M.V.M.

Creado el
15/8/2001.


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50 años después de la derrota aliada.

Una lectora corrige a su escritor preferido.

Televisión basura.


El festín de Pierre Ebuka
o
Reflexiones sobre los riesgos de la decadencia europea

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Incluido en Revista de Occidente 98-99 (1989) y en el libro La próxima luna, editado por Tanagra en 1990.


    Así como en cualquier proceso de los años cuarenta o cincuenta que afectara a criminales francófonos implicados en algún "crimen gratuito", el fiscal, probablemente excolaboracionista de Vichy, hubiera citado la influencia nociva ejercida por las lecturas de André Gide sobre los acusados, en el horripilante proceso contra "el caníbal de Estrasburgo" el fiscal mencionó la remota influencia de Les damnés de la terre de Fanon sobre las prácticas caníbales del reo. Pierre Ebuka, perteneciente a una confusa tribu antropófaga de África Central, se había graduado en Epistemología en la Universidad de Heidelberg y estaba considerado como uno de los principales expertos en prerrafaelistas, hobby esteticista que le convertía casi en un "renacentista" al decir de sus compañeros, funcionarios, como él, del cuartel general europeo de Estrasburgo. Aunque el plural asesino se empeñó en una confusa y desesperada justificación de la relación posible entre epistemología y canibalismo, basándose en que epistemología es básicamente teoría del conocimiento científico y que no hay fórmula superior de conocimiento que la metabolización de lo por conocer, el fiscal pudo desmontar su superchería desde las claves que le aportaba su peculiar pasado ideológico. El fiscal había sido un joven revolucionario en el mayo francés evolucionando hacia posiciones de corresponsabilidad histórica moderada, que ejercía desde el conocimiento que le daba una formación crítica. Muy brillantemente demostró que Ebuka había fraguado un plan de invasión de Europa que iba más allá de la anexión territorial y la esclavización de sus técnicos perpetradas por invasiones bárbaras de distintas procedencias. Aunque el acusado esgrimiera en todo momento que su propuesta era cultural y que su "canibalismo" era una simple metáfora, el fiscal estuvo en condiciones de demostrar que Ebuka consideraba a Europa como la reserva proteínica de Africa, envalentonado por el espíritu derrotista de una intelectualidad europea obsesionada con la decadencia del en otro tiempo llamado "viejo continente". Y más peligroso aún que el derrotismo irracionalizado, o el derrotismo irracionalista de la nueva derecha, ahí está, ahí está, insistía el fiscal, un libro como el de Edgar Morin —Penser l'Europe— en el que se sostiene la tesis de una Europa de puertas abiertas, multirracial y fecundada por toda clase de pueblos que vengan de las ingles del mundo. Excitando la mala conciencia, el complejo de culpa europeo, Morin recuerda la xenofobia con la que los pueblos europeos han reaccionado entre sí y cómo los franceses han necesitado y a la vez odiado la mano de obra que les llegaba de la propia Europa: belgas, luxemburgueses, polacos, españoles, italianos y después magrebíes, que han oscurecido la piel de Asterix. Y en unas declaraciones a Le Nouvel Observateur, Morin se atreve a proponer una Europa acogedora, hospitalaria, abierta a los inmigrantes y la propone como una idea de izquierda, "...una idea que merecerá ser meditada y defendida cuando Europa conozca el comienzo de una unificación política". Si Fanon, razonó el fiscal, había aportado al caníbal la justificación de la ética del colonizado, intelectuales como Morin le suministraban la ética culpable del colonizador. Peligrosa ética cuando puede alimentar el deseo de desquite de pueblos mal alimentados y que en un inmediato pasado consideraban la antropofagia como un signo de victoria y una señal de deificación, porque la carne humana era y es el preferido manjar de los dioses, en cualquier religión. Incluso en la religión hebraica, hasta el Diluvio, los hombres estaban obligados a ser vegetarianos, pero Jehová tenía derecho a devorar animales, y sólo en tiempos de escasez y presión demográfica posteriores al Arca de Noé, le fue permitido al género humano comer animales. El tabú de la carne marcaba la distancia entre Dios y los hombres, y cuando este tabú fue superado, ¿acaso los dioses no se reservaron la suprema truculencia del canibalismo carnal o espiritual? Matar a los vencidos en honor de los dioses del vencedor forma parte de una cierta lógica de la crueldad, pero matar al vencedor y comérselo sólo puede ser signo de subversión y jamás ha habido ni habrá subversión sin la presencia de signos de debilidad en el orden establecido.

