En sus libros la memoria
es un tema recurrente. ¿Por qué es tan importante para usted?
Supongo que porque vengo de una familia donde los apegos a la memoria son muy potentes. Hay una tradición tribal, un respeto por el pasado, un anclaje de continuidades, una especie de decir: «Venimos de esto y vamos hacia esto», que en la estructura familiar, con unas fuertes cargas políticas y sociales, siempre ha estado ahí. Y, por otra parte, el descubrimiento de México, en el cual el país tiene la tradición de perder memoria a partir de una violenta acción continua del aparato estatal para descafeinar todo. Una de las batallas más importantes en el terreno de la cultura es la batalla por la preservación de la memoria, de las memorias. ¿Esa preservación de la memoria tiene que ver con el no dejar olvidar a los fantasmas, a aquellas personas que están de paso por la vida? Sí, y no permitir que las historias desaparezcan, se diluyan, se suavicen y se conviertan en iconos, en nombres de calles, en estatuas. Trabajos como el de Escobedo, el general orejón, o la biografía del Che, son batallas contra otra forma de olvido. El olvido como simplificación al máximo de algo, reducción a esquema y colocación en un anaquel. ¿Cómo fue su relación con el Che? Tormentosa. Absoluta y asquerosamente tormentosa. El Che me persigue. Es muy conflictivo. Escribir sobre él es acercarse mucho a un personaje que tiene una tremenda fuerza de compulsión. El Che compulsiona todo lo que toca. Lo introduce en una lógica de deber hacer, tener que hacer, hay que moverse. De deberes haceres, de voluntades. Uno está escribiendo sobre él y entra en ese fermento de voluntades que le roba el sueño, se vuelve uno hipercrítico, hiperautocrítico. Me salvaban el sentido del humor del Che y la distancia y mi propia capacidad autocrítica. Pero es muy duro. Es como un viaje hacia un personaje de gran intensidad que tenía la carga de la heroicidad. ¿Cómo demonios se atreve uno a mirar de frente a sus héroes, de tú a tú? No pueden hacerse biografías en la distancia, el respeto y la sumisión. Hay que hacerlas desde la igualdad, porque es lo que debe contárseles a los lectores. La idea no es que «Si te portas bien serás como el Che», sino que el Che es como usted y yo y punto. Es uno más. Esto es lo que hay que traducir. Salí de allí lleno de miedos, de obsesiones, de compulsiones, de culpas que no tenía. Fue un libro dificilísimo de escribir. Tiene una facilidad aparente para pasar de un género a otro: de la crónica a la historia, del reportaje a la novela. ¿Cómo maneja esos diferentes géneros? La función de un escritor es romperlos, hacer destrucciones genéricas, jugar en los territorios intermedios, crear nuevos géneros a partir del mestizaje. Todo es material narrativo: la historia, el periodismo... Son problemas de extremos. En medio hay un montón de espacio. En Arcángeles intenté demostrarlo: aplicarle la narrativa a una investigación histórica ortodoxa y tradicional. En la biografía del Che se nota también esto. Más allá del rigor investigativo, está tan bien contada que lo atrapa a uno como si fuera una novela. Creo que es el mejor elogio que me han hecho los lectores de la biografía hasta ahora. Se produjo casi en seguida de salir el libro. Como a la semana de haber salido encontré al primer lector que me paró en la calle y me dijo: «Lo leí como una novela». Y dije: «¡Puta! ... ¡Lo logré!». El gran riesgo era haber dedicado tres años de mi vida a escribir un ensayo ilegible, un ensayo para especialistas. Lo que quería era hacer algo que tuviera una lectura muy fluida, pero al mismo tiempo no me podía dar el lujo de perder información o perder complejidad. Es un gran elogio para mí que diga eso, de veras es un gran elogio. Durante mucho tiempo en América Latina se han creado falsas premisas, producto de nuestra condición de tercer mundo imitador. Hay una sobrestimación del papel del escritor en la sociedad y del valor del escritor respecto a sí