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Jazz blanco y ciegoMANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁNEL PAÍS, 25 / 8 / 1997.La vida cultural española después de la guerra se desarrolló como en una fotografía, en una dimensión plana; imposible la profundidad, el fotograma aumentaba según las aportaciones que se le sumaban por las periferias culturales. En el centro de la foto Franco, Franco, Franco, En Flandes se ha puesto el sol, De rodillas señor ante el Sagrario que guarda cuanto queda de amor y de verdad. De pronto, a este núcleo duro se le añadía alguna traducción literaria extranjera imprevista, alguna recuperación de nuestro propio patrimonio heterodoxo, vanguardias entre líneas o palabras y sonidos, Brassens, que nada tenían que ver con la grandilocuente sordera de la cultura oficial. Y así el jazz quedó como una extranjería sospechosa alimentada por grupos de adictos, como hermanos masones de un diálogo entre instrumentos sobre el vacío de la oscuridad, los salones en penumbra, la noche, la noche complicando la soledad. Los renacentistas descubrieron la melancolía y le dieron el carácter de prueba del negativo del humanismo, la tristeza del hombre sabedor de la incerteza de su destino, la tristeza del hombre desprovidencializado. El jazz era un concierto entre melancolías, voces instrumentales en las que el piano tenía voluntad de hegemonía a costa de la modestia ensimismada de los demás instrumentos. Elegantes u oscuros, los pianistas de jazz venían del ragtime y querían olvidar su origen para ser el Chopin de la nueva estética o raza musical y lo consiguieron gracias a Art Tatum o Theolonius Monk. Luego Tristano, Garner, Ellington, Count Basie, abrieron caminos para sucesivas melancolías que llegaban a las catacumbas españolas del jazz casi como propaganda clandestina de una utopía: un mundo futuro sin himnos y de músicas divagantes. Tete Montoliu emergió de aquellas catacumbas en el comienzo de la reconstrucción de la razón democrática, en los años sesenta. Barcelona estaba creando un tejido social parademocrático y aquel pianista de jazz, blanco y ciego, sin una declaración explícita de rebelión, significaba un elemento añadido a la fotografía de la poquedad cultural, y es que en cierto sentido hay que colocar a Tete Montoliu como síntoma al lado de la recuperación de todas las consciencias críticas y sus vanguardias. Ecléctico, técnicamente pragmático, doblemente ensimismado por ciego y por jazzman, Tete estaba fatalmente llamado a ser algo más que un músico, y así fue un símbolo del mejor cosmopolitismo cultural de una Barcelona que a través de Jamboree convirtió el jazz en la música de fondo de los desconciertos etílicos de todas las gauches que se han hecho y se han deshecho. Tete Montoliu al piano, jazz blanco para ciego; Jaime Gil de Biedma hablando de Jorge Guillén o del Harper's Bazar, Pijoaparte metiéndole mano a una especialista en Pijos Aparte y el piano jugueteando con la evidencia de que tampoco hoy, ni siquiera esta noche, será el octavo día de la semana. Las muecas en el rostro de Tete estaban dirigidas a sí mismo. Los ciegos se hablan a sí mismos mediante muecas, como si fueran mudos. |