M.V.M.

Creado el
17/2/2002.



Un servicio militante más de Dolores Ibárruri,
prólogo por Manuel Vázquez Montalbán a

Memorias de Pasionaria 1939-1977

de Dolores Ibárruri, Planeta, Barcelona, 1984


    Fue en el transcurso de una reunión clandestina en París cuando Santiago Carrillo me invitó a asistir a los actos de homenaje a Dolores Ibárruri con motivo de su ochenta aniversario. El homenaje se celebraba en la prenavidad romana de 1975 y fue un hito en lo que entonces se llamaba "conquista de la superficie". No pasemos ligeramente sobre el fondo de esta jaculatoria, sobre todo si tenemos en cuenta que la definición académica de la palabra jaculatoria dice: "Oración breve dirigida al cielo con vivo movimiento del corazón". Conquistar la superficie significaba abandonar la penumbra de las catacumbas y acercarse a plena luz de la legalidad y, por qué no decirlo, de la realidad. El Partido Comunista en España, llámese PCE o llámese PSUC, había protagonizado un largo e implacable combate contra la dictadura, no el único, pero sí el más constante y más sañudamente reprimido por el franquismo. Desde 1939 hasta la semana santa de 1977, transcurrieron treinta y ocho años de clandestinidad, durante los cuales el partido hizo cuanto pudo y supo por crear una esperanza de cambio democrático. En el capítulo de lo positivo, la acción del partido fue un ejemplo del papel del sacrificio como valor máximo de lo humano, un sacrificio proyectado hacia afuera, como una manifestación suprema de solidaridad con los otros. En el capítulo de lo negativo, forzosamente la clandestinidad afectaba a los mecanismos de aprehensión de la realidad y consiguientemente a la capacidad de analizarla. Si bien el Partido Comunista es una fuerza política capaz de hacer frente suficientemente al desafío de la clandestinidad, no la reconoce como su territorio más idóneo y mucho menos como un territorio deseado donde instalarse.
    Estábamos, pues, en una Roma que acogía a miles de españoles llegados desde España y desde distintos puntos de Europa para homenajear al máximo símbolo del comunismo español, Dolores Ibárruri, y utilizar al mismo tiempo este vals de aniversario dentro de la danza más amplia y aún entonces problemática de conquistar la legalidad. El PCI se había preocupado de albergar a los centenares de cuadros del PCE y del PSUC llegados del interior, con el fin de que no se expusieran a indiscretas cámaras fotográficas o a otro tipo de incidentes y accidentes, antes de que llegara el día y hora del homenaje. Militantes, simpatizantes o simples curiosos de nombradía pública, gozábamos de una mayor libertad de movimientos y así pude recorrer una vez más Roma en alegre y complementaria compañía: Alfonso Comín, Jordi Solé Tura, Raimon, Analisa, Ana Sallés y en ocasiones el mismo Gregorio López Raimundo se sumó a nuestros paseos por el Trastevere. Roma proclamaba en sus paredes una doble vocación de libertad suscrita por el PCI: solidaridad con el homenaje a Dolores y respetuoso recuerdo del recientemente asesinado Pasolini. Hicimos, pues, una doble peregrinación sentimental: a un apartado caserón romano donde Dolores "se apareció" a los cuadros del partido allí albergados y a los descampados de Ostia donde Pasolini había sufrido martirio y muerte.
    Hubo tres Dolores Ibárruri en aquellos días. La que me dio la mano con cierta timidez y me aseguró tener un pánico cerval a escritores y periodistas, la que se apoderó de tú a tú del ánimo de unos cientos de cuadros comunistas casi enclaustrados y la que dominó el mitin del Palacio de los Deportes de la municipalidad de Roma con la autoridad que le confería su vida y nuestra historia. Asistí a la rueda de prensa dada por Carrillo y Dolores y allí se produjo el primer milagro, y valga la cursiva como muestra de distancia crítica y racionalista hacia la posibilidad de que lo sobrenatural exista. En el transcurso de la rueda una periodista española sacó el tema de Paracuellos, lo que requirió que Carrillo se pusiera en pie y contestara con contundencia no exenta de amabilidad, sin duda por habilidad política, y, conociendo a Carrillo, porque la señora tenía su encanto. Cuando acabó la rueda, Dolores le dedicó a la muchacha una suficiente conversación, tan suficiente que no muchos meses después la periodista era colaboradora habitual de Mundo Obrero. No pretendo aportar esta anécdota como prueba para una beatificación marxista-leninista de Dolores Ibárruri, pero retenedla para el análisis ulterior.
    La segunda situación de necesaria mención se produjo en el caserón aludido donde el PCI guardaba a nuestros cuadros del interior. Ignacio Gallego nos llevó hasta allí y dio entrada a Dolores entre entusiasmos que iban más allá de lo estrictamente ideológico. En el fervor de los aplausos y la emoción de los lagrimales se exteriorizaba una emotividad colectiva treinta y ocho años contenida, una necesidad de reconocer a Dolores y al reconocerla darnos a nosotros mismos identidad, recuperar lo que durante tanto tiempo habíamos ocultado o proclamado en la soledad de las células y las comisarías. Dolores consiguió un tú a tú inmediato con las gentes y aunque Ignacio trataba de dar brevedad al acto "... porque la camarada Dolores está cansada", faltó poco para que la supuestamente cansada camarada Dolores no se enfadara y finalmente optó por pasar por encima de la recomendación de Ignacio y se quedó para cantar canciones vascas con sus paisanos: "¿Hay algún paisano mío por ahí...?" Así empezó Dolores una intervención que otros habrían iniciado recapitulando todo lo sucedido entre Adán y Eva y la muerte de Franco.
