Creado el 27/1/98.
Más cosas sobre Vázquez Montalbán y Cuba.
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Creemos en la revolución
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
EL PAÍS, 18 / 1 / 1998.
Sobre el edificio principal del aeropuerto de La Habana se lee un lema que es un auto de fe: creemos en la revolución. Ignoro si el cartel permanecerá en el momento en que Juan Pablo II aterrice en uno de sus viajes más misioneros y polisémicos. Misioneros porque la visita forma parte de una complicadísima partida de ajedrez espiritual en la que Castro quiere conseguir el aval a su concepción materialista del Espíritu o de la historia y la Iglesia un espacio material para que se mueva el Espíritu Santo por la isla, al menos con parecidas facilidades a las que goza Changó, el dios del fuego, del rayo, del trueno, de la guerra, de los ilú-batá, del baile, la música y la belleza viril. Changó, no olviden el nombre del dios afrocubano, patrón de los guerreros y los artilleros, es como santa Bárbara.
Polisémico porque este viaje es una obra más abierta que Rayuela y se está leyendo desde los más variados abecedarios: los que lo ven, para mal o para bien, como una legitimación vaticana del castrismo; los que piensan, para bien o para mal, que la visita del Papa y el repentino protagonismo de la Iglesia cubana es una versión del caballo de Troya en Polonia, o en la URSS o en Managua; destaca por la sutileza la lectura de que el viaje es un pacto implícito, incluso quizás explícito, entre Cuba, Estados Unidos y el Vaticano para crear un pretexto aliviador de la tensión entre la revolución cubana y el imperio; a las sobras de tan sibilina jugada, la estrategia española estaría esperando un balance positivo de la visita papal, por mínimo que sea, para justificar un retorno a la normalidad en las relaciones diplomáticas hispano-cubanas.
Tal vez la lectura más elemental y eficaz consistiría en pensar que los dos concertantes de tan raro contrato espiritual quieren ganar tiempo: el Vaticano asume una cierta estabilidad de la revolución pasados los años de zozobra del periodo especial y se prepara para ese futuro apostólico emocional que las iglesias han recuperado últimamente cuando se desmoronan las apuestas laicas por el sueño de la razón, y el castrismo necesita tiempo para reconstruir el consenso espiritual de las masas desabastecidas y un discurso alternativo y a la vez posibilista frente a la ofensiva del capitalismo globalizado. Bertold Brecht dixit: primero el estómago y luego la moral.
Presencio en la sede diplomática italiana la intervención en televisión del cardenal de La Habana, monseñor Ortega, rodeado de diplomáticos, algún político revolucionario y Mauricio Vicent, nuestro hombre en La Habana y tómenselo como una licencia metafísica más que literaria, porque Vicent sabe tanto sobre Cuba que parece una agencia de información en persona. Primera comprobación rigurosamente posmoderna: puesto que el cardenal Ortega, arzobispo de La Habana, está saliendo en televisión, el cardenal existe.
Es la primera vez que un líder filosófico, para utilizar una calificación utilizada por Castro para asumir la pluralidad tolerable, dispone de una pantalla televisiva estatal y actuante sobre toda la audiencia potencial posible. En sus intervenciones directas desde el púlpito, el cardenal Ortega es conocido por la contundencia prudente, pero contundencia, de sus juicios sobre el status del catolicismo en Cuba. Se esperaba pues con curiosidad la forma y el fondo de su primera aparición en televisión y los allí reunidos coincidimos en que había estado habilísimo.
Flanqueado por una foto del Papa y una reproducción de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, el cardenal se subió a las metáforas bíblicas: «¿Quién dice la gente que soy?», preguntó Jesús a sus discípulos y fue Pedro quien mejor le respondió: «Eres el hijo de Dios vivo». Premiado con ser piedra y con la promesa de que sobre esa piedra se edificaría la Iglesia, Pedro fue la cabeza visible del cristianismo y así hasta ahora en que esa representación la asume un Papa polaco. El cardenal midió espléndidamente las proporciones. Creer en Cristo es creer en el hombre y amarlo, porque, se preguntó con san Juan, ¿puede ser un buen cristiano aquel que ama a un Dios que no ve y en cambio es incapaz de amar al hombre que ve? La exaltación de la dignidad concreta del hombre concreto también es pues no sólo un legado convencional cultural que abandera a la revolución, sino que es un mandato secular cristiano. El Papa está a favor de la vida y por eso lucha contra el aborto y reflexiona sobre el sentido de la pena de muerte o reivindica los derechos materiales del hombre: alimentación, sanidad, educación, es decir, muy en la línea del concepto de derechos humanos que Castro ha expuesto a Frei Betto o Gianni Miná o Tomás Borge en tres de sus más famosas entrevistas.
