M.V.M.

Creado el
22/7/99.


«La poética del neocapitalismo viene a ser la novela policiaca»

César Güemes

La Jornada, 16,17,18 / 2 / 1999.


Es una máquina de pensar y de escribir. Por eso es siempre saludable tenerlo en México, sobre todo ahora que al fin se ha tomado la iniciativa editorial de hacer que circulen sus obras en nuestro país. La distribución del más reciente título de la serie de Pepe Carvalho, Quinteto de Buenos Aires (Planeta), es motivo necesario para conversar con el narrador y ensayista español que hoy, a las 19:30 horas, en la Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles participa junto con Adolfo Sánchez Vázquez y Paco Ignacio Taibo II en la mesa redonda En torno a la situación actual de la izquierda revolucionaria y sus protagonistas: el caso Cuba.

—Luego del auge que tuvo la narrativa del crimen en España, ahora salvo usted y Andreu Martín, casi no se mantiene nadie dentro del género. ¿A qué lo atribuye?
—A que eso fue más una llamarada que una realidad. El que cultivaba el género de manera más fiel era Andreu Martín, el que respetaba más las reglas. Por mi parte lo que intenté desde el comienzo de la serie de Carvalho es una novela de conocimiento social mediante la estrategia policiaca. Luego vino el premio Planeta a Los mares del sur y aparecieron en España colecciones que tradujeron de manera sistemática la novela negra estadunidense. Los editores pensaron entonces que el género era negocio y los escritores creyeron que era un encargo muy fácil de hacer. Eso multiplicó las colecciones. Después Taibo II comenzó sus encuentros en Gijón en los que se defendía el rigor literario. Con el tiempo todo lo que menciono se va deshinchando y quedan sólo algunos autores que lo cultivan.

—La novela policial contemporánea permite acceder a realidades que no están ni en la novela intimista ni en los noticiarios de tono amarillo. ¿Qué sucede? ¿Entonces a los escritores en castellano no les interesa más lo que pasa bajo la epidermis?
—La poética del neocapitalismo, en mi opinión, es la novela policiaca. Entendido por neocapitalismo no el que ahora avanza, sino el puro y duro, el que estalla en Estados Unidos en los años veinte y es un ensayo general de lo que será el sistema productivo. Eso genera una sociedad cargada de tensiones, de relación entre política y delito, de doble moral. La poética de la novela negra describe todo eso. A medida que las otras sociedades se han ido pareciendo a ésa es que se hace verosímil la lógica y el discurso de la novela negra. Es una poética adecuadísima para describir los conflictos sociales de cada época. Por eso hay toda una tendencia incluso trotskista, de narradores inspirados por Mandel, quien llegó a escribir un libro en el cual sostiene que la única novela legítima y ética de nuestro tiempo es la policiaca.

—Carvalho no cede terreno. Es un personaje con el que ha realizado experimentos estructurales y anecdóticos. Ese es uno de los secretos que lo mantiene con vida en el mundo de las letras.
—Mantengo un cierto pacto con el lector: no asume la serie de Carvalho como policiaca, sino como novelas en las que aparece un investigador privado que no se parece a los detectives al uso. Luego, he tratado de no caer en el recurso de la fórmula; hago lo posible por introducir las suficientes variantes como para que cada libro se legitime por sí mismo. La única fórmula que respeto es la de un personaje dotado de rasgos fijos. Salvo eso, me he permitido muchas libertades con él porque me da horror la novela de receta.

—Si Carvalho se fatiga e incluso se le mueren los amigos, ¿no se cansa usted del personaje?
—De vez en cuando sí, y mientras descanso una temporada me dedico a hacer barbaridades como el libro sobre Fidel Castro o vengo aquí a encontrarme a caballo con Marcos.
    Son momentos en que dejo aparcado al personaje y escribo otras novelas. Pero de vez en cuando necesito volver a él porque me facilita mucho la descripción de los procesos de la realidad. Descubrí la metodología para hacer algo así y no caer en todo lo que pensé que ya estaba quemado como mecanismo de aprehensión de la realidad en la novela social de este siglo: están quemados el naturalismo, el sicologismo, el realismo socialista.
    La estructura central de Carvalho se basa en la arbitrariedad de que se va a investigar la violación de un tabú. Con la libertad que eso me genera puedo hacer novela-crónica sin sentirme agobiado por el riesgo de caer en el panfleto o en la novela ideológica.