    El fiscal recurrió a Lenin (en su juventud había sido marxista leninista antes de hacerse popperiano) para blandir su ley de hierro sobre las posibilidades objetivas de la revolución: es preciso que el antagonista esté y se sepa derrotado y, por extensión al caso que nos ocupa, la conciencia de derrota del colonizador estimula al canibalismo del colonizado. Basándose en una observación de Farb y Armelagos en The Antropologhy of Eating, el fiscal adujo que la sensación buscada por Ebuka se parecía a la que los bantúes experimentan cuando realizan sacrificios humanos: "Los bantúes dicen muy claramente que un sacrificio no es para ellos la expresión de su devoción religiosa, sino más bien una "emoción de grupo", como la han confesado algunos teólogos en su tentativa de explicación". Es preciso distinguir entre exocanibalismo y endocanibalismo, y no sólo en sentido simbólico. El exocanibalismo lo practican los grupos humanos a partir de una conciencia solidaria de grupo: comerse al extraño, al extranjero, es un síntoma de coherente autoidentificación. En cambio los grupos que devoran a sus propios miembros o que los entregan fácilmente a la voracidad extranjera, están en vías de desidentificación.

    Momento especialmente tenso del debate fue el dedicado a establecer si el canibalismo practicado por Ebuka podía ser considerado ritual o gastronómico, es decir, motivado por un impulso espiritualista de homenaje a una idea superior (dios o una raza) o por un simple impulso nutritivo, más o menos educado y correspondiente a un paladar sabio. El fiscal sostuvo continuamente la tesis de que la peligrosidad de Ebuka se debía a que había unificado uno y otro canibalismos y además mediante el filtro de una exquisita cultura culinaria, que le llevaba a distinguir perfectamente los diferentes sabores de las distintas partes del cuerpo humano y a qué guisos diferenciados conducen, de la misma manera que sería una torpeza dedicar una pieza de solomillo de buey a la confección de un blanquette. Ebuka manifestó una total indiferencia ante esta disputa que calificó de discusión sobre el sexo de los ángeles, a pesar del renombrado ramillete de expertos convocados por la acusación y la defensa. Parecía como ensimismado en una verdad intransferible de la que sólo ofrecía los aspectos más convencionales, molesto ante la simple posibilidad de que alguien pudiera desvelar el secreto de su conducta. Sólo se le apreció una concesión facilona cuando, tal vez movido por el tópico de que los franceses lo justifican todo en nombre del amor, recurrió al caso del estudiante japonés que se comió en París a su novia holandesa, sin que el asunto dejara ninguna posibilidad de lectura racista o emancipatoria: la amaba y se la comió. Tal vez en tiempos más proclives a la lírica, Ebuka habría conseguido provocar una canción de moda en la rive gauche, pero malos son estos tiempos para la lírica y no consiguió despertar complicidades en la sala. Antes bien, al contrario, su ejemplo se volvió contra él porque nunca ha habido en Europa complejo de peligro japonés y sí en cambio de invasiones africanas desde los tiempos de Carles Martel.

