M.V.M.

Creado el
26/7/99.



El hermano pequeño

RICARDO SENABRE

ABC literario, abril 1994


Es bien conocida la afición de Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939) al cultivo del relato de intriga, a menudo en forma de habilidoso «pastiche» y, con mayor frecuencia todavía, organizado en torno al más pintoresco que creíble detective Pepe Carvalho. «El hermano pequeño» —título que evoca otro similar de Raymond Chandler— reúne un conjunto de ocho relatos protagonizados por Carvalho, de distinta extensión y de alcance también diverso. En este aspecto, este manojo de narraciones no se diferencia de las demás —ya numerosas— que tienen como personaje central a este singular detective en cuya compañía ha recorrido Vázquez Montalbán caminos de cierta novedad, aunque tal circunstancia no le haya impedido en otros casos precipitarse por los despeñaderos de la trivialidad más absoluta. No es Carvalho todo lo que reluce, y su pronta conversión en filón de éxito, unida a la indudable facilidad para la escritura de Vázquez Montalbán, han cristalizado en una fórmula que —como todas las fórmulas— tiende al agotamiento a medida que sus realizaciones van perdiendo novedad y se hacen previsibles o divagatorias.

Carvalho nació literariamente en 1972. Durante más de veinte años, su presencia en los escaparates ha sido casi constante y sus aventuras han ido amoldándose a la evolución de la sociedad española hasta hacerse en buena medida espejo de ella. Lo cierto es que el carácter testimonial de estas narraciones suele descollar por encima del estricto interés de la intriga que las sustenta, pero a veces ambos ingredientes se diluyen hasta excesos peligrosos y conducen a resultados decepcionantes. En el volumen que ahora nos ocupa, el relato «La soledad acompañada del pavo asado», es poco más que una trivialísima anécdota erigida sobre una receta culinaria. Naturalmente, todo está elaborado con destreza y notable habilidad, pero estas cualidades no logran mantener a flote la historia. En muchas páginas se advierte la presencia de un excelente escritor que desperdicia su talento en empeños insustanciales. Por eso se producen altibajos entre unos relatos y otros. Frente al que acabo de citar encontramos, por ejemplo, el titulado «Tal como éramos» —en deliberada coincidencia con una película cuyo sentido no era muy diferente—, donde la intriga es mínima, por no decir inexistente, pero cuya historia ha servido al autor para trazar, si bien de modo esquemático, el itinerario de una abdicación moral y política, dentro del estilo del mejor Vázquez Montalbán, que en esta historia parece haber incrustado un rebrote sartriano en la España de nuestros días. He ahí dos narraciones que pueden servir para representar la cara y la cruz de este conjunto. En las demás se combinan aciertos y errores, o, si se prefiere, creatividad y pura fórmula. La más extensa es la que da título al volumen y, como en los casos mejores de Carvalho y de sus antecesores librescos, una muerte misteriosa —más exactamente: un aparente suicidio que tal vez ha sido un crimen— sirve para destapar un ángulo de la sociedad y examinar de refilón unas cuantas conductas ajenas a toda moralidad.

Hay dos relatos presentados como otros tantos homenajes a Agatha Christie y que son auténticos «divertimenti» llenos de guiños intertextuales: «El caso de la abuelita fusilada» —donde el «toque» Christie consiste en indagar un crimen cometido setenta años antes, aunque el módulo estilístico es chandleriano— y «El cofre de las tres joyas», con anciana asesinada y solución a cargo del detective en presencia de herederos y mayordomo. Son historias que la prosa ágil del autor hace entretenidas y que se olvidan poco después. Se trata, en suma, de una literatura correcta, pero de alcance corto. El escritor puede ir más lejos; lo ha demostrado en otras ocasiones y en algunas páginas de este libro. Tendrá sus razones para no haberse exigido más. Por otra parte, la historicidad del relato, es decir, el hecho de que sobre la anécdota y los personajes graviten unas determinadas circunstancias, no debe confundirse con la actualidad, con el recurso fácil a la mención de un programa televisivo de moda o a repartir por el texto alusiones o referencias a hechos minúsculos que son flor de un día y perecederos por su propia naturaleza insustancial. Esta supeditación excesiva a la crónica de actualidad no añade temple histórico al relato, sino que le inyecta los gérmenes de su envejecimiento. En el caso de Vázquez Montalbán, las incitaciones del cronista superan a veces las estrictas exigencias que deben presidir la construcción novelesca.

No es una novedad repetir a estas alturas lo que ya se ha dicho en infinidad de ocasiones: Vázquez Montalbán escribe bien. Pero alguna vez dormita y hasta se deja mecer por usos no castellanos —«mala olor» (pág. 80), «farsa de salchichas» (pág. 97)— o por desvíos varios: «el áurea mediócritas» (pág. 127), «era lo suficiente machista como para que...» (pág. 121). Pero observaciones de esta naturaleza se multiplicarían en casos de textos de otros autores que, además, nos sumirían en un invencible aburrimiento. Al menos esto último no podrá decirse de Vázquez Montalbán.