—Sin embargo, ideológicamente el personaje sí tiene una carga a veces anarquista, en ocasiones de izquierda, aunque no sea radical.
—Es un izquierdista esencial, aunque el aparato formal no es identificable ni con los anarquistas ni con los comunistas. Él pone en duda el poder, sea el político, el económico o el cultural. Seguro que el poder ha cometido algún pecado. Si hacemos un análisis más profundo del personaje es en todo caso más anarquista que dependiente del socialismo científico. Sabe que la dominación implica crueldad e injusticia.

—¿Qué lo llevó personalmente a situar uno de sus libros en Argentina y qué pudo ser tan poderoso como para que Carvalho saliera de Barcelona?
—A finales de los años ochenta trabajaba en mis proyectos y de pronto me llamaron unos argentinos que deseaban verme para proponerme un proyecto sobre Carvalho. Les dije que no tenía por lo pronto la perspectiva de ir a Buenos Aires a lo cual me respondieron que ellos me visitarían. Fue una pareja, formada por ex montoneros que habían estado en la clandestinidad; la mujer exiliada en México, y el varón en un sitio perdido de la Patagonia, para que no lo encontraran los milicos. Me hablaron de un grupo de personas involucradas en esa experiencia que después se dedicaron a trabajar en los medios y que contaban con la posibilidad de hacer una serie de televisión. Querían, pues, que fuera Carvalho a Buenos Aires. El planteamiento estaba claro: un extranjero que llega a Argentina para ver qué pasa ahí después de los militares, Alfonsín y la primera etapa de Menem.
    Me encantó el proyecto. Me fui a Argentina, estuve allá un mes y comencé a adquirir una serie de conocimientos que luego me fueron muy útiles. La única solución que encontré fue la de apegarme a la mirada del extranjero que llega a Buenos Aires con tres conocimientos básicos: ahí hay tango, desaparecidos y Maradona. Así resolví los 13 guiones de la serie, pero el proyecto no pasó del programa piloto. Entonces se me hincharon las narices y con todo el material que había reunido hice después la novela, respetando la estructura original que me había planteado. Hay una novela base que es el encuentro de un desaparecido y después otras historias particulares. La escribí y al acabar mi única gran duda fue cómo iba a caer eso en Argentina con lo dueños de lo suyo que son los argentinos. Pensé que iban a decir: ¿por qué este gallego de mierda se ha metido en lo que no le importa?"

—Finalmente no fue eso lo que sucedió, Manuel.
—No, por fortuna. La presenté en Buenos Aires y la respuesta fue espléndida. Les pareció un libro que no se hubiera atrevido a escribir un argentino. Y me lo explico: he contado con la desfachatez del extranjero que no tiene por qué respetar determinados elementos. Me atreví a publicarla con mucho pánico aunque mis temores resultaron infundados.

—Este martes por la noche participa en una mesa redonda sobre la izquierda. ¿Cuál es su balance de la izquierda de habla castellana?
—Creo que una nueva izquierda se conformará a partir de la comprobación del desorden existente. Muchos somos de izquierda porque ya estaba así codificado el mundo, ya estaban avalados los discursos marxista, comunista o socialdemócrata. Pero a final de siglo todo eso está en duda y en crisis. Hay que dar una respuesta al hecho de que hoy exista más hambre en el mundo que hace 70 años, que haya más injusticia, que no es lo mismo ser globalizado que globalizador. Eso requiere de una respuesta de carácter político. La izquierda nueva se tendrá que conformar a partir de pautas y usos de este tiempo nuevo, asumiendo y rescatando lo que reste del naufragio del siglo XX.


Y Dios entró en La Habana toma como punto de fuga la visita del Papa a Cuba. Sin embargo, el personaje protagónico del volumen es el presidente Fidel Castro. ¿Ha variado su visión de él?
—No ha cambiado sustancialmente. En cuanto salió el libro en España dije que era un déspota ilustrado. Y eso colocó a las personas a la defensiva porque consideraron el dicho como un insulto. Pero no lo es, al contrario, es casi una denominación científica: el ilustrado del siglo XIX parte de la idea de que con la verdad por delante está en condiciones de imponerla a los demás para mejorarlos. Esto es el espíritu de la Ilustración, y en ese sentido Castro es un déspota ilustrado. Claro, cuando lo menciono así, parece que me sumara a los que lo llaman tirano y esas cosas. Creo que la evolución de la humanidad y de la sensibilidad de la izquierda han llegado a un punto en que pueden concretarse en una frase que se dijo en Europa en los años setenta: dictadura, ni la del proletariado.

