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    No hay que alejarse mucho del eje radial de Las Ramblas para encontrar cocina catalana a precio aceptable en El senyor Parellada en la calle Argenteria, junto a Via Laietana y donde esta vía se junta con el puerto, Las siete puertas, de la misma raza que El señor Parellada, cocina del país, rigurosa pero pasada por los filtros de la cultura de la delgadez. Por un pequeño pasadizo, casi ocultado por una oficina bancaria, se llega a un curioso restaurante, El Passadís d'en Pepe donde es indispensable para la supervivencia probar el cogote de merluza. En lo que no es Barrio Chino, sino Barcelona Vieja, en el dédalo de calles que envuelven el Museo Picasso, el viajero ha de dejar sorprenderse por almacenes de especies que huelen a Cruzadas y descubrimientos de América o vinotecas como la de la calle Aguillers, que combino con El Celler de Gelida, de la calle Vallespir, cerca de la estación de Sants y a medio camino del estadio del Club de Fútbol Barcelona. Dos vinotecas breves pero sabias, con una selección de productos del país y foráneos que hay que frecuentar bajo la asesoría de vendedores partidarios de la razón crítica.
Más allá de las murallas imaginarias de la Barcelona del Mar, del barrio chino o simplemente vieja, la peregrinación del comprador gourmet tiene sus hitos: el colmado Quílez, un decano de las antiguas tiendas de ultramarinos que han evolucionado a la condición de charcuterías, como los distintos colmados Lafuente o la charcutería Molina y dentro del modelo Chez Fauchon es obligatorio que el Vía Crucis se detenga en Semon, la única charcutería de la ciudad en la que suelo coincidir con ministros o ricos o simples especuladores económicos ex compañeros de Universidad. Semon ha abierto un exquisito restaurante, L'Indret donde se degustan sus productos y sus consecuencias gastronómicas, en una zona adinerada que limita por el norte con el restaurante Neichel, el cocinero que fue el remoto maestro del mismísimo Ferran Adrià, alta cocina de autor; al sur con Vía Veneto según el modelo de alta restauración que en Barcelona representa en compañía de Jean Luc Figueres, Reno, Roig Robí, Jaume de Provença, Orotava, un restaurante que ha convertido en mural de fachada un apunte que Joan Miró realizó en un momento de inspirada sobremesa. Por lo demás, si se quiere comer buen bacalao se va a Chicoa, si el cuerpo le pide cocina vasca a Gorría o Beltchenea, o ir al Languedoc sin salir de Barcelona gracias a La Maison du Languedoc o a Italia en Il Giardinetto, a China en Swan y si tiene un día sutil encamina sus pasos hacia Can Gaig en la barriada de Horta, a pedir un arroz de pichón y ceps o a El racó d'en Freixa, donde padre e hijo Freixa, como el nombre del restaurante indica, se dedican a la posiblemente cocina más creativa de la ciudad, a veces pendiente de sabores tan frágiles y casi transparentes como el de las flores. Si desea en cambio conectar con la materia prima y abundante de la cocina gallega, se sumerje en el falso paquebote del Botafumeiro con andares de Gargantúa a la entrada y de Pantagruel a la salida o El Carballeira dentro de la geografía restauradora del puerto. No están todos los que son, pero sí los que coinciden con mi memoria más inmediata y sin duda injusta, memoria que no sólo almacena restaurantes o establecimientos con apellidos nobles, sino que puede encaminarse a mercados de barrio dignísimos como el de Galvany o el de Sant Antoni, la Boquería de los pobres como fue bautizado en alguna etapa de la lucha de clases barcelonesa. O descender por la calle de la Cera donde hay excelentes queserías o bacallanerías de barrio, especialmente notable la supervivencia de la bacallanería, un especialísimo comercio catalán en el que el bacalao se desala mediante agua fluyente en picas de mármol. Y cada barrio tiene su calle sorpresa, donde el vendedor artesanal trata de defenderse de los hípermercados aportando la diferencia, el embutido o el queso que sólo él tiene en un universo en el que hasta L'Oreiller de la Belle Aurore puede precongelarse.
Posavasos de Can Boadas. | Forman parte del itinerario carvalhiano los lugares donde beber con dos propósitos: beber para templar el cerebro más que el corazón o beber hasta sentir ese clic que abre los esfinteres y convierte al cretino del Dr. Jeckyll en el estimulante Mr. Hyde. Por las Ramblas, muy cerca de Canaletas, en la esquina de la calle Tallers, el Vía Crucis del fugitivo de la postmodernidad ha de pararse en Can Boadas, la primera barra americana en España, fundada antes de la guerra por un barman catalán que lo aprendió todo en Estados Unidos. Su hija Dolores ha posado para varias novelas de Pepe Carvalho y es experta en hacer el martini seco a la vieja usanza, si el cliente lo pide, es decir, con ginebra seca y vermut francés, Noully Prat. Una calle más allá de Can Boadas, The Caribean especializado en rones, verdadero muestrario de cocteleras y de todos los rones de la galaxia y bastantes calles más allá, en pleno ensanche racionalista y burgués de la ciudad, los cocktails de Ideal Club, un bar fundado por un marinero que todavía posa en las fotografías con patillas de protagonista de película inglesa sobre marineros que acaban abriendo bares de copas. Si quieren conversación y pastelería, vayan a hablar con el pastelero y sobre todo chocolatero Escribà que me ha dedicado más de un retrato en chocolate o compre en la pastelería Foix de Sarrià, al pie mismo de la ascensión hacia Vallvidrera, a espaldas de la ciudad cautiva en su propia retícula gastada. Entrar en casa Foix es como hacerlo dentro de un hipogeo literario porque propietario de esta tienda fue Josep Vicent Foix, uno de los grandes poetas de lengua catalana de este siglo y su nombre gravita sobre los bizcochos, las bavaresas, los bombones, las trufas húmedas. Pero no hay que temer a las sombras poéticas y el propio Foix lo puso por escrito... «no tinguis por, les ombres son de pedra» (No tengas miedo, las sombras son de piedra).
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