    Algo cansado estaba ya el público por lo abstracto de las teorizaciones, cuando el fiscal introdujo el capítulo de pruebas y testimonios que devolvieron a la sala la percepción concreta de la crueldad. No sólo se presentaron platos precocinados que el criminal conservaba en su frigorífico, alegando que un período de excesivo trabajo como asesor de una Ley del Libro Europeo le había forzado a guisar y congelar banquetes aplazados. También quedaban en su frigorífico restos de platos horripilantes, aunque la cocina consiga metamorfosear la crueldad gracias al uso de las salsas. Tenga valor de anécdota simplemente la circunstancia de que al alegar Ebuka sus preferencias por salsas emparentadas con la nacionalidad del devorado fue duramente contestado por uno de los pontífices de la nouvelle cuisine, quien le acusó de ser algo peor que un caníbal, le acusó de ser un miserable escoffierano sin posible perdón de Dios.

    —¿Considera Ud. que es imposible utilizar una Sauce Regence para acompañar un fricassé hecho con carne de espalda de turista escocés, por ejemplo?

    Espetó Ebuka sarcásticamente y el cocinero, reprimiendo la náusea que le provocaba aquella blasfemia, contestó acaloradamente:

    —El señor Ebuka desconoce que la Sauce Regence es adecuada para pescados, puesto que se basa en la mezcla de vino del Rhin y fondos de pescados mezclados con champiñones y trufas frescas.

    —¿Y en el caso de que el pescado no entre en la dieta?

    —En ese caso, jamás recurrir a una Sauce Regence.

    —¿Qué salsa hubiera empleado usted para un fricassé de espalda de escocés?

    —¿Se trataba de una espalda tierna?

    —Era un escocés cuarentón.

    —En ese caso guisar un fricassé ya es un riesgo, y si es inevitable ahí tiene usted una Sauce Venaison o una Sauce Salmis, siempre teniendo en cuenta el natural correoso de la carne humana.

    —Puedo asegurarle que mi guiso estaba muy bueno.

    —De usted me lo creo todo.

    Sentenció despreciativamente el cocinero, lo que mereció una intervención del señor juez, en el sentido de que no contribuyera a prejuzgar al acusado. Temió entonces el fiscal que la neutralidad casi científica alcanzada por el debate pudiera desculpabilizar la imagen de Ebuka y pasó al turno de pruebas circunstanciales, como la exhibición de los menús manuscritos por el acusado, en los que se recogían pasadas y futuras experiencias, es decir, actos caníbales consumados y por consumar. La lectura de estos escritos provocó primero náuseas, luego indignaciones y finalmente lágrimas cuando con despiadada asepsia el fiscal leyó la receta del lettaiolo, postre italiano en el que Ebuka había mezclado las más desalmadas perversidades.

    El menú hallado por la policía entre muy variados e interesantes apuntes de Ebuka, era ofensivamente proteínico, condicionado por su apreciación proteínica de Europa, ilustrada por un conocimiento casi diabólico de la gastronomía universal. Es más. Al frente de tan macabros apuntes figuran apreciaciones del mismísimo Jean Anthelme Brillat Savarin sobre las carnes, compuestas, según su saber, por fibra, que es lo que primero aparece después de la cocción. Brillat Savarin constata que la fibra resiste el agua hirviente, conservando la misma forma, aunque perdiendo parcialmente sus envolturas. A fin de convertir la carne en tajadas, observa muy agudamente el gastrósofo, debe cuídarse que el ángulo que forma la fibra con el ángulo del cuchillo sea recto o casi. Así trinchada, la carne presenta más agradable aspecto, sabe mejor y se mastica con mayor facilidad. Con la misma curiosidad y minuciosidad que Savarin, Ebuka había anotado que los huesos se componen de gelatina y fosfato cálcico, aunque con la edad disminuye la porción de gelatina y los huesos de una persona, por ejemplo, de setenta años, no son otra cosa que "...mármol imperfecto", es decir, son fáciles de romper y por eso los ancianos son tan prudentes en la previsión de posibles caídas. Sabía Ebuka, como Savarin, que la carne tiene albúmina y que se coagula a una temperatura de 40 grados y que es la albúmina la que forma la espuma en los pucheros, dispuesta a arruinar los más poblados pots au feu. Especialmente estremecedora fue la nota de que también se encuentra gelatina en los huesos y en las partes fofas y cartilaginosas, habida cuenta de que Ebuka, a partir de estos criterios, había guisado a un agente de cambio y bolsa de Munich especialmente grueso y fofo, en opinión de su viuda, testigo banal que se extendió en consideraciones divagantes de este tipo a lo largo de toda su intervención ante el tribunal. No quiero proseguir en este balance de horrores en los que la pretendida asepsia científica de una fisiología del gusto se puso al servicio de una cocina diabólica y sabiamente estudiada para que estuvieran representados los principales sabores europeos. Pero sí creo necesario llamar la atención sobre los efectos nocivos de la cultura cuando se convierte en coartada de toda clase de conductas, como si la voluntad de conocer no tuviera límites morales y pudiera utilizarse siempre como máscara, incluso máscara de caníbal revanchista que trata de vengarse de los efectos acumulados de lo que antes se llamaba división internacional del trabajo y desarrollo desigual y hoy, más propiamente, se cobija bajo denominaciones alejadas del espíritu de la lucha de clases internacional, sabiamente formuladas por la filosofía del lenguaje de la Unesco, la institución que más ha hecho para que el lenguaje político se hiciera cultural y perdiera dramatismo histórico.