mismo. Existe una especie de extraño esnobismo en los escritores latinoamericanos, que los convierte en figuras verdaderamente ridículas, pagadas de sí mismas, que dicen cosas como que el acto literario empieza y termina en ellos mismos. Tal vez la escritura, como fenómeno de creación, comience y acabe en uno mismo, pero eso no es literatura. La escritura es el acto de producir en palabra escrita un libro, mientras que la literatura es el fenómeno mediante el cual el libro empieza en el escritor y termina en el lector. Muchos de mis colegas quieren olvidar esto, aunque luego, a la hora de cobrar los cheques de las regalías de los derechos de autor, se acuerdan de ello. Y se quejan porque los lectores son tontos. Hay una especie de olvido de la esencia del camino literario. El camino de la literatura es el problema del encuentro entre el escritor y el lector. La literatura se produce cuando alguien lee lo que uno escribe y no antes. Existe una empatía asombrosa entre sus libros y sus lectores... Para mi desdicha mis lectores son de culto, colega. Llaman por teléfono y dicen cosas como: «Tiene que escribir una novela sobre esto». Se ha vuelto un fenómeno sorprendente, de dimensiones planetarias. Hace un par de meses di una conferencia en Milwaukee. En las dos primeras filas había un grupo de jóvenes con su gorra de béisbol vuelta hacia atrás. Yo dije: «Me los mandaron los fundamentalistas del poder blanco para romperme la madre al final de la conferencia». Sin embargo, al terminar vinieron y me abrazaron. No me querían soltar. Uno de ellos dijo: «Nos cambiaste la vida con Sombra de la sombra en Estados Unidos. Somos un grupo de trabajadores de las cervecerías. Ahora somos lectores». Jóvenes de veinte, veinticinco años. Tengo once libros editados en Estados Unidos, de los cuales habían leído siete u ocho. Me agarraron y me secuestraron toda la noche. Soy un autor francamente afortunado, porque hay una gran empatía entre los libros que escribo y la gente que los lee, lo cual me pone de muy buen humor. Para eso se escribe, ¿no? Para tener lectores. Así soy cuando leo. Cuando una novela me fascina de veras creo una relación de amor con el autor. ¿Toma partido al escribir? Al vivir tomo partido y luego al escribir esto se refleja. Yo no soy aséptico en esto. Yo no estoy al margen de. Lo que ocurre es que pienso que la literatura tiene reglas propias. Hay que tener muchísimo cuidado de que el panfleto no se deslice. Cualquier pretensión de hacer pedagogía literaria es criminal, asesina. Cuando quiero hacer un panfleto hago un panfleto, cuando quiero hacer un volante hago un volante y cuando quiero hacer una novela hago una novela. Evidentemente estoy en una zona donde hay partido. ¿Todavía está a la izquierda? Desde luego, no hay otro lugar para mí; es más, no puedo concebir otro lugar. Estoy en el sitio donde se piensa que la justicia social es la prioridad número uno de una sociedad. El Estado me tiene en su lista negra y yo tengo en mi lista negra al Estado mexicano. Estamos a mano. Se le considera el fundador del género neopoliciaco en América Latina. ¿Puede decirme en qué consiste? En la década de los setenta surge, por emergencia natural, una nueva literatura genérica, muy violadora de la anterior, con mucha carga política y social, muy rompedora. Esto que llaman el neopoliciaco: literatura vinculada al hecho criminal con una estética mucho más desarrollada, una serie de preocupaciones estilísticas incorporadas al texto y, simultáneamente, una obsesión por calar en el fondo de las sociedades. Aparecen un montón de autores que estamos en un montón de países simultáneamente, sin que nos conozcamos. Manchette en Francia, Vázquez Montalbán en España, Ross Thomas en Estados Unidos, Chavarría y Justo Vasco en Cuba, Jürgen Alberts en Alemania, Julián Ibáñez, Andreu Martín, Juan Madrid y González Ledesma en España. Una serie de autores con este tipo de preocupaciones comunes, casi todos ellos surgidos de las emergencias