    Finalmente, el mitin en un palacio que habían ido llenando delegaciones del partido de la emigración y del partido del interior, entre aplausos que saludaban reencuentros o la sensación, más lúdica que política, de dar la cara, de por primera vez en muchos años proclamar una militancia o una simpatía o cualquier grado de afinidad por el simple hecho de estar allí. Interviene una muchacha de la juventud del PCI, Berlinguer, Alberti, Carrillo y finalmente Dolores, simplemente Dolores, una Dolores que ya no improvisa, que lee, pero que sigue leyendo con una voz hermosa, detergente incluso de las partículas de distancia irónica que uno pueda sentir hacia los mitos y los símbolos excesivos. La voz de la Ibárruri, que yo escuchaba por primera vez en olor de mitin, me dio una de las claves de su poder. Dijera lo que dijera aquella voz era en sí misma lenguaje de veracidad. A raíz del mitin redacté una nota para Triunfo que fue el primer escrito aparecido en la prensa española en el que se hacía una apología directa de un dirigente comunista y nada menos que de Dolores Ibárruri. Era empresarialmente arriesgado publicarlo porque sobre Triunfo ya habían caído graves suspensiones, y aún nos llegaría otra producto de un coletazo del transfranquismo. Conté, pues, con el respaldo del director José Ángel Ezcurra y del subdirector Haro Tecglen para que aquella breve semblanza de lo ocurrido en Roma fuera un paso más en la operación de lenta conquista de la superficie.
    Recuerdo que al terminar la lectura de Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, me quedó la impresión de que en el reparto de palos a diestro y siniestro sólo se salvaba una estatua: la de Dolores Ibárruri. No es que Semprún la salve ideológica o conscientemente. La salva literariamente, porque le interesa esa imagen de vieja dama digna que no se mete en un razonamiento político y se sitúa a la suficiente altura por encima de la coyuntura como para poder saludarle años después efusivamente como si nada hubiera pasado. Sobre Semprún operó también la fascinación del personaje, lo que tiene mérito habida cuenta de la voluntad desmitificadora que alienta a lo largo y ancho del libro. Le comenté en cierta ocasión este tema en concreto y no sin ironía me dijo que siempre ha preferido las mujeres a los hombres. Tal vez Semprún, como yo mismo y tantos otros "intelectuales cabezas de chorlito", como nos ha llamado Dolores, sintamos ante la presencia histórica de esta mujer el respeto ante la excepción que no confirma ninguna regla.
    Porque Dolores Ibárruri, que ha aportado sentido de coexistencia y reconciliación crítica al movimiento obrero, a la expansión del comunismo hacia los cuatro puntos cardinales del mundo, es ante todo lenguaje. La Dolores de sus comienzos combativos era una mujer del pueblo que convertía la realidad de su condición obrera en conciencia de clase y estaba dotada para decirlo con palabras y acciones que fueran entendidas por el pueblo. Así de simple y así de difícil. Dolores siempre ha estado dotada de algo que nos preocupa y fascina especialmente a los escritores y cineastas: la verosimilitud, palabra emparentada con veracidad. A Dolores te la crees por su simple estar y por eso es ante todo una creencia popular de los que presenciaron su arrojo en las luchas sociales de la preguerra, su papel de símbolo moral durante la guerra civil y su posterior gravitación sobre la dramática historia del Partido Comunista de España. Incluso ahora, en tiempos de división y crisis, Dolores Ibárruri sigue siendo un punto de referencia que no se atreve a atacar ninguna de las partes de lo que fue aquel partido comunista capaz de plantarle cara a la dictadura y de contribuir a la reorganización de la conciencia democrática española, de contribuir a la reconstrucción de la razón. Todavía Dolores podría ser sustancia de amalgama para una cada vez más necesaria reunificación de los comunistas de España.
    En ocasiones he empleado palabras como mito o símbolo aplicadas a la persona histórica de Dolores y he encontrado en las filas comunistas cierta resistencia a aceptarlas, porque les parece que son palabras que implican irrealidad. Y no es eso. El mito es una suprarrealidad que siempre se basa en una apoyatura real y el símbolo es una cúpula lingüística que alberga múltiples significados. Sería inexplicable Dolores sin comprender que viene de una clase social condenada a priori a la mudez. El pueblo acepta a sus líderes naturales cuando tienen una visión de conjunto de lo que les pasa y de lo que hay que hacer para que la realidad se transforme, y éste es el caso de aquella hija de minero, esposa de minero, católica y carlista en sus orígenes y que de pronto un buen día descubrió que podía convertirse en la voz natural de esa clase muda y explotada. Le bastó sufrir la realidad para saber verla y poder explicarla en un ejercicio modélico de formación de una conciencia de clase. Éste es el misterio original del nacimiento de Dolores como símbolo, al que hay que añadir la magia de su voz, una presencia de mujer del pueblo fuerte y alta para su tiempo y una gran capacidad de sentir como los demás, por encima del en ocasiones inevitable grado de cinismo político.
    Estas memorias que veréis ahora tienen el valor de la historia vivida necesario para que tengan interés científico hoy y mañana. Tal vez los historiadores le recriminen su voluntario tacto a la hora de abordar situaciones críticas del partido. Quien esperara ese tipo de libro, sin duda necesario, se equivoca de autor. Dolores plantea este libro como un espejo en el que pueden mirarse casi todos los comunistas desgajados o no de la historia del partido concebida como algo que viene de lejos y va más lejos. Hay en él, pues, una implícita llamada al partido comunión para que vuelva a serlo o, mejor dicho, se plantee serlo en tiempos objetivamente más propicios en los que la democracia nos permite el acceso a la plena realidad y a la consiguiente racionalidad. Aunque quizá para pasar de la penumbra a la plena luz sea necesario un lastimoso período de readaptación.