazmente las otras tendencias. La industria hizo todo lo demás. Sin embargo, tan fuerte era el arraigo de la canción "española" entre el público, que consiguió los favores del hit parade hasta que la dictadura del gusto juvenil fue incontenible y los mass media adquirieron conciencia de que debían aceptar las exigencias del nuevo público, si no querían perderle para causas más fundamentales.

Según datos de la Sociedad General de Autores de España, las canciones de mayor recaudación entre 1939 y 1960 fueron las siguientes:

1939 La morena de mi copla. Alfonso Jofre de Villegas y Carlos Castellanos.
1940 A la lima y al limón. Rafael de León y Manuel Quiroga.
1941 Tatuaje. Rafael de León y Manuel Quiroga.
1942 Mírame. José Luis Sáenz de Heredia, Federico Vázquez Ochando y Juan Quintero.
1943 La luna enamorá. Mariano Bolaños, Leocadio Martínez Durango y Angel Villajos.
1944 La Lirio. Rafael de León, José Antonio Ochaíta y Manuel Quiroga.
1945 Yo te diré. Enrique Llovet, Manuel Salinger con Jorge Halpern.
1946 Mi vaca lechera. Jacobo Morcillo y Fernando García Morcillo.
1947 Luna de España. Enrique Llovet, Antonio de Lara y Fernando Moraleda.
1948 Francisco Alegre. Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga.
1949 Mirando al mar. César de Haro y Marino García.
1950 Tres veces guapa. Laredo.
1951 ¡Olé torero! Jesús María de Arozamena y Francis López.
1952 Dos cruces. Carmelo Larrea.
1953 Doce cascabeles. Basilio García, Juan Solano y Ricardo Freire.
1954 La niña de Embajadores. Eduardo R. Cárcamo y Salvador Arevalillo.
1955 Violetas imperiales. Jesús María de Arozamena y Francis López.
1956 Campanera. Francisco Naranjo, Camilo Murillo y Genaro Monreal.
1957 Mariquilla bonita. Ernesto Vázquez Amor y José Luis M. Gordo.
1958 El cordón de mi corpiño. Salvador Guerrero y Carlos Castellanos.
1959 El telegrama. Alfredo García Segura y Gregorio García Segura.
1960 El Porompompero. Alejandro Rodríguez, José Antonio Ochaíta y Juan Solano.
1961 Enamorada. Rafael de León y Augusto Algueró.
1962 Llevan. Amado Regueiro y Angel Martínez Llorente.
1963 La hora. Miguel Portolés y Mario Sellés.
1964 A tu vera. Rafael de León y Juan Solano.
1965 La luna y el toro. Alejandro Cintas y Carlos Castellanos.
1966 Un chica ye-yé. Antonio Guijarro y Augusto Algueró.

    En el mismo período alcanzaron también extraordinaria popularidad:

La niña de fuego. Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga.
María Dolores. Jacobo Morcillo y Fernando García Morcillo.
El beso. Adrián Ortega y Fernando Moraleda.
La Salvaora. Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga.
El emigrante. Juan Valderrama y Manuel Pitto con Manuel Serrapi.
Gitana. Julio Merino.
Ya sé que tienes novio. Luis Araque.
A lo loco. Antonio Guijarro y José María Gil Serrano.
Mi perrita pequinesa. Francisco Almagro y Manuel Villacañas.
Será una rosa. Francisco G. de Val y Miguel Díaz.
Ni se compra, ni se vende. Antonio Guijarro y Genaro Monreal.
La tuna pasa. Luis Araque.
Comunicando. Luis Escobar y Antonio López Segovia.
Nubes de colores. Antonio Guijarro y Augusto Algueró.
Yo soy aquel. Manuel Alejandro.
Clavelitos. Federico Galindo y Genaro Monreal.


    He detenido la referencia a los hits anuales en 1966 porque precisamente la canción de mayor éxito en ese año era muy indicativa de la presión ejercida por el mercado juvenil. Una chica ye-yé era una españolización banal y a contra ola de la arrolladora invasión del nuevo público. A partir de estos años siempre ha habido una canción nacional de gran éxito de venta, generalmente ligada a Manolo Escobar como intérprete, pero los datos a apreciar son generalmente la soledad de un reducto de canciones nacionales de éxito en competencia con decenas de canciones extranjerizantes de éxito.
    Según datos de la publicación "Industria discográfica" (mayo 1971) sobre 33 canciones de gran éxito mensurado en abril del mismo año, 22 son extranjeras, 5 corresponden más o menos a la llamada canción nacional y 6 a la canción melódica española influida por la canción extranjera. Las cinco canciones nacionales con audiencia están ligadas a intérpretes muy determinados y preferidos: Peret, Manolo Escobar, pero no son indicativas de una permanencia importante y profunda del género. Es curioso que en ese mismo breve período hitos importantes fueran Amores, de Mari Trini, y un single de Víctor Manuel, ambos dentro del apartado de la nueva canción castellana.