político-sociales de finales de los años sesenta, movimientos del 68, convulsión política en torno a la guerra del Vietnam, revolución cubana... Todos estos fenómenos de la izquierda de esa época crean una generación de autores, por una parte irreverentes a las estructuras tradicionales del espacio literario, hacia las jerarquías de la literatura y, por otra, con una visión áspera, crítica, de sus sociedades, que adoptan el policiaco. Ahí surge lo que se podría conocer como el neopoliciaco. Después de la gran revolución de la ciencia ficción norteamericana de la década de los sesenta, ésta es la última revolución genérica que se ha producido en el planeta. En el libro 68 aparece una frase de Thornton Wilder, que para ustedes los militantes fue memorable: «Cada persona que ha vivido alguna vez, ha vivido una sucesión continua de situaciones únicas». Sus libros son también intentos de preservar las historias únicas de gente anónima, de los «invisibles». No sólo importa el detective, la víctima, sino también el chicharronero que recita a Rubén Darío… Tiene que ver un poco con la estructura del policiaco tradicional contra el que nos rebelamos, pues allí los personajes secundarios son funcionales, esto es, sólo tienen funciones. Si hay una actriz joven, está ahí para que el personaje central le vea las piernas y, a través de esto, revele su lascivia. Si algo odio son los personajes funcionales: no tienen rostro, no tienen alma, únicamente existen para permitir que la anécdota avance. Desde el inicio del neopoliciaco una de mis preocupaciones es matemos a los personajes funcionales y convirtamos a los personajes secundarios en personajes. Esto es un poco lo que usted percibe. El intento por darles entidad, fuerza y poder. ¿A qué se debe su extraordinaria fertilidad? Más de 40 libros... A que soy un escritor que no bebe alcohol y soy monógamo. Mi generación se dedicó a conquistar las esposas de sus amigos y a emborracharse. Entonces, perdieron un montón de tiempo. Yo, que soy monógamo militante, vivo enamorado de mi mujer y no bebo, he tenido mucho más tiempo que ellos. Y lo he dedicado a escribir. ¿José Daniel Fierro todavía quiere escribir novelas de realismo socialista de aventuras? ¿Poco realistas, con algo de socialismo y mucho de aventuras? A diferencia de Belascoarán, al que ciertos lectores tratan de interpretar como mi alter ego, y no lo es, puesto que es alguien que está fuera de mí, José Daniel Fierro sí es mi alter ego. Yo transporto sus obsesiones y él transporta las mías. Queremos escribir realismo socialista pero no como dicen los cánones que es sino una especie de realismo socialista subvertido. Creo que lo que estamos haciendo es una especie de subrealismo subsocialista. Algo así. Una última pregunta. Dice que hay que hacer una literatura de factura compleja pero de lectura fácil. ¿Cómo? Sí. No sé cómo se hace. En eso estoy, en eso he estado y en eso quiero seguir estando. Hay que ponerle a la manufactura toda la capacidad técnica, pero esto no debe transportarse a la dificultad de la lectura. No debemos, y no es función de los escritores, crear una literatura para escritores que se mueva en circuito cerrado. Es función de los escritores llegar hasta los lectores, al igual que no perdonar, no hacer concesiones técnicas en nombre de la facilidad. Este es un debate permanente entre lograr una literatura que sea legible y, al mismo tiempo, que tenga grados cada vez mayores de complejidad en su estructura, en su pensamiento crítico, en su formación, en su construcción literaria, en el uso del lenguaje. Un escritor no es nada, un escritor es la mitad de algo, una mitad incompleta, y mientras no encuentra a sus lectores, sigue siendo esta mitad incompleta. El escritor existe cuando encuentra a sus lectores y pasa a ser la totalidad de otro algo nuevo. Es muy importante para alguien saber que lo están leyendo, que los que compraron los libros los leyeron, mano... (Bogotá, septiembre 20 de 1999) |