M.V.M.

Creado el
21/2/2004.


La deshumanización del personaje

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Extraído del libro El personaje novelesco, coordinado por Marina Mayoral, publicado en 1990 por el Ministerio de Cultura y Ediciones Cátedra.


    La literatura más actual parecía haber puesto la proa no ya a una novela de personaje, sino a los personajes mismos. Esta actitud es consecuencia del agotamiento de una literatura naturalista que primeramente se aplicó a la descripción de los caracteres y posteriormente a la profundización en su psique en lo que se llamó realismo psicológico. Los personajes en la gran novela burguesa de los siglos XVII y XVIII rozaban lo arquetípico, eran herederos de una retórica y servían como soportes convencionales para las intenciones narrativas del autor: desde el Quijote hasta el Tom Jones, pasando por el Robinson Crusoe. Es en el siglo XIX cuando el realismo novelesco atiende a la singularidad específica de cada personaje, a la posibilidad de identificarlo con un tipo real de conducta, a que se parezca al proyecto de ser real que cada lector va a buscar en los personajes imaginarios. Madame Bovary ya es ella misma.
    Pero será a partir de Dostoyevski, utilizado aquí como simple punto de referencia, cuando la criatura literaria tendrá el requisito de desnudar su alma ante el lector. Una de las claves del gozo literario ante el realismo psicológico será precisamente ese viaje al fondo del alma del personaje, viaje con pretensiones científicas en la corriente derivada del zolismo y simple viaje de complicidad intuitiva en todos los seguidores del dostoyevskismo. Es cierto que en el siglo XX, en la medida en que la literatura se carga de historia y trata de ser testimonial no sólo de los individuos singulares, sino de un marco social y de un sujeto colectivo social, el personaje tiende a ser a la vez él mismo y el sector social que le ha hecho tal como es, que le condiciona. En esta tendencia milita el realismo francés de entreguerras, con las novelas río de Martin du Gard o de Duhamel en las que un personaje concreto sirve de pretexto para escribir la relación de él mismo y de su grupo social con diferentes circunstancias históricas sucesivas.
    Fue Joyce, mediante el Ulises, quien llevó la literatura psicológica a niveles de profundización y a la vez de fragmentación que en cierto sentido representan un techo insalvable. La introsprección del personaje de Ulises llevaba a la relativización misma de un posible conocimiento psicológico, porque el alma humana se fragmentaba hasta la destrucción de cualquier posible creencia en su unidad personal. Desde esta apreciación, aquí muy esquemáticamente expuesta, se explica que buena parte de la literatura de estos últimos cuarenta años haya utilizado a los personajes como meros instrumentos al servicio de una intención narrativa que les excedía: o eran portavoces filosóficos o ideológicos o meros seres observados con la frialdad de una cámara fotográfica o cinematográfica. Desde el Ronquetin de Sartre hasta los personajes objetivados del «nouveau roman» hay una variada gama de relativización de la literatura psicológica y por tanto de la función de la escritura al servicio de la descripción de los caracteres.
    Toda generalización exige su propia relativización y es evidente que nunca, en ninguna rama cultural, las situaciones estéticas o las tendencias se dan de una manera inequívoca y unidireccional. Así asistimos en los últimos cuarenta años no ya a tres tendencias literarias dominantes (literatura social-ideológica, literatura-experimental-ensimismada, literatura lúdica) sino a la misma supervivencia del realismo psicológico, cuando no a una frecuente utilización del personaje como arquetipo. También hay que tener en cuenta la distinta evolución de las culturas literarias. Mientras en Europa ha dominado la tendencia a una literatura despersonalizada, en la que no contaban ni los personajes ni la personalidad del autor, en Estados Unidos o en los países socialistas han dominado tendencias diferentes en las que el personalismo del autor (USA) o la voluntad literaria de caracterizar (literaturas socialistas) estaban en la punta misma de las intenciones creadoras de los escritores.