Por una valoración estética de la canción de consumo

    He dicho que los productos subculturales, y la canción como género que me ocupa, reúnen ciertas exigencias de belleza al nivel del gusto popular. Comprendo que muchos lectores capaces de aceptarme motivaciones valorativas de carácter sociológico, dirán que por aquí no pasan y que la mediocridad más obsesionante es la única característica lingüística (oral y musicalmente) de la canción popular.
    Creo que esta conclusión es injusta. En primer lugar es difícil reñir esta batalla sin el acompañamiento de la música, modificadora cualitativa de la expresividad literaria que aquí puedo suministrar. La unidad letra-música no es tal. En general, la música es la definitiva expresividad de la canción, la más determinante y en ocasiones autosuficiente. Pero sólo una coedición de discos hubiera podido salvar de cierto grado de cojera o ceguera a este libro, y en su imposibilidad debo moverme argumentalmente a partir de los datos que puedo proponer aquí: las letras.
    En general, como en todos los productos estéticos industriales, hay una degradación retórica muy rápida de un modelo. Es en el terreno de los modelos donde solemos encontrar las piezas de más alto nivel estético. Esta jerarquía se establece por cualidades equivalentes a las de la Cultura con mayúscula: la armonía y la originalidad lingüística, los más determinantes. Y dentro de la convención-canción hay letras-molde (por lo general) que cumplen esos requisitos de armonía y originalidad en la utilización del lenguaje. Es cierto que la canción debe partir de unos condicionamientos de comunicabilidad no necesariamente presentes en la obra del novelista o del poeta. El novelista o el poeta puede y debe en ocasiones destruir la tranquilidad lectora del público. El letrista o el autor de canciones actúa más conservadoramente y conoce la profunda repugnancia de un público masificado por todo aquello que de inmediato no encaje en sus esquemas de lectura. En literatura un condicionamiento no tiene por qué ser una limitación, puede ser un fascinante desafío.
    El nivel de comunicabilidad inmediata exigida a una canción puede ser un desafío en ocasiones magistralmente resuelto. La canción nacional tiene magníficas muestras de resoluciones, y la canción sentimental otro tanto. Sería grotesco intentar una devaluación de los hitos estéticos de la canción de consumo a partir de términos de comparación de la Poesía con mayúscula. Todo juego lingüístico es una propuesta convencional y como tal parte de condicionamientos a veces radicalmente opuestos. Cuando García Lorca escribió el Romance anónimo no tenía otros condicionantes que un ritmo, una imaginería surrealista y la presunción de códigos de lectura afines en un público minoritario. Cuando Quintero, León y Quiroga trataron un tema similar en No te mires en el río, debían de tener en cuenta además un tinglado comercial-industrial y unos códigos de lectura estrechísimos de un público mayoritario y unificado.
    El caudal lingüístico de un letrista es obligatoriamente reducido y hay que valorar precisamente la maestría en el partido que se saca de esas limitaciones. Invito a apreciar la belleza de relaciones lingüísticas tan sencillas como las que siguen:

Era hermoso y rubio como la cerveza
(Tatuaje)

Él vino en un barco de nombre extranjero,
le encontré en el puerto al anochecer
(Tatuaje)

a los treinta se ha casado
con un señor de cincuenta
que dicen que es magistrado
(La vecinita de enfrente)

porque no tiene familia
ni perrito que la ladre
ni flores que la diviertan
ni risas que la acompañen
(La otra)

y la vio muerta en el río
como el agua la llevaba
¡ay corazón parecía una rosa!
¡ay corazón una rosa muy blanca!
(No te m.ires en el río)

Eres tan hermosa
como el firmamento
lástima que tengas
malos pensamientos
(La Salvaora)

Con un clavel grana
sangrando en la boca
con una varita de mimbre en la mano
por una vereda que lleva hasta el río
iba Antonio Vargas Heredia el gitano
(Antonio Vargas Heredia)

Era tan poco en la vida
tan poco que nada era
(Romance de valentía)

¿Me quieres dejar un beso
hasta que cobre, mujer,
que sé que voy a la muerte?
(Magnolia)

Dejaste el caballo y lumbre te di
y fueron dos verdes luceros de mayo
tus ojos pa mí
(Ojos verdes)

las flores de tu cintura
las ronda un niño torero
(Ay mi Dolores)

Pintor nacido en mi tierra
con el pincel extranjero
(Angelitos negros)

a mi mente acuden
recuerdos de otros tiempos
y todo se hace oscuro para mí
me falla el corazón
y pierdo la razón
y siento ya la angustia de morir
(Noche triste)

No volverás
Lisboa antigua y señorial
a ser morada feudal
a tu esplendor real
(Lisboa antigua)

Igual que torre y almena
igual que puente y que río
como el preso y la cadena
como la nieve y el frío
(El viento se lo llevó)

Somos un sueño imposible
que busca la noche
(Somos)

Se vive solamente una vez
hay que aprender a querer y a vivir
(Amar y vivir)

Recuérdame
que recordar es volver a vivir
(Recuérdame)

En cuanto que llegues
tú me debes escribir
si te gustó la ciudad,
qué tal es la casa
donde tienes que vivir
y si de allí ves el mar
(¡Adiós amor!)


    Al servicio de la descripción de tipos y situaciones, de ideas y sentimientos de angustia, soledad y tristeza, de valoraciones morales, estas relaciones lingüísticas nada exhaustivas, son autosuficientes para comprobar niveles de belleza indudables dentro del corsé convencional de la canción de consumo. Hay que tener en cuenta que estas canciones fueron escritas sin una intencionalidad expresamente artística, como la que puede guiar los logros de la nueva canción, y a veces desde la mala conciencia de la degradación literaria. Expulsados sus autores del paraíso de Horacio y arrojados al paraíso de la Sociedad General de Autores de España.


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Introducción a la edición de 2000