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Prólogo por Manuel Vázquez Montalbán aPrimer libro de cocina de Martade Àngels Maragall y Núria Bacquelaine, editado por Destino, Barcelona, 1991Nunca imaginé en el transcurso de los años compartidos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona, que Angels Maragall publicaría algún día un libro, en estrecha colaboración con Núria Bacquelaine, de cocina. Su abuelo no había dedicado jamás ningún poema a substancias comestibles, si exceptuamos un poema dedicado a la albahaca y otro a la vaca ciega. Pero, la albahaca en el poema de Maragall es una planta aromática de noche de San Juan, componente olfativo del solsticio de verano aquesta mata olorosaY en cuanto a la vaca del poema es pura ternura y a nadie se le ocurriría hacer con ella una blanquette. La muchacha que yo conocí parecía más substancia poética de su abuelo que experta en cazuelas, pero no estoy autorizado para sorprenderme por el cambio. Tampoco yo iba para experto en cocinas y si Àngels y yo, acompañados de Núria, nos hemos encontrado finalmente en un mismo libro de cocina, hay que atribuirlo a un instinto de supervivencia que nos ha acercado a saberes inocentes y prácticas mágicas de resultados inmediatos. Cuando cualquier ser humano se acerca demasiado a actividades tan absolutas como la Literatura, la Historia, la Política, etc., etc., necesita de pronto tener algún conocimiento de los que no hacen daño. La cocina es el más completo y se fundamenta en la transformación de las materias mediante el fuego, con resultados siempre diferentes por iguales que hayan sido los materiales empleados y medidos por el mismo reloj los tiempos de la hechura. Además casi siempre se cocina para otros, porque cocinar para uno mismo es un pecado horrible, uno de esos pecados que hubieran hecho llorar a San Luis Gonzaga. Por lo tanto la cocina es saber inocente, magia inmediata y comunicación y me atrevo a decir que saber cocinar nos ha hecho más partidarios de la felicidad que de la verdad, al menos desde el instante en que cortamos amarras con nuestros papeles habituales y nos metemos entre cazuelas. Pero si la imagen de Àngels Maragall cocinera y predispuesta a publicar su ciencia me sorprendió, mucho más boquiabierto me dejó el contenido y la metodología del libro, escrito con la lealtad hacia el lector de alguien que explica lo que ha aprendido directamente, con un sentido didáctico admirable, con una paciencia expositiva casi apostólica. Es el libro que recomendaría no sólo, como dice la autora en un excesivamente modesto prólogo, a los que han cocinado poco o se ven por primera vez «...ante la terrible realidad de los fogones y las cazuelas todos los días», sino a cualquiera que quisiera comprobar cómo se enseña el a b c de la tecnología culinaria. Además el libro no trata sólo de iniciar en la práctica cocinera, sino que apuesta por una cocina ligera, no reñida con el respeto que se merece el paladar, último sentido hasta ahora explorado por algunos hombres y mujeres. Las autoras emprenden una dura lucha contra las grasas más feroces, desde las primeras páginas, y proponen sucedáneos que por separado o combinados puedan hacer verdad la aspiración bucólica de «...el hombre delgado libre en la naturaleza libre». No se dejan llevar por el reclamo de lo ligth convertido ya en mera artimaña de mercado complementario, sino que informan sobre los elementos básicos que pueden aliviar la carga calórica de los platos: aceite de parafina, quesos magros, el spray vegetal que sustituye al aceite cuando se debe lubricar en caliente y la leche descremada a utilizar como acompañante o como ingrediente fundamental de salsas tan rotundas como la bechamel. Nadie crea que a partir de estos elementos tan angélicos el libro nos va a proponer una comida expiatoria. Las autoras nos ofrecen casi un centenar de recetas ligeras, sabrosas, fáciles de hacer que supongo serán incorporadas por los médicos verdugos de la dietética, hasta ahora refugiados tras un muro de bistecs a la plancha y ensaladas impresentables, que más parecen camuflaje de la imaginación. Las autoras demuestran que la preocupación por una alimentación sana no se contradice con la cultura del placer, frente a esa dietética judeocristiana que ha convertido el paladar de los pecadores de gula en frígidas cavernas donde no cabe la menor esperanza de felicidad. No se arredran ante desafíos como aligerar una mayonesa o una bearnesa, salsas fundamentales que basadas en grasas duras solían convertirse en sueño imposible del sufridor del régimen. A partir de este libro, ni la mayonesa, ni la bearnesa serán pecado. Hice la prueba de pasar este trabajo a la consideración de Pepe Carvalho, encareciéndole que, por excepción, no lo quemara, sino que lo leyera y me diera su opinión. Carvalho me aseguró que jamás quemó libro alguno de cocina, ni siquiera el de la cocina futurista de Marinetti, y se lo llevó a su casa de Vallvidrera en un atardecer inolvidable, porque aquella misma noche se produjo el milagro. Me despertó el detective cocinero a altas horas tras cocinar una receta maragalliana: Pollo con limón y yogur, que pretendió yo incorporara a una próxima novela. Le dije que ya estaba terminada la última, hasta ahora, a él dedicada, El hombre de mi vida, y no era cuestión de enmendar compaginadas para cambiar un plato caprichosamente. No es un secreto que las relaciones entre Carvalho y yo se han enfriado mucho últimamente y si no atendí a su requerimiento fue en parte para mortificarle y en parte porque me molestó que se apropiara del saber de una desconocida, cuando el llamado a tomar esta decisión hubiera sido yo. Pero en cualquier caso, en la próxima novela de Carvalho, y una de las últimas, posiblemente titulada El premio, guisará un Pollo al limón y al yogur, a la maragalliana manera y explicará cómo se reducen pecados mortales a veniales, es decir, cómo se rebaja la lujuria grasienta de esas salsas convertidas en océanos donde se ahogan los obesos. Quien consuma estos platos que nos ofrecen Ángels Maragall y Núria Bacquelaine y además engorde, es que merece ser carne de exorcista. |