M.V.M.

Creado el
9/3/98.


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Ciudad

VÍCTOR GARCÍA DE LA CONCHA*

ABC literario, 25 / 7 / 1997.


    Cuenta Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939) que hace treinta años J. A. Goytisolo le encargó un poema que glosara la metafísica arquitectónica de Ricardo Bofill. Lo escribió y, al leerlo, se percató de que, hablando de «una» ciudad, estaba tratando de «la ciudad de la Memoria». Cosas de la edad, dice ahora con sorna; bien sabe él, sin embargo, que, como explicó Cassirer en su «Filosofía de las formas simbólicas», cualquier acción con la que se traza un confín, el de una ciudad por ejemplo, incide en el orden sagrado del espacio y del tiempo. Es el caso que de aquel poema, referente obsesivo de su novela «El estrangulador», viene este otro en siete tiempos, «que versa sobre las ciudades del cuerpo, del alma, de la memoria personal, terrestre, la memoria original de la materia en el tiempo, de la ciudad de la Historia» (pág. 51). Exactamente, según el adagio latino que sirve de lema al libro: «Orbis in urbe».

    Nos llega con aquella canción de Glenn Miller que comenzó a sonar en los versos de «Una educación sentimental» (1967):

Canta el petirrojo en diciembre
como en tiempo primaveral
florecen las violetas
aunque esté nevando,
¿sabes tú por qué mi amor?
Y, al son de la lánguida melodía, echa a andar por el laberinto de las calles de la Barcelona del Barrio chino la memoria histórica personal del poeta: «Se vivía el salvaje absoluto del inicio», era la «edad de oro en la ciudad heredada», por más que se viviera —plena posguerra— «bajo la vigilancia del luto», y una «infame turba de nocturnas aves/de crespones rojinegras sibilas» [colores simbólicos de la Falange] sobrevolara el quehacer de las palabras (pág. 12). No son los únicos símbolos: en todo ese primer paso, «El uno», configura el poeta una serie de núcleos que irá tejiendo, como en una topografía iniciática, a lo largo del poema.

    Empieza por devanar allí mismo el cuarto verso de la canción de Miller, «aunque esté nevando». Y con el bordón de un «nunca volverás a casa», descubrimos que esa nieve que finge blancura y hermosura será océano tenebroso; que «la nieve finge ser palabra/de la memoria oscura/del peor camino nunca volverás a casa». A partir de ahí, en cada estación del recorrido volverá a sonar la canción con el cuarto verso cambiado: «Aunque esté llorando», «aunque esté muriendo», «aunque esté matando». Y a cada paso, los núcleos simbólicos se van transmutando y a su trama se añaden otros nuevos, que experimentan parejas transmutaciones. Así, las cuatro azoteas de «El uno» se convierten en «El dos» en

no se debe no se sabe no se puede no se vuelve
cuatro abuelos de estaños y amatistas
cuatro guerras cuatro esquinas cuatro puertas cuatro infiernos
(pág. 17),
que, sumados los tres ángulos celestes, darán
las siete puertas de los cielos
las siete puertas de Jerusalén
las siete puertas del cuerpo
las siete ciudades del ser para la muerte
(pág. 19).

    Tal cábala litánica va delineando la topografía de ese orbe plural hecho unidad: «Las ciudades son cuadradas/los paraísos circulares» y entre esos dos espacios oscila a lo largo del poema la dialéctica entre la geometría de la razón y el libre discurrir de la compasión. Son las ciudades de la Memoria y el Deseo entre las que se mueve el poeta peregrino:

La del deseo
podría llamarse Historia de ser cierta
...
pero sólo serás libre al llegar a Memoria
(pág. 20).
Por fuerza de esa misma paradoja que trastrueca los esquemas, el siete que sería el día del gozo, después de irisarse en mil figuraciones, termina siendo el del dolor.

    Y de la ciudad de la historia retorna el poeta en «El cuarto» «a la ciudad de la materia prima», «ciudad de Dios ciudad del Diablo»; y de allí, en «El cinco», nos lleva a contemplar cómo el mar del tiempo convierte a toda ciudad en arena. Habla no sólo de las ciudades físicas sino de todas las construcciones del espíritu. En ese punto nos damos cuenta de que en el horizonte de ladrillos la palabra «horizonte» «conduce siempre al miedo/a llegar tarde a no saber decir a tiempo/por favor». Y el círculo se cierra en «El siete», que es dolor, con el retorno de los núcleos simbólicos de «El uno» y la visión apocalíptica de la destrucción de la ciudad por los bárbaros que «decidieron prohibir cualquier paisaje que proclama/¡SUBVERSIÓN!».

    En el recinto de esta «Ciudad» —el mejor de sus libros poéticos y uno de los más serios publicados últimamente— ha logrado condensar Vázquez Montalbán un orbe de formas simbólicas: voces que, con ecos literarios y de la cultura popular, van del espacio de le historia al de la visión.


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* Víctor García de la Concha (Villaviciosa, 1934), historiador de la literatura, ocupa desde 1992 la silla c de la Real Academia de la Lengua, de la que es director.