M.V.M.

Creado el
22/2/2004.



El vientre del economista

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Revista de Economía, número 3, 1989


    Todas las señoras tienen espalda y todos los profesionales tienen vientre. Sentado este principio y puesto que se trata de contribuir al esplendor en la hierba de una revista de economía, mi reflexión sobre «el vientre del economista» no debe ser interpretada como una crítica hecha desde otra profesionalidad. Pero hay brujos y brujos. Los hay que condicionan parcelas fronterizas de saber y humanidad y en cambio otros brujos condicionan el programa de vida de toda una sociedad. Los arquitectos soñaron un día en ser los brujos hegemónicos y a uno de los pontificadores de esa hegemonía, Gregotti, le han salido goteras en el Estadio de Montjuich. Los arquitectos llegaron a creer que la arquitectura de interiores podría desprogramar el orden familiar burgués y se dedicaron a torturar al inquilino con dormitorios que parecían tintorerías (sin armarios) y excusados expuestos a la mirada de las visitas más desconocidas. Fracasaron. El programa burgués resiste incluso a la desnudez de las ingles y de los culos.
    Vano empeño el del arquitecto de combatir con el economista por la hegemonía. Vencida la casta militar en las sociedades democráticas el economista se alía con el abogado como legislador y verbalizador y tiene la victoria asegurada. A partir de ese momento el economista se plantea el dilema de todo brujo del espíritu: perpetuar el espíritu adquirido o cuestionarlo de cara a la formación de un saber y una capacidad de acción transformadora de la sociedad. Desde que la ciencia económica existe ha patentado tres prototipos de economistas: el perpetuador determinista, el economicista crítico y el político-economista, generalmente identificado con la economía revolucionaria transformadora. El primer prototipo está encantado con la «lógica natural» de las cosas y se reconoce en unas supuestas leyes naturales de la economía que se basan en la racionalización del instinto depredador y acumulador del bípedo reproductor insolidario. Se trata simplemente de crear unas mínimas reglas del juego de mercado e impedir que la competencia se convierta en conflicto destructor del propio marco. El economicista crítico, admite la fatalidad del proceso a partir de la situación predeterminada, pero reclama la necesidad de «ponerle un cerebro al mercado». Ese cerebro es el Estado a través del medium del poder político democrático. En cuanto al político economista revolucionario sólo ha tenido contadas ocasiones de intervenir históricamente en estado puro. Su gran oportunidad fue la revolución soviética, pero Lenin desconfiaba de los economistas y del economicismo e introdujo el peligroso principio de diseñar la economía en los laboratorios de la intención política. En teoría revolucionaria era lo correcto, pero en la práctica, el saber del economista acabó secuestrado en la voluntad del político y setenta años después la historia del economista revolucionario no es la historia de su vientre, sino la de los vientres a los que fue a parar.
    Mientras España vivió la etapa de excepción para-fascista o post-fascista, propició un embrión de prototipo de economista crítico que podía autojustificarse desde la simple condición contestataria, porque entre sus sueños no figuraba el del poder. Se crearon así preciosos ramilletes de economistas especulativos que podían criticar la praxis de los economistas integrados, desde un apocalipticismo autocompensador e improbable. Podían prestar su cerebro de obra al sistema, a la espera de un día quimérico en que acometer una práctica transformadora. Pero ¿de qué signo? Evidentemente no podían oponer un modelo transformador de uso en los países de socialismo real, entre otras cosas porque la obligación de una economía transformadora es paliar o eliminar sufrimiento social, no agravarlo. E intervenir revolucionariamente, según los criterios convencionales, en una economía capitalista avanzada y universalmente interrelacionada, podía crear más desorden que el desorden racionalizado preexistente. Era la incógnita de un planteamiento crítico que jamás se despejó y que de pronto se reveló con la llegada de la democracia y la posibilidad, y aun necesidad, de intervenir desde la brujería específica.