    La obsesión de Ebuka por la proteína europea se plasma en la simple enumeración de sus menús:


Entrantes:

    Tripas de español y española (a partes iguales) al estilo del mondongo del barrio de Triana.

    Riñones de ciudadano británico, a ser posible esposo consorte de especialista en urología.

    Una pequeña ración de gense hutsepot, cazuela flamenca hecha con distintas carnes, con la excepción de carne de valón, regadas con jeneber frío.

Platos de fondo
(optativos o no):

    Solomillo de aduanero francés al foc-demi-cru de abadesa del Perigord.

    Brochette de azafata griega aromatizada con salvia de la isla de Skorpios.

    Salchichas blancas de carne molida de agente de cambio y bolsa de Munich con patatas criadas en las próximidades de cementerios de minorías étnicas.

    Frikadeller, albóndigas compuestas de mezcla de ciudadanos daneses y noruegos (60% y 40%, respectivamente), fritas en mantequilla elaborada con leche de danesa o noruega, sin preferencias explícitas.

    Irish stew de pescuezo de irlandés, con guarnición de cebada y hortalizas (aunque es casi seguro que esta guarnición fue incorporada por ingleses metropolitanos ricos, en un momento histórico difícil de determinar).

    Hígado de portugués adobado con vino, vinagre, especias, cocido con tocino ahumado obtenido de la panceta de un portugués emigrante.

    En cuanto al postre, impresionó mucho a la audiencia la morosa explicación de cómo había cocinado Ebuka el lattaiolo con leche de madres jóvenes florentinas, cáscara de limón, dos huevos enteros (de gallina, naturalmente), vainilla, yemas de media docena de huevos, dos cucharadas de harina, nuez moscada rallada, canela molida y azúcar lustrado, apenas cien gramos porque este plato puede ser peligroso para los diabéticos. No sólo los italianos presentes entre el público, lógica y directamente emocionados, sino también los españoles, aunque el horror en este caso fue totalmente comunitario, reaccionaron visceralmente ante lo que consideraban una agresión a la más profunda memoria de sus madres. Si el hombre, y algunas mujeres, al decir de Saint Exupery, pertenece "al país de su infancia", su paladar-patria se origina en el sabor de la lecha materna o en su defecto de cualquier sucedáneo Nestlé que se le aproxime. Pero no, Ebuka no había condimentado el lattaiolo a partir de cualquier leche concentrada, sino que había ordeñado, Dios sabe por qué procedimientos, a jóvenes madres florentinas que vagaban por Estrasburgo en busca de sus renombradas charcuterías y, sin que se conozcan ulteriores utilizaciones de las donantes, había hecho un uso sacrílego de aquella leche.