—Ha circulado con buena fortuna la especie de que trabaja usted con cinco ordenadores encendidos al mismo tiempo, y que a ello obedece su alta producción. ¿Esto es real?
—Es una broma que me hizo Manuel Vicent, amigo mío y colaborador de El País, quien dijo que mientras yo estaba haciendo una paella escribía cuatro o cinco cosas a la vez, lo cual es imposible. Para una paella hay que estar muy pendiente del punto del arroz porque de otra manera se te fastidia el plato. Lo que ocurre es que he ensayado casi todos los géneros. Luego, no tengo que dedicar casi ningún tiempo de mi día a nada concreto en el sentido de un profesional que ha de ir unas horas a un periódico o impartir clases en una universidad. Todo mi tiempo está dedicado a leer y escribir.
    Además, también tengo una presencia en los medios, escribo para algunas publicaciones y luego me hacen entrevistas, con lo cual da la impresión de que soy omnipresente. Lo sorpresivo quizá es que le soliciten una narración de su trabajo a los escritores que escriben y no a los que lo son bajo palabra de honor.

—Quizá una de las vetas menos abordadas en su caso, aunque cuente con varios títulos en ella, es la poesía. ¿Continúa practicándola?
—Sí. El más reciente de los siete poemarios que he producido apareció hace año y medio, Ciudad. Es el primero que he publicado aparte de una suerte de libro único que se ha prolongado durante muchos años y que se engloba dentro de Memoria y deseo, que es una cierta paráfrasis del título de Cernuda, La realidad y el deseo.
    Memoria y deseo corre a partir de 1963 y llega hasta los años ochenta y considero que es un largo recorrido por la educación sentimental de mi generación. Cuando acabé ese ciclo, que apareció primero en Seix Barral y luego en Grijalbo-Mondadori, la nueva etapa está en Ciudad, que sacó Visor. Continúo escribiendo poesía porque siempre he considerado que es un laboratorio al que debo volver.

—Escribir la novela Autobiografía del general Franco, ¿le sirvió como una cura o un exorcismo literario para quedar personalmente en paz con el tema?
—Considero que si un escritor va al siquiatra, es excesivo. Si escribes, ya tienes tu oportunidad, llevas el diván encima. Para responder a esa pregunta quizá tendría que haber ido al siquiatra. En fin, mientras escribí ese libro funcionaron muchos mecanismos de catarsis y de liberación. El libro no es sólo la autobiografía de Franco sino también de los antifranquistas, sobre todo los de un sector determinado, los que en realidad pusieron más carne al asador y recibieron menos compensación por su lucha contra el franquismo después de la Guerra Civil. Es, entonces, una autobiografía compartida entre Franco y los antifranquistas, y por tanto hay mucha parte de mí mismo, muchas experiencias que traslado al personaje o situaciones familiares o culturales mías aparecen ahí.

—Cuando escribe O César o nada, hace aparecer en el inicio a Gramsci por sus estudios de Maquiavelo. De modo que supongo que el poder le ha interesado siempre. ¿Es así?
—Es así. Cualquiera que haya sido víctima de una dictadura durante 36 años, como fue mi caso, por poca sensibilidad política que tenga asumirá el tema del poder porque lo ha vivido en toda su impunidad, desfachatez y con casi ninguna posibilidad de enfrentarse a él para plantear una contrapartida. Creo que eso vacuna contra cualquier exceso de poder. Nos hemos encontrado a veces en situaciones de estas en la contradicción de luchar contra la dictadura sosteniendo unos programas y unos proyectos sociales que también podrían tener una lectura en clave de sectarismo. Pero los que pasamos por experiencias de dictaduras reales, estamos vacunados para siempre ante cualquier tentación de otra clase de dictaduras del signo que sean.