    Es difícil a estas alturas de la evolución de la literatura sostener que la verdad literaria la obstenta un determinado punto de vista estético. Creo que cada obra se justifica a sí misma, al margen de apriorismos de tendencia y que en literatura todo está permitido con tal que el producto sea literariamente verosímil. El patrimonio literario permite hacer uso de quinientos años de novela propiamente dicha, de todos los hallazgos y utilizaciones. Tal vez hija de este eclecticismo sea mi propia propuesta literaria y en la evolución de la misma se percibe ese paso de la desconfianza en el papel del personaje como conciencia singularizada a una literatura de falso personaje como la que constituye el ciclo Carvalho.
    Si se repasan mis primeras obras narrativas (Recordando a Dardé, Manifiesto subnormal, Yo maté a Kennedy, Cuestiones marxistas, Happy End) los personajes son caricaturas de posibles personajes literarios. O son arquetípicos como en Recordando a Dardé, o mitológicos como en Cuestiones marxistas (Carlos, Groucho, Harpo y Chico Marx). Estas novelas son fruto de ese escepticismo hacia la función del personalismo en literatura, insisto en la doble significación de la palabra personalismo: personajes y personalidad del autor. Sin embargo fue en una novela escrita bajo estos criterios, Yo maté a Kennedy, donde encontré paradójicamente un antipersonaje que era un personaje literario verosímil: Carvalho. Fuera del contexto de esta novela concreta donde Carvalho era un guardaespaldas de Kennedy, y a la vez su asesino, el antihéroe funcionaba y me daba la clave de su futura utilización.
    Una de las dificultades máximas para conseguir lo verosímil literario es el punto de vista. Es decir, desde qué punto de vista se propone la mirada al lector. Uno es el punto de vista del propio autor, a la manera del realismo clásico y en el otro extremo está esa cámara de cine del behaviorismo o del nouveau roman que está proponiendo al lector que sustituya cualquier posible punto de vista por el suyo propio recomponiendo las propuestas de imágenes y conductas objetivadas. Si por el primer camino se puede llegar a todo exceso subjetivista, por el segundo se llega a la posibilidad de ver la guía telefónica de Cuenca como una posible novela que el lector está en la obligación de rehacer. Pues bien, para mí Carvalho significaba la resolución del gran problema del punto del vista de cara a una novela crónica. Él vería la realidad y propondría al lector una identificacón de miradas. Construí el personaje con una serie de materiales de derribo que lo hacían inverosímil en la realidad material, pero perfecta y mágicamente verosímil en la realidad literaria. Inmigrante, ex-agente de la CIA, ex-miembro del Partido Comunista, amante de una prostituta de télefono, viviendo inmerso en una familia atípica (Biscuter, Bromuro, Charo, el gestor Fuster). Todos estos ingredientes dibujaban un personaje social y psicológicamente fronterizo, observador distante y crítico de todo y en condiciones de sancionar la realidad desde una arbitrariedad impune. El que era guardaespaldas en Yo maté a Kennedy se convirtió en investigador privado, en fisgador social que va preguntando por aquí y por allá hasta hacerse una composición de lugar al mismo tiempo que se la va haciendo el lector.
    Ahora bien, con estos requisitos, Carvalho podía haber sido un mero pretexto técnico para descargarme de la responsabilidad de mi propia mirada. Podría haberlo utilizado como mi monstruo del Dr. Frankenstein y moverlo desde el centro remoto de mi mesa de escribir. Pero bien pronto me di cuenta de que Carvalho tenía vida propia. El conjunto de extrañas peculiaridades habían conformado un personaje real que tenía su propia lógica y que en ocasiones, en el momento de redactar una novela, podía plantearme problemas de rebeldía a la manera unamuniana o pirandelliana. Desde la más elemental intuición lectora, al repasar muchas veces lo que yo mismo había escrito sobre lo hecho o dicho por Carvalho, me daba cuenta de que él, en buena ley, por su propia lógica, no podía haber dicho ni hecho lo que yo le atribuía. Y siempre he dado la razón a este instinto lector que en cierto sentido se fragua en un diálogo constante con el personaje. De mi propia experiencia extraigo la comprobación de que el tópico de que los personajes tienen vida propia es una verdad viva, sobre todo cuando te encierras con la convención de una novela con personajes.