    —¿Con qué derecho vosotros, mamones de leches sintéticas, me pedís explicaciones por una utilización cultural de leche humana?

    Respondió arrogantemente Ebuka al indignado dolor de la sala y estuvo en un tris que un diputado comunista español que amaba mucho a su madre no le agrediera entre el desconcierto general y el campanilleo histérico de un juez, a todas luces desbordado por aquella vorágine de sentimientos.

    Una reseña del juicio sería insuficiente si ocultara una anécdota susceptible de convertirse en categoría. Desde la justa necesidad de poner en evidencia la barbarie del caníbal, el fiscal aportó como prueba el hallazgo en su domicilio de una docena de lavativas de distintas procedencias, tamaños y épocas, esgrimidas como constatación de las perversas inclinaciones de Ebuka. Ante la desdeñosa sonrisa del acusado, exigióle el juez que diera una explicación suficiente para tan escatológico hallazgo. Y el perverso salvaje tuvo el cinismo de utilizar la cultura exquisita de Grimod de La Reyniere para esgrimir el argumento de que todo cocinero debe ser purgado, según una fórmula que el gastrósofo resumió de esta manera: "Cuando sintáis que vuestro cocinero se abandona, que sus guisos van cargados de especies con demasiada sal y sabor muy fuerte, podéis estar seguros de que ha perdido la sensibilidad y de que ya es tiempo de pedir ayuda al boticario. Preparad entonces bien al sujeto, con dos días de dieta y de lavativas, dadle una pócima purgante basada en maná de Calabria, ruibarbo, casia y sal de Sedlitz, con dosis ajustadas a la mayor o menor insensibilidad de su paladar. Dejarle reposar luego un día, retirarle la purga para acabar de allanar los humores y, después de dos días de reposo total, podréis enorgulleceros de tener a un hombre completamente nuevo". Y no contento con tan siniestra utilización de un eminente filósofo de la raza que había devorado, clavó sus ojos en el juez y asumiendo el manojo de lavativas que le mostraba, remató su baladronada asegurando que el mucho probar las comidas, los olores de los hornos, el beber continuamente, y no siempre buen vino, para guisar, el vapor del carbón, el humo y la bilis, desnaturalizan las facultades del mejor cocinero y provocan una grave alteración en los órganos de degustación del profesional del gusto. "El paladar se embrutece —señoría—, desaparece la capacidad de apreciar la textura, la finura, la sensibilidad que da razón de ser al sentido del gusto. Al final el gusto se llena de basura y se convierte en algo tan insensible como la conciencia de un viejo juez". No sólo por el hecho de que el juez fuera viejo, sino por las evidencias acumuladas en su contra, Pierre Ebuka fue condenado a cadena perpetua y a cumplirla como ayudante de cocina de una sección de la McDonalds instalada en el castillo de If. En la memoria de todos los que asistimos al acto quedará la inútil y última defensa que Ebuka hizo de su perdida causa cuando se le concedió el uso de la palabra.

    —Jamás habéis aplicado vuestra oreja sobre los campos en el momento en que las lechugas aúllan de dolor cuando las cortáis o habéis puesto vuestra mano sobre el corazón de la vaca cuando presiente su muerte, nada más entrar en el callejón kafkiano de un matadero municipal, legitimado por todas las ordenanzas de la CEE. Sólo conocéis el miedo a morir o la muerte como una cuestión de hombres y mujeres, siempre y cuando esos hombres y esas mujeres se parezcan a vosotros, convertidos en espejos de vuestro propio riesgo.

    Un espectáculo tan bárbaro tuvo terribles secuelas. Un mes después, aproximadamente, fue detenido un alto cargo de la CEE acusado de haberse comido a una joven encuestadora que se ganaba la vida contribuyendo a establecer estadísticas sobre el uso del transporte público entre los eurócratas. Fue una auténtica chapuza. Quiso hacer un salmis y le salió un ragout.


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