—A la muerte de Franco ya era usted escritor y periodista. ¿Son dos personas distintas, sin embargo, antes y después de él?
—No, ni yo ni la literatura fuimos diferentes. Antes de Franco había una sociedad civil que iba ganando terreno y creaba un territorio de libertad no reconocida, y que ya había empezado a leer y a pensar lo mismo que otras sociedades civiles de carácter democrático. Aunque había una contradicción entre la base social y material del desarrollo económico y las superestructuras que seguían respondiendo a la complexión fascista del poder. Ese divorcio se supera con la muerte de Franco, lo cual quiere decir que todo lo elaborado por la sociedad civil apenas si tiene un cambio.
    En las tendencias literarias, por ejemplo, aquellas que continuaron ya estaban esbozadas desde antes, lo que nos faltaba era un mayor rango de libertad para recuperar la memoria histórica críticamente, para hablar de sexo y demás. Lo que a la luz del paso del tiempo significó la muerte de Franco fue liberar los esfínteres, pero no variaron las tendencias culturales.

—¿Qué tanto requiere de inventar o reinventar la realidad cuando hace, por ejemplo, libros que van a medias entre la ficción y el mundo tangible como es el caso de Roldán, ni vivo ni muerto?
—Esa es la experiencia del escritor de folletín, por entregas, como resultó ese trabajo luego recogido en un libro. Ni uno mismo sabe en lo que va a terminar algo así. Y es una aventura legítima.
    A la fórmula segura de la novela policiaca de Carvalho, me permití desde Sabotaje olímpico ensayar la novela por entregas y liberarme con eso de una estructura ya esperada por el público. Me saqué de encima la "dictadura del lector" que pide una determinada manera de escribir. Y eso aun a riesgo de saber que los lectores de las novelas de Carvalho iban a sorprenderse y en muchos casos no legitimarían ese cambio.
    La caricatura que hay en Roldán, ni vivo ni muerto, el estar acogido a un referente de cómic o, en el caso de Sabotaje olímpico a la literatura del disparate, era un riesgo. El público bien podía decir que esas no eran las aventuras del personaje que esperaban. Pero me divertí mucho haciéndolas y pienso que valió la pena jugar esa apuesta.

—Ya que estamos con Carvalho, Quinteto de Buenos Aires, su más reciente aventura, ¿es en realidad un reconocimiento a Jorge Luis Borges y a Ernesto Sábato?
—Hay una broma dedicada a ellos dos, es verdad. Con Borges tengo una especial relación. Le admiro mucho como algo casi indefinible.
    Es un poeta pero también es otras cosas: un fabulador, un falsificador tremendo de situaciones, personajes e incluso de erudición. Esto último me lo temo, porque luego parece que es una falsificación de cierto saber y al final resulta que es verdad. Bueno, este juego es la apoteosis de la literatura lúdica.
    A veces me pregunto, ¿por qué este hombre no escribió una novela? ¿y por qué tampoco escribió un cuerpo poético suficiente para decir que era un poeta? A la pregunta de ¿entonces qué era?, podemos contestar que Borges era la literatura y todos quedamos satisfechos.
    Quiero decir que Borges me gusta mucho por una parte y, por otra, que me interesan más escritores de corte muy distinto. En todo caso admito la fascinación por él y admito también que plantea muchos enigmas en los cuales radica quizá su singularidad.

—¿Desaparecerá Carvalho en el año 2000, como se ha sabido? ¿morirá el personaje?
—Morir jamás, no he matado nunca nada. Bueno, he matado mucho porque en las novelas que escribo el asesino siempre es el autor, el que planea el crimen y lo comete.

—Si Pepe Carvalho no muere, ¿qué le espera, la jubilación?
—Cometí no una equivocación con él sino que hice algo muy premeditado: dotarlo de una biología. Lo cual quiere decir que no es un personaje como Maigret que siempre tiene la misma edad. Carvalho envejece, su punto de vista de la realidad, su actividad física o sexual no pueden ser iguales. Eso lo va convirtiendo cada vez en un personaje más pasivo. Lo cual hace que su naturaleza como investigador sea cuestionable y pase a ser un poco inverosímil. Ante eso, una de dos: o lo jubilo luego de dar una vuelta al mundo que hará con Biscuter, algo que está anunciado desde hace 25 años y lo cual pienso cumplir en una novela de título Milenio; o bien lo reconvierto.
    Así como asistimos al final de milenio en el cual se dice que la historia ha muerto y luego resulta que tiene buena salud, pues entonces si se ha muerto la novela al día siguiente puede continuar.
    Sugiero la idea de que sea un espía posmoderno, al servicio de la necesidad de información de las condiciones actuales del mundo, que ya no están marcadas por la bipolaridad. Quizá Carvalho en esa línea de posmodernidad europea podría ofrecer algo.

