Creado el 21/11/1998.
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El hombre es lo que come
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
El País, Babelia, 23 / 3 / 1996
Han estado de acuerdo Aristóteles, Feuerbach y Pepe Carvalho: el hombre es lo que come. Si el hombre es lo que come, el escritor es lo que lee, sobre todo en los años de acumulación de lenguaje y de referentes literarios míticos, a prueba de revisión. En la edad adulta y, en cierto sentido adúltera, el escritor difícilmente lee con inocencia y se atiene a lo que puede y a lo que se debe leer y dentro del imperativo muchas veces debe leer en función de lo que escribe. Desde que me metí en El pianista tengo la sensación de que escribo, luego leo, porque allí empezó la servidumbre de leer sobre todo para nutrir la arquitectura de mi propia novela, en aquel caso musicología, historias de la vanguardia de entreguerras y costumbrismo de la cultura francesa del Frente Popular, con la aportación fundamental de La Rive Gauche de Lottman. Tampoco escribir Galíndez me devolvió la libertad de leer y me obligó a un repaso del memorialismo de los exiliados que se habían relacionado con mi antihéroe y literaturas varias que reflejasen las vivencias del Caribe y Nueva York, principales escenarios de los inventos, aventuras y mixtificaciones de Jesús de Galíndez en los años cuarenta y cincuenta. El alimento nutridor de Autobiografía del general Franco fue el bolero de mi vida, toda una vida y toda la bibliografía de o sobre el general que he ido absorbiendo desde la redacción de El libro pardo del general, publicado por El Ruedo Ibérico a comienzos de los setenta. Confieso que releyendo los monumentos literarios de Franco y el franquismo se me puso cabeza de corcho y a
este efecto atribuyo la necesidad de escribir la novela de un loco, El estrangulador, para la que tuve que cebarme con escrituras psicoanalíticas, psiquiátricas, psicológicas y los descodificadores de Lacan, verdaderos egiptólogos por los laberintos de la personalidad.
    Cuando creía haber llegado a un periodo de libertad de lectura, la provocación de construir la compleja vivencia de Un polaco en la corte del rey Juan Carlos me ha obligado a dedicar un año a libros de trinchera, al servicio de la batalla de Madrid, de la segunda batalla de Madrid en el marco de la llamada segunda transición. Me limito a enunciar para poder dejar constancia de la complejidad del menú: Cómo ser progre y de derechas, de Margarita Riviere; La década de la decencia, de la misma autora; Camino, de Escrivá de Balaguer; Detrás de Aznar, de Casado y Rivases; Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain; El dinero del poder, de Díaz Herrera y Tijeras; Del café Gijón a Ítaca, de Manuel Vicent; Banqueros de rapiña, de Ernesto Ekaizer; El sistema, de Mario Conde; Periodistas, de Félix Santos; Los otros madrileños de Esperanza Molina; Retratos de Interior, de Pilar Ferrer y Luisa Palma; Los secretos del poder y El saqueo de España, de Díaz Herrera e Isabel Durán; La década
socialista, de Tusell y Sinova; El quinto poder; de Abel Hernández; El sucesor, de Raimundo Castro; Mi hermano Salvador y otras mentiras, Yuppies, jet-set y otras especies, Hipo canta, Kiwi y otras obras de Carmen Posadas; El libro de los romances (los dos), de Jaime Capmany; Hay que casar al príncipe, de Fernando Gracia; Carta al Rey de España, de Fernando Arrabal; La desavenencia, de Santos Juliá y otros; El presidente, de Pilar Cernuda; Quién es quién en la democracia española, de Ángel Sánchez; España 1994, Fundación Encuentro; David contra Goliat, de Pedro J. Ramírez; Del barro al barrio: la meseta de Orcasitas, obra colectiva; Asalto al poder y La caza, de Jesús Cacho; Los cómplices de Mario Conde, de Encarna Pérez y Miguel Ángel Nieto; El despleite de la izquierda, de Ignacio Sotelo; Conde, el ángel caído, de Luis Herrero; La amenaza separatista, de Miguel Platón; La dicradura silenciosa, de Federico Jiménez Losantos; La ambición de César, de J. L. Gutiérrez y Amando de Miguel; Mariano Rubio, de Jesús Rivases; Amedo: el Estado contra ETA, de Miralles y Arqués; El discurso de la República, de García Trevijano; Banca y poder, de González Urbaneja, El caso Interior, de Manuel Cerdán y Antonio Rubio: La farsa neoliberal, de Martín Seco; Manos sucias, de Joaquín Navarro; La casa, de Fernando Rueda; Los hijos del César, de Esther Jaén y Susana Moneo; Defensa de la política, de Joaquín Leguina, Conversaciones con el Rey, de Tom Burns Marañón; Trio de príncipes, de Juan Balansó; El Rey, de José Luis de Vilallonga; El rey de los rojos, de Rafael Borrás... y no voy a seguir por este camino verde, camino verde que va a la despensa nutridora de mis carnes más informadas sin aportar la coartada de que el exilio interior de mi polaco le forzó también a leer literatura convencional para comprender qué se guisa, qué se escribe en la corte de los neonatos y nasciturus: Mercedes Soriano, Ismael Grasa, José Ángel Mañas, Ray Loriga, Benjamín Prado, Belén Lopegui, Ana Santos, Luis Mangrinyà, leídos inicialmente desde el voluntarismo
sociologista de percibir cómo se ha colado el tiempo y la ideología por las rendijas de tan diversas escrituras, en ocasiones expresamente cerradas al tiempo y a las ideologías. También leí varias veces las poesías de Kipling, y muy preferentemente If, poema de cabecera de José María Aznar, versos utilizados por Juan Cruz para unir el territorio de su memoria con la nostalgia de cualquier posible esplendor en la hierba.
    Si somos lo que comemos y lo que leemos, ¿a qué sabrán mis carnes en el paladar caníbal? A bosque papelizado. A cómplice de talas. A letraherido dispuesto
a leer muriendo, a escribir matando o a escribir muriendo y a leer matando.
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