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'In memóriam'MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁNEL PAÍS, 29 / 12 / 1997.Le conocí en La ladrona, su padre y el taxista y no hubiera dado entonces un duro por Mastroianni, ahora uno de los emblemas de la cinematografia secular, portavoz de la melancolía caótica de Fellini, y tal vez sea la melancolía caótica el único balance cognoscitivo inocente que nos deje el siglo de las luces fundidas. El primer aviso de que Mastroianni, como la vida, iba en serio fue La dolce vita, pero lo que me impactó fue el uso del actor que hizo Fellini en Otto e mezzo, tan bien narrado por Camilla Cederna en el libro del mismo título dedicado a la trastienda de la película. Ya lo traduje en 1963 por encargo de Carlos Barral, desde la disposición anímica del veinteañero asombrado ante la crisis de identidad del cuarentón Fellini, que delega sus malversaciones íntimas en el actor como médium. Luego Mastroianni demostró que aunque asumía la paradoja del actor —no emocionarse para emocionar—, progresivamente le quedaban en el rostro las arqueologías de tantos aprendizajes de conductas, por más distanciamiento diderotiano o brechtiano que ejerciera. El Mastroianni de Ginger e Fred, de Fellini, o La nuit de Varennes y Giornata particolare, de Ettore Escola, ya había cumplido el precepto de Pavese: "Todo hombre a partir de los 40 años es responsable de su cara". Con más esperanza de vida, ahora somos responsables a partir de los 50. El viernes reprodujeron una entrevista televisiva con Mastroianni. Ecce Homo Pereira. Ojos de animal viejo, melancólico, enfermo y un mostacho hipócritamente melifluo por canoso, ya inútil parapeto ante los otros. Definitiva responsabilidad del rostro, la muerte obscena, reaccionaria, asomaba en las canas agusanadas del bigote de Marcello. Urgentemente comprobé en el espejo la amenaza de mi mostacho canoso, residuo y aviso de un fracasado ocultamiento. Justiciero, me lo afeité. In memóriam. |