M.V.M.

Creado el
28/11/1997.


Página web sobre Josep Pla


El profeta de la dieta mediterránea

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

EL PAÍS Semanal


Pla era un punto de vista ambulante con boina, cilicio empleado contra la tentación de cosmopolitismo a la que le condujera una vida llena de viajes profesionales, asumidos como destierros mejor o peor pagados, nunca demasiado bien pagados, según su expreso deseo, desconfiado de la escritura que daba demasiado dinero. Si la boina de Pla era una declaración de principios cósmicos, su paladar pertenecía al país de la infancia como casi todos los paladares, infancia ampurdanesa al calor de una cocina marcada por las texturas de tierra y mar, por el sustrato de una memoria culinaria ensimismada. Nostálgico del paladar de su infancia, Pla tiene una retina balzaquiana ante las nuevas pautas gastronómicas o simplemente alimentarias, desde la sospecha de que al menos en la cocina cualquier tiempo pasado fue mejor y que la sociedad burguesa, pequeño-burguesa para ser más exactos, lo había impregnado todo de adocenamiento y prisa.

Este punto de vista, acuñado sobre todo después de la guerra civil —el momento en que se van configurando nuevas, mediocres, insípidas, incoloras, inodoras capas medias de una España cada vez menos agraria y más urbana—, fue suficientemente puesto a prueba por el progresivo agravamiento del proceso. Aún vivió Pla para ver desde la más sarcástica melancolía cómo los congeladores destruían la lógica alimentaria de las estaciones; dicho de otra manera, en los últimos años de Pla, los guisantes ya poco tenían que ver con la primavera, y los bogavantes llegaban desde África a las mesas catalanas después del doble holocausto de la pesca industrial y de la congelación. Desde los años cuarenta hasta su muerte, la presencia crítica de Pla ante la operación de comer cumplió diferentes funciones, fundamentales para entender la evolución del gusto gastronómico en Cataluña e indirectamente en España. Es el paisano ampurdanés viajero que cuenta lo que ha comido y bebido en otros lugares y lo compara con la cocina en su memoria y de su tierra. También el buen gourmet que recomienda un respeto por las raíces del gusto y se pronuncia a favor de los sabores más próximos posible a la desnudez natural de las materias primas. Es un sibarita que apuesta por la cultura del placer, si se quiere menor, pero desde luego inocente, de comer bien, que no es otra cosa que saber comer y comer sabiendo.

Los mejores trabajos de Pla sobre gastronomía compusieron El que hem menjat, volumen de sus obras completas, reunión de trabajos aperturistas hacia el saber gastronómico universal en unos tiempos de grave autarquía material y cerebral; identificadores de una cocina catalana por entonces amenazada por las escaseces de la posguerra y el supuesto cosmopolitismo del paladar de una nueva burguesía advenediza, capaz de demostrar su riqueza pidiendo langosta de primer plato y pollo de segundo, o la austeridad ramplona de otra zona burguesa dispuesta a cenar toda la vida col y patata y mortadela; escritos lúdicos y a la vez armadores de la evidencia de que comer bien no significa gastar mucho dinero, sino saber lo que se come, cuándo se come y cómo se hace. Lógicamente Pla, a pesar de su nostalgia balzaquiana del ancien régime, influyó sobre una serie de jóvenes intelectuales catalanes liberales, partidarios de la felicidad, que siguieron sus paradigmas culturales con respecto de la operación de guisar y comer, y la influencia positiva llegó hasta las nuevas hornadas de las capas medias más ilustradas y progresistas de los años setenta, agentes de una importante recuperación de la cocina en Cataluña y en España. Esas nuevas capas medias protagonistas de la transición democrática mejoraron a la burguesía del estraperlo, y de la complicidad con la mediocridad franquista consiguieron elaborar una Constitución y llegar a escoger un menú con cierto conocimiento de causa y efecto. ¿Se puede pedir más a una generación de capas medias? Pla creó escuela de teóricos del comer influyendo poderosamente sobre la pedagogía culinaria de Néstor Luján o de Juan Perucho y prolongando esa presencia hasta Xavier Domingo o Llorenç Torrado. La acción de estos divulgadores sirvió para marcar unas ciertas directrices seguidas sobre todo por las capas medias más culturizadas y avanzadas, dispuestas a secundar una operación cultural a la vez identificadora de unas raíces y militante en el objetivo del placer. No es sorprendente que del viejo kulak, como calificara Montserrat Roig a Pla, derivara una filosofía progresista de la cocina y de la alimentación, que hoy día se percibe en casi toda la literatura especializada en la relación existente entre el estómago y el cerebro, largo recorrido para todo placer, que en este caso pasa por el paladar.