    Es entonces cuando el espectador empieza a verle el vientre al economista y además desde la angustiosa sensación de que es muy difícil proponer una toma de posición que escape al fatalismo de las dos integraciones. El límite que separa al economista obscenamente perpetuador de su sombra del economista gestor pero dentro de un orden, es frágil y de hecho el especial proceso macroeconómico español lo ha borrado. Los economistas que han intervenido en la gestión de poder han recurrido a un curioso mesianismo profiláctico al tiempo que condenaban todo mesianismo revolucionario: han sacrificado todo un colectivo social de cara a dibujar un futuro de crecimiento que haga posible una nueva redistribución de la riqueza conseguida. En aras de ese objetivo se han metido en el vientre todos los sapos tradicionales y no diría yo que siempre con disgusto. Sonríen más cuando se tragan un sapo empresarial o bancario que cuando se tragan un sapo sindicalista, como si los sapos de la derecha económica pertenecieran al festín de la modernidad y los sapos sindicalistas a la gastronomía de postguerra. Un auténtico comistrajo. Cabe pensar incluso que aun descartando el maximalismo revolucionario, el economista posibilista ha acabado alienado en una praxis cómplice con el sistema establecido, haciéndose él mismo establishment.
    Hay pues una evidente alianza impía entre los integrados por principio y los integrados por estrategia. Fuera de este final infeliz de una diferencia, quedan todos los demás, no se sabe bien si a la espera de escalafón o de las sobras del festín o empeñados realmente en encontrar otra vía cuestionadora que fatalmente ha de conducirles a la esquizofrenia. Porque sería suicida que permanecieran todos ellos al margen del mercado profesional o que no tuvieran otra salida que la enseñanza distante o la contribución profesional a los mal pagadores movimientos sociales. Y sin embargo es también obvio que ha fracasado una operación cultural superior de definitiva instalación en una sociedad acrítica, ante la evidencia de la fatalidad de la Historia y la Economía. El sistema genera desorden económico y por lo tanto crueldad social, además es incapaz de autoeliminarla porque es connaturalmente injusto, desordenado, cruel y el brujo no puede contentarse con paliar su injusticia, su desorden o su crueldad, sino que debe aspirar a encontrarle una alternativa dentro de lo que cabe y partir de lo que ya se sabe sobre alternativas desproporcionadas. No hay pues más remedio que asumir la esquizofrenia del profesional y considerar que así como tiene vientre también tiene cerebro y dispone de un saber que puede prestar al mercado de trabajo convencional, pero también ofrecerlo a la construcción de una alternativa crítica desalienada.
    Es más, el empobrecimiento del tejido social crítico español en parte se debe al trasvase de los profesionales a la gestión pública o a la iniciativa privada. Los intelectuales colectivos de la sociedad civil crítica están desorganizados y las formaciones políticas, así como los movimientos sociales en su máxima amplitud, siguen siendo sabios a la hora de delimitar el desorden, la injusticia, la crueldad, pero carecen del suficiente saber alternativo para oponerlo al poder. Me refiero a un saber político y técnico capaz de oponer programas capaces de convertirse en conciencia social y por lo tanto en acción política de cambio. Estamos ante un círculo vicioso. Hay síntomas suficientes de que es necesaria una alternativa radical, pero mientras esa alternativa radical no sea «socializable» seguiremos instalados en el territorio de la denuncia testimonial o ideológica. La cuestión se convierte en un hecho de conciencia, de elección de modelo ético, problema que al parecer sigue enturbiando el alma seráfica del científico al que le está negada la posibilidad de creer en la neutralidad de la ciencia, en la neutralidad de la brujería.
    En el pasado, situaciones de transición de este tipo, propiciaban que el brujo buscara sistemas de autoengaño individualizados o de casta que se han demostrado más o menos eficaces. Últimamente incluso el aval de una «gestión de izquierdas» ha atrofiado o incluso extirpado la víscera de la mala conciencia, sustituida por la víscera de la falsa conciencia. Pero tozudamente la cuestión rebrota porque no está historificada, porque sigue siendo una cuestión histórica, es más, el sine qua non de lo histórico. La dinámica social no pertenece exclusivamente a la lógica del poder, sino que genera constantemente evidencias de la ilegitimidad del poder. Ayudar a la captación de esa evidencia y proporcionar las claves de superación de un diagnóstico debería formar parte de la deontología de todo brujo. Aun aceptando que los brujos tienen estómago y que hasta Bertoldt Brecht hizo cantar a uno de sus personajes más entrañables: «primero el estómago y luego la moral».