M.V.M.

Creado el
7/1/2000.


Ciudadanos para el cambio

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

EL PAÍS, 22 / 12 / 1999


El movimiento político catalán conocido por Ciudadanos para el cambio se ve obligado a elegir entre conservar su identidad independiente sumada a los socialistas catalanes o diluirse en el PSC. El aparato del PSC contempla con recelo a estos ciudadanos a los que acogió como aliados oportunos para derrocar a Pujol, pero a los que atribuye a veces objetivos de medro personal sin pagar el precio de la disciplina militante. Se les ha llegado a llamar ciudadanos para el cargo o veraneantes para el cambio, y es que ningún aparato de poder tolera a los independientes si rebasan su condición de adornos temporales. Tal vez no haya un conocimiento en España de la significación tenida por Ciudadanos para el cambio, plataforma electoral originada en el grupo Amigos de Maragall, que se remodeló para movilizar a la sociedad catalana no sólo para darle la victoria a Maragall, sino para propiciar el cambio. Entendido en clave catalana el movimiento y el sentido inmediato de la palabra cambio, podría interpretarse la curiosa formación como una entidad nacida para propiciar sólo el traspaso en la presidencia de la Generalitat de Catalunya. Pero si hiciéramos una lectura de la simple proposición ciudadanos para el cambio y la descontextualizáramos del hecho concreto de las elecciones autonómicas catalanas, podíamos llegar ante la evidencia de la crisis de representación que plantean los partidos políticos tradicionales y cómo un sujeto histórico tan invertebrado como la ciudadanía o la ambiguamente famosa sociedad civil empiezan a constituirse en nominaciones compensatorias del miedo al vacío. El lenguaje sirve para poner nombre a lo que nos asusta o a lo que nos falta y ciudadanos para el cambio podría ser el nombre de una nueva manera de entender el cómo y el para qué de la política: forma de participar y finalidad.

    Ante todo el ciudadano se autorreconoce como un sujeto histórico que pertenece no a una ciudad concreta, sino a la ciudadanía como imaginario social. La Revolución Francesa proclamó los derechos del Hombre y del Ciudadano, en una sospechosa distinción que presagiaba toda clase de reacciones Termidor. Más de doscientos años de ciudadanía cargan al significante con la tarea de que pueda ser sinónimo del imaginario de una futura globalización democrática. Fue Le Goff quien habló por primera vez del imaginario de una ciudad, de la ciudad medieval, y luego hemos usado otros imaginarios emblemáticos ideológicos, como el de la ciudad socialista o el de la ciudad franquista, y el ciudadano de hoy, viva en Chiapas o viva en Wall Street, sólo merece ser sujeto de una ciudad democrática y global. Un sujeto consciente de que la política debiera satisfacer sus necesidades, puesto que todas las lógicas de la ciudad democrática se plantean sobre la relación de mercado, reclamaría consumir la política que necesita y no aquella fruto de una lógica viciada por correlaciones de fuerzas económicas, políticas y culturales no replanteadas después del final de la guerra fría. Las formaciones políticas convencionales en presencia son residuos de una razón política dominada durante más de un siglo por la lucha de clases y sus consecuencias paralizadoras, la guerra fría y el equilibrio atómico. Esas formaciones políticas administran su capital histórico a través de aparatos burocráticos que se autolegitiman por su simple supervivencia más que por la bondad de su acción social. Sólo hay un comprobante del bien hacer social que es la ratificación electoral de un formato que llega del pasado deformado y que hoy día se comprueba a sí mismo según las reglas del marketing electoral y la instalación mediática. Un partido como el de Blair ha de inventarse estuches como la tercera vía para seguir teniendo presencia en el mercado de la globalización, pero nada va a poder hacer para modificar el impulso que da a la globalización el sistema dominante en el poder económico, mediático y cultural.

    Cuando en plena política de simulacro mexicana consistente en la firma de los acuerdos de libre comercio entre Estados Unidos, México y Canadá estalló la revuelta zapatista en su segunda fase, en nada parecía ya aquella insurgencia guerrillera según el modelo castro-guevariano, sino que asomaba como un ruido mediático en el canal de la globalización. Nacía no una utopía, sólo desde el apriorismo más deshonesto podría hablarse de utopía, sino un referente simbólico de cómo la primera revolución después de la revolución sólo podía ser la metáfora de la insumisión del globalizado frente al globalizador. Esa metáfora es universalizable y en cada lugar se viste con las rebajas de los grandes almacenes propios, en España, sin duda, con las rebajas del Corte Inglés. Los ciudadanos para el cambio en España no deberían llevar pasamontañas, ni en las manos un fusil más o menos operativo, pero deberían construir la lógica de la vanguardia de la sociedad civil crítica capaz de convertirse en conciencia externa de la resultante de la transición y de la crisis general del sistema de representación política. De ahí que cada movimiento que se presente como constituido por una ciudadanía para el cambio desvirtuaría su operatividad y su carácter de primera piedra de la nueva ciudad si aceptara dejarse succionar por los aparatos partidarios realmente existentes.

    Hace un par de años sostuve la propuesta maximalista de la desaparición temporal de los partidos de izquierda realmente existentes y el paso a una fase constituyente de una nueva radicalidad basada en el análisis concreto de la situación concreta y en la metabolización de un nuevo saber social, un nuevo lenguaje y la oferta de formaciones políticas que no arrastrasen los restos de su pasada significación a través de una patética, cotidiana falsificación de la relación entre significante y significado. Si abrimos los estuches de Izquierda Unida, Partido Socialista Obrero Español, Partido Comunista de España, Iniciativa per Catalunya, Esquerra Unida, nos echaríamos a reír porque les sobra o lo unido o lo obrero o lo comunista, y las políticas efectivas cada día están más marcadas por la pulsión de permanecer o de sobrevivir. Las formaciones políticas de la izquierda no nacieron para permanecer o para sobrevivir, sino para cambiar las relaciones humanas según ideas de progreso y a partir de un determinado nivel de evolución. Esa idea de cambio para el progreso se ve cuestionada hoy por la carencia misma de una idea de progreso común a la izquierda y servida por estrategias posibles pero intencionalizadas.

    Para salir del círculo vicioso de una izquierda que se muerde la cola no queda hoy otro recurso que la presión de una ciudadanía a la vez crítica y consciente que vaya de la pasividad del voto a la actividad de la presión social mediante la organicidad. Diluir esa organicidad en cualquier formación política tradicional significa contribuir a alimentar el ensimismamiento burocrático y a aquellos poderes fácticos escasísimos que los partidos colocan por encima del bien y del mal y por encima de sí mismos para que hablen de usted a tú, nunca de tú a tú, con los señores del mercado y el misil inteligente.