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La memoria furtiva, |
La primera edición de Janés fue degustada por una minoría letrada. El autor marchó a Venezuela donde residió varios años y esa distancia del mercado cultural español acentuó su condición de fuera de juego, la dificultad de ubicarle dentro de una tribu o tendencia estética de la España empeñada en la reconstrucción de la razón. De la primera edición de 1956 a la que publicó Seix y Barral en 1971 pasaron demasiados años y la novela reaparecía en el contexto literario menos propicio para ser leída en libertad. En los años cincuenta estaba al margen del tremendismo celista y de los ensayos neorrealistas de Fernández Santos o el primer Juan Goytisolo. En los años setenta topaba con un momento de pesimismo generalizado sobre la novela española y de dictadura de la literatura ensimismada, experimental, endogámica, "lingüística" para no entendernos, porque durante un demasiado largo periodo pasó por "experiencia lingüística" lo que no era otra cosa que incontinencia verbal irresponsable, insolvente, desenfrenada, impunible e irreparable. Esta nueva edición de Los contactos furtivos, treinta años después de su nacimiento, ve la luz en un mercado literario liberalizado, no sólo de los filtros del poder político, sino también de la dictadura de oportunismo estético y de mandarinatos desganados. Además, aparece en una colección "popular", lo que le permitirá llegar al público casi sin intermediarios y recibir la suprema sanción.
El público más joven, desconocedor de la realidad sentimental, cultural, social, geográfica en la que se sitúa la acción de la novela, puede hacer una lectura directa y llegar a consumar la comunión con esta propuesta narrativa. Pero tal vez su experiencia lectora resultara enriquecida si dispusiera de alguna información sobre el mareo físico y espiritual superado, aunque escasamente distante en el tiempo. Es decir, un lector puede entrar en la convención del Oviedo decimonónico de La Regenta porque hay suficiente distancia histórica con respecto a aquella ciudad en la que escribiera Clarín. Pero un lector actual puede sorprenderse ante una Barcelona de hace treinta años que ya poco o nada tiene que ver con la Barcelona actual. Rabinad noveló en la frontera de un tiempo y de la geofísica de una ciudad. Los contactos furtivos retrata la sordidez total de una Barcelona aún abrumada por las consecuencias de la guerra y la sórdida cultura de los vencedores y de una Barcelona límite, donde terminan las casas y empiezan descampados, solares, fábricas, talleres, almacenes, es decir, una Barcelona anterior a la brutal especulación del suelo del porciolismo, que destruyó la fisonomía de los barrios y convirtió la ciudad en una inmensa y continuada combinación complementaria de viaductos y parkings.
Rodell, el personaje central, vive en un barrio peculiar pero límite, situable en la zona de Sant Martí de Provençals, el Clot, Pueblo Nuevo, es decir, aquella Barcelona de proletariado catalán que desde sus pobres casas de pequeñísimos adornos burgueses aún podía contemplar los campos sembrados de donde había venido. Fronteras mal iluminadas, con vías de trenes, humaredas espesas como cabelleras de males oscuros, vientos malignos que te metían la pleura en el cuerpo o en el alma y arrastraba cadáveres de muerte anunciada, lejanamente anunciada desde la derrota social colectiva de 1939.
La novela nace con una muerte, la del director de una Academia en la que Rodell se ha formado, y la muerte está presente en toda la novela, como una premonición casi onírica en el pobre Doriac o como una crueldad innecesaria en la persona de la destruida madre de Rodell. El novelista no ha escogido personajes singulares, ni un fragmento singular de vida, pero ha tenido el suficiente talento como para hacer literarias, hermosamente literarias, vidas y experiencias de una mediocridad exasperante. Y al mismo tiempo, tal vez incluso sin habérselo propuesto, ha ofrecido un cuadro social lleno de historicidad: así eran las clases populares catalanas en los años cincuenta, antes de recibir la descarga eléctrica del consumismo. Habría que emparentar Los contactos furtivos con una tradición testimonial del temple de la Barcelona de la postguerra en la que figura Nada de Carmen Laforet y la novelística de Pedrolo nutrida de personajes que convierten su irrelevancia en relevancia literaria.
Crónica de una ciudad en sus limites, de un tiempo a punto de cambiar, de una manera de ser de gentes apocadas y de una sexualidad cargada con las cadenas del complejo de culpabilidad y de las satisfacciones furtivas. El hermoso título de la novela esconde la filosofía total del autor en las relaciones entre las personas y de las personas con la realidad. Casi todos sus personajes son apocados cazadores furtivos de felicidades imposibles o crueles, pobres cazadores furtivos clientes del pan o del hambre que se irán de esta vida con todas las hambres aplazadas y en las yemas de los dedos o los ojos, quizá, en el mejor de los casos, los restos de un contacto robado. Novela también sobre el tema de la educación sentimental, en este caso de Rodell, y del perpetuo combate imposible entre la realidad y el deseo, en ese bello monstruo que es Doriac.
Difícil de entender el asfixiante clima de represión sexual que garantizaba, materializaba espiritualmente, todas las demás represiones generales. Difícil de entender tal vez para gentes que han crecido más libres. Interesante pues la contribución de la novela a una posible historia de la mala y la falsa conciencia del amor y del sexo, a la rememoración de unos tiempos cercanísimos en los que el pecado de Onán ocupaba el primer puesto en el hit parade de los confesionarios. Ese también. También ese contacto con uno mismo solía ser furtivo.