Al seleccionar los textos gastronómicos hay que primar, por ejemplo, el dedicado a las grasas y las salsas, hechos diferenciales de cualquier cosmogonía de las cocinas. Son indispensables para la supervivencia las posiciones absolutamente militantes, sectarias, dogmáticas de Pla ante la escudella y carn d'olla, el pot au feu catalán, algunos arroces o el tomate, por poner tres ejemplos de la pedagogía plaiana, articulada sobre el procedimiento de viajar de la anécdota a la categoría según la consigna de Eugenio d'Ors. Es elemental la sanción de Pla sobre la casi inexistencia de una cocina bovina importante así en Cataluña como en la totalidad de España y en cambio la importancia que tienen el cerdo y el cordero, en su justa edad, enemigo el escritor de los infanticidios al servicio de paladares pueriles y paidófilos. Su apología de la cocina del pescado se fundamenta no sólo en su condición de ilustrado payés mediterráneo, sino también en su curiosidad por la vida de las especies que come, como si hubiera sido capaz de bucear en la Costa Brava para entrevistar a los calamares y a los bogavantes autóctonos. Las salsas caracterizan las cocinas vertebradas, y la catalana tiene las salsas que se merece, pocas, pero con mucho carácter.

Especialmente atractivos los capítulos que dedica a la relación entre la fiesta y el comer, ratificación contemporánea de aquella grosería materialista de Brecht: "primero el estómago y luego la moral", pero a la vez intento de quitarle contexto de lucha de clases. Siempre fue el banquete compañero de la fiesta popular, aunque sólo fuera por sacar una vez al año el vientre de penas, y los sectores populares han defendido desde que lo son el derecho a ser felices comiendo lo mejor posible en los días señalados, sin que debamos dar una interpretación rigurosamente reconsagrada a la señal que ha seleccionado tales días, sea señal con mayúscula, sea con minúscula.
Finalmente hay que estudiar con calma las reivindicaciones de Pla contra la prisa, defensa de una supuesta calidad de vida del mundo antiguo que al parecer para la mayoría sólo se demostraba en el derecho a una cierta parsimonia. A pesar del perfume antiguo régimen que emana de la condena del frenesí de la vida moderna, Pla puede ser interpretado como un nostálgico y reaccionario notario de unas normas de vida obsoletas, pero también como protesta de una nueva convención de vivir futura, superada la era del crecimiento material cueste lo que cueste, del colesterol y del infarto.

Tal vez sería una ironía de la democracia futura que la posición de Pla ante la dieta y la prisa se socializaran. Sin duda, Pla se hubiera disgustado ante cualquier avance socializador y quién sabe cómo habría reaccionado. De momento le debemos que nostalgia coincida con nuestros deseos y esperanzas alimentarias. En Italia, el movimiento Slow Food, puesto en marcha por jóvenes progresistas que sabían comer y vivir, parece inspirado en la filosofía plaiana: una cocina de la memoria mediterránea con tiempo para llenar nuestro presente y un generoso turno de tertulia de sobremesa para planear las comidas del futuro. Es decir, memoria, deseo y esperanza.


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