Creado el 3/5/1998.
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Lady Di o la subversión subversivamente correcta
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
EL PAÍS, 7 / 9 / 1997
¿Qué diferencia hay entre un rey y un príncipe? Nos hemos acostumbrado a una lectura jerárquica de la diferencia y así vemos al rey como al verdadero primum inter pares y al príncipe como su heredero. También se percibe al príncipe como a Cristo en relación con Dios Padre, el dios humano encarnado y el Dios del poder y la muerte. Más paladinamente, el príncipe responde al imaginario del rey padre rejuvenecido, lo que Cirlot estableció como una relación entre el sol naciente y el sol poniente. Por su juventud, el príncipe mítico estaba llamado a ser héroe y demiurgo, artíficie de Dios en el orden del universo, fuera en los campos de batalla o en las alcobas, no hay que olvidar el comprometido papel del príncipe en La Bella Durmiente. Príncipe y rey alternan sus significados hasta la definitiva jerarquización de las dinastías, y en las primeras simbologías solventes vemos que el papel intermediario entre la causalidad divina y los hombres tanto puede ejercerlo un príncipe como un rey, porque uno y otro son el hombre cuya naturaleza procede del cielo, su naturaleza es mandar, pero como depositario de un mandato celeste. Luego llegó la monarquía constitucional y complicó bastante las cosas a la simbología que el cristianismo había convertido en una más razonable cuestión de relación y reparto entre poder temporal y espiritual, inventándose un intermediario entre Dios y el príncipe, el Papa.
Si un rey o un príncipe constitucional es hoy día un mandatario celestial dependiente del Parlamento ventrílocuo, ¿qué es una princesa morganática casada con un príncipe aspirante a mandatario celestial condicionado por el Parlamento ventrílocuo? Nada o casi nada hasta que llegó Diana Spencer a la alcoba de Carlos de Inglaterra y sus problemas de alcoba acabaron influyendo fundamentalmente en la modificación del imaginario del príncipe y la princesa a finales del segundo milenio. Por el cerebro de Carlos de Inglaterra ha circulado frecuentemente en los últimos años el aforismo misógino: no conocerás a una mujer hasta que la tengas en contra. El príncipe Carlos no ha podido ocultar durante toda esta última semana el estupor que le causaba la concentración floral provocada por la muerte de Lady Di. Cada vez que cogía un ramo para contemplarlo obsesivamente o para enseñárselo a sus hijos, aparentemente cumplía con la consigna de un experto de imagen: coja un ramo cualquiera y cada ciudadano del Reino Unido creerá que ha cogido el suyo. Pero consignas publicitarias aparte, Carlos ramo por ramo iba preguntándose: ¿por qué?, ¿qué ha hecho esta chica para tamaña respuesta popular? El hecho de que el príncipe todavía heredero apareciera olisqueando ramos en Balmoral disfrazado de escocés, ya permitió de buenas a primeras deducir que sus piernas no podían competir con las de Lady Di, sin duda las mejores de la realeza universal de todos los tiempos. A poco que recuperemos nuestra memoria mediática y comparemos las actuaciones de Carlos y Diana ante la televisión explicando sus problemas de alcoba, hay que decir que Carlos se atuvo a una excesivamente correcta interpretación estilo Tudor, mientras Diana dio un curso completo de Actor’s Studio contenido, desde luego, como debe exigírsele a una princesa aunque sea morganática. Ha recordado el alma jamás dormida de las masas, aquellos ojos grandes, a veces desbordados por su propia abundancia de perímetro, divagantes, buscando asideros visuales que sólo Lady Di veía o la suave búsqueda de un lugar en el mundo moviendo su delicada columna vertebral y sus manos como si el papel de princesa engañada pero adúltera lo estuviera interpretando Meryl Streep aleccionada por el profesor Higgins. El estilo Actor’s Studio light de Lady Di la ha convertido en una correctísima intérprete del papel de la princesa casi inútil una vez cumplido su papel de parir crías que continuarán la monarquía, pero que sin dejar de parecer una princesa encarnaba también el de una mujer despechada y dispuesta a mostrarse capaz de pasar de príncipe en príncipe, es decir, del príncipe de Inglaterra al príncipe de la hípica o al del rugby o al de los playboys. Porque Lady Di jamás se equivocó al elegir pareja, jamás buscó un segundón, consciente de que sus siervos no se lo habrían perdonado, como demiurga dispuesta a introducir un cierto desorden en este final de milenio, demiurga posmoderna pues, pero siempre dentro de un orden.
Yerran los que acusan a la monarquía británica de haberse equivocado aceptando princesas que no son de sangre real. La Ferguson le ha aportado vigor pícnico y Diana Spencer asténico. Lady Di ha regalado a la casa de Hannover una larga vida de monarquía publicada, como valor ético y psicológico de la subversión subversivamente correcta, y sólo la lamentable circunstancia de no ser católica le impedirá ser beatificada, incluso santificada como la primera princesa adúltera virgen y mártir, princesa de las masas, esas masas cuya rebelión sigue dando sorpresas, sorpresas, sorpresas.
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