El físico de los personajes

    Si bien en la primera novela del ciclo, Tatuaje, yo llegaba incluso a hacer una descripción fisica de Carvalho, en las siguientes la he evitado, en parte para conseguir en mayor medida esa utilización del personaje como punto de vista. Y sin embargo, a pesar de que yo no dibujo a Carvalho con mis palabras, resulta que los lectores se lo han imaginado, sobre todo identificándolo conmigo mismo, pero en cualquier caso con el suficiente derecho y autoridad como para no estar de acuerdo, por ejemplo, con los actores escogidos para que lo encarnen en el cine o en la televisión: Carlos Ballesteros, Patxi Andión o Eusebio Poncela. Cuando se me ha preguntado a quién veía yo como Carvalho, he contestado invariablemente que a Trintignan. La primera vez di la respuesta automáticamente, sin racionalizarla; ahora la tengo perfectamente racionalizada y en la explicación del por qué de Trintignan está la mejor aclaración que yo pueda dar sobre mi propia concepción de Carvalho.

Trintignan, el hombre sin atributos

    Trintignan es el personaje tímido de La Escapada, el amante armonizado de Un hombre y una mujer o el siniestro agente de la CIA de Bajo el Fuego. Recientemente le hemos podido ver en un pase televisivo de la película francesa Le flick en un extraordinario papel de gangster psicópata y amoral. Trintignan es el rostro mismo de la pluralidad anímica del ser humano. Es el rostro y la estructura física de todos los personajes que Carvalho y cada uno de nosotros lleva dentro de sí. En cambio los directores cinematográficos que hasta ahora han tratado el personaje han aportado sólo una lectura del mismo y han empobrecido, en mi opinión, la pluralidad semántica que hay en él. En la versión cinematográfica de Tatuaje predominaba una visión marginalista de Carvalho, en Asesinato en el Comité Central se ofreció un Carvalho meramente instrumental para la acción, y ahora, la próxima serie televisiva, es posible que sólo haya asumido el Carvalho hombre de acción.
    Si hacer una literatura con personajes entraña una evidente dificultad, acentuada precisamente porque hay una larga tradición en este sentido, hacer una literatura de personaje reúne unas dificultades específicas que enumeraré: fidelidad continuada, novela tras novela, a las connotaciones personales del personaje, idéntica fidelidad ante el entorno que le hace ser como es, necesidad de que cada novela excluya totalmente a las anteriores y por tanto en cada una hay que volver a caracterizar a Carvalho y su entorno. Un autor contemporáneo se aprovecha, como ya he dicho, de una tradición experimental, pero debe también modificarla y a cualquier lector actual le sonaría a ingenuidad el que un escritor actual le remitiera a otras novelas para que pudiera entender mejor lo que está leyendo en esta novela concreta. Un escritor decimonónico, podía decir en plena novela: «El lector comprobará en la página 156 como Fulanita encuentra a Ricardo en circunstancias más propicias...» o bien remitir en un pie de página a otra novela de la misma familia de personajes en la que se desarrolle una acción complementaria. Un lector actual no soportaría fácilmente esta ruptura de la convención literaria que cada texto debe proponer como unidad cerrada.
    De ahí que el escritor de un ciclo de novelas de personajes deba fatalmente repetirse por la obligación fundamental de que no ha de dar por leídas las novelas anteriores, ni por conocido el personaje. Cuando un lector habitual de la serie tropieza con la repetición de algunos tics del personaje o con la necesaria repetición descriptiva de su entorno humano o físico debe entender que presencia una de las servidumbres inevitables de este tipo de apuestas literarias. Al fin y al cabo la literatura es una convención cultural no impuesta por ningún código jurídico y la suprema enseñanza a extraer al cabo de siglos de existencia es que responde a una misteriosa complicidad, todavía no bien explicada, entre el escritor (personalizado o anónimo) y el lector anónimo. El lector acepta toda clase de convenciones o anticonvenciones si cree en lo que está leyendo y esa creencia está más allá de los contenidos. Es una creencia que emana del texto. Hay una literatura qué es de verdad y otra que es de mentira, pero dando a las palabras verdad y mentira un territorio de sanción extramoral, extrapolítico, extracientífico, es decir, estrictamente literario.
    El personaje es un referente semántico dentro de un sistema lingüístico y narrativo, no hay que autocomplacerse en él ni convertirlo en un elemento privilegiado. Una novela es un viaje lector totalizador.