—En sus otros libros, los de periodismo, hay una veta de entrevistador. Dos ejemplos bastarían, Un polaco en la corte del Rey Juan Carlos y Mis almuerzos con gente inquietante. ¿Los hace, además de las razones de trabajo, por el placer de conversar?
—No me gusta conversar, ni tengo tertulias. En cambio, me gusta vampirizar a la gente que me interesa. Es decir, sacarles la sangre. Si tengo la oportunidad de estar dos horas de mi vida con Felipe González, estoy succionando una experiencia que a él le ha costado mucho acumular, como ocurriría si a mí alguien tratara de quitarme mi experiencia, pero en el caso de él estamos ante un protagonista de la historia, mientras yo en realidad vengo de las provincias de la historia. Por eso tengo la necesidad de escribir libros de ese tipo, que implican el apoderarme de lo que saben o hacen los demás mediante la entrevista.

—Aunque no todos sus entrevistados son personajes del poder económico o político, como es el caso del periodista Jesús Quintero, que también se ha dedicado a entrevistar.
—Esa entrevista fue muy lúdica, montó una escena casi de Las mil y una noches, en los jardines de los alcázares de Sevilla, para él, para mí y una chica que se llamaba, para más inri, Fátima. Con esa escenografía maravillosa la plática salió muy fluida. Aunque también doy a conocer la no entrevista, como la que nunca pudo suceder con Julio Anguita.

—Su desempeño como historiador, en un trabajo reciente, ha bordado a La Pasionaria. ¿Qué diría que nos deja la trayectoria de esta mujer?
La Pasionaria fue una parte de esa mitología de la Guerra Civil española, a quien cada bando la ha interpretado a su manera. Para unos es la efigie de la perversión y de la truculencia roja y, para otros, es el símbolo del intelectual de clase. Quiero decir, la clase obrera que hasta hace poco era el sujeto histórico de cambio, no tenía intelectuales propios, el saber lo había acumulado la clase establecida. Ahí es donde entra La Pasionaria, quien estaba destinada a ser esposa de un minero, ama de casa fastidiada, que luego de sus lecturas acaba siendo portavoz de una clase social.
    Esa es la grandeza del personaje, lo que me fascinaba de ella. Utilicé el título de Pasionaria y los siete enanitos basándome en una imagen de la cinta de Disney, aquélla en que los enanitos van corriendo por el campo, llegan a casa, abren la puerta y al ver a Blancanieves dicen 'oh, es una niña'.
    Creo que toda la vanguardia obrera proletaria de los años veinte, cuando aparece La Pasionaria convertida en una predirigente tiene una sorpresa enorme. Ella es una intelectual inesperada de su clase, venía del proletariado y consigue ser la primera líder real del movimiento comunista y luego se convierte en una figura simbólica. Finalmente, había que acercarse a ese mito sin dejarse cegar por él. Por eso la veo a través, también, del análisis que hacen de ella los enanitos, es decir, los hombres que a su alrededor tuvieron distinto trato con ella.

—¿Una fascinación parecida en usted fue la que ejerció Galíndez?
—Ese es otro caso. Llego a la universidad con 17 años y circula en la información clandestina que meses antes se ha secuestrado en Nueva York a un profesor vasco exiliado y que posiblemente fue asesinado. Eso en la España de Franco era muy turbador. Primero, que alguien haya podido secuestrar a Galíndez en la 5ª Avenida, después, que el hecho ocurra al lado de un sitio muy concurrido, que sea un atentado en contra de un profesor de la Columbia University, y finalmente que desaparezca. Eso me genera un interés que va creciendo como un tumor a lo largo del tiempo y es por esto que acumulo información sobre él. Luego de la indagación me di cuenta que era un sujeto ambiguo, por una parte un héroe capaz de sacrificarse por sus ideales nacionalistas y, por otra, debido a los mismos ideales, era capaz de llegar a la delación. Cuando se me acumuló tanto material, no tuve más remedio que escribir aquella novela.

—Necesariamente, por último, he de preguntarle qué le aporta a un escritor como usted, conocedor de la cocina, la comida mexicana.
—En primer lugar el maíz, por el sabor y la variedad de uso. Luego, cuando hice un recorrido en coche por México, mis primeras grandes impresiones fueron ante el mole poblano en el sitio donde lo preparan. Esa combinación debió serle inspirada por algún dios a una monja. Un dios lúdico que no era cristiano. El mole es un plato imaginado en estado de gracia.