Claro que el cardenal no podía eludir la libertad como derecho, pero identificada con la verdad, porque la verdad te hará libre, aseveración providencialmente próxima a «la verdad es revolucionaria» de Ernesto Che Guevara.
El cardenal Ortega fue un estudiadísimo sistema de señales y especialmente percibida su reivindicación nacionalista recordando el patriotismo polaco de Juan Pablo II. Lo que el cardenal español Tarancón consideraba excesivo, según me reveló en 1984 («Este Papa es demasiado polaco», o «Se cree que todo el mundo es Polonia»), se ha reconvertido en una sobreimpresión ideológica sobre la renovada lectura nacional patriótica de la revolución cubana.
El debate ideológico en Cuba prescinde progresivamente de Lenin y asume cada vez más a Gramsci uno de los inspiradores del nacional-comunismo, desde el supuesto de que la piedra fundamental de la revolución cubana es el pensamiento de Martí. En un momento en que lo soviético es víctima de todos los desdenes por parte de los cubanos, el cardenal recordó que Juan Pablo II y los polacos lucharon contra la impuesta hegemonía soviética y recordó que Juan Pablo II ya se ha pronunciado contra el capitalismo salvaje, contra el liberalismo y contra bloqueos económicos que hacen sufrir a los pueblos.
Era imposible acercar más al espíritu de la historia al Espíritu Santo y fue entonces cuando Su Eminencia Reverendísima estuvo en condiciones de pedir a los cubanos que abrieran sus hogares y sus corazones al representante de Cristo en la Tierra: como un paso de Dios por nuestra historia. Hay que tener en cuenta el especial momento político-emocional cubano, a medio camino entre las angustias del periodo especial y una visión de la salida del túnel para captar todas las significaciones de tan estudiada alocución. Perdida la esperanza revolucionaria tal como se entendió en el periodo en que el Che pedía dos, tres, cuatro Vietnam, es imposible mantener sine die una expectativa revolucionaria rodeada de tan duras condiciones de supervivencia, sin un proyecto que relance o el entusiasmo o la paciencia de las masas.
Siete años después de la caída del muro de Berlín y de la hegemonía del pensamiento único neoliberal, sin que en esos siete años el liberalismo económico haya conseguido cumplir el propósito bicentenario de sus fundadores de traer la felicidad a este mundo, desde la redundancia de una revolución isleña y aislada, Cuba necesita no sólo ayudas comerciales e inversoras, sino ayudas culturales, si entendemos cultura como consciencia de la relación del ser humano con el mundo que le rodea y con la delimitación de sus necesidades reales y el derecho a satisfacerlas, ahora y en el futuro. La crítica al neoliberalismo de la Iglesia abre una posibilidad de coincidencia ideológica, como la abre un nacionalismo entendido como derecho a la diferencia dentro pero a pesar de la globalización. Cómo introducir la lógica del Tercer Mundo dentro de la lógica del mercado único, de la verdad única, del ejército gendarme único, he aquí una posibilidad de renovación del discurso teórico y de la estrategia castrista.
Un bien de Dios.
Desde esa estrategia, la visita del Papa es un bien de Dios, y desde la milenaria estrategia vaticana, que Dios pase por la historia de Cuba sin duda traerá consecuencias en la llamada sociedad civil que aquí, naturalmente, no coincide con la reducción de la burguesía, sino con las personas y los sectores sociales acampados extramuros del sistema.
A la vista de la endeblez demostrada en los países de socialismo real por aparatos de vertebración tan teóricamente inexpugnables como el Ejército, los cuerpos de seguridad o el partido y de lo que tarda en llegar ese hombre nuevo al que han llamado en su auxilio todas las revoluciones desde la humanista de los siglos XIV y XV, el sentido común político y, por qué no, revolucionario, exige plantear nuevas expectativas socialmente asumibles y la revolución bien vale una misa.
En un momento en que crece en Latinoamérica la lectura crítica de las consecuencias de la globalización económica llevada al ritmo del economicismo social y políticamente más ciego, ¿por qué no historificar a Dios, a Cristo como Dios vivo o a la Iglesia como subalterna compañera de viaje patriótico? No todas las respuestas a esta pregunta son las mismas.
Hay quien piensa que el Vaticano va a plantar los huevos de la serpiente y por La Habana circula el chiste, entre mil, de que Juan Pablo II está dispuesto a conocer al diablo en persona. Castro tiene a su alcance el acceso a otra verdad fundamental. Si por su proximidad a la revolución ya sabe si es verdad o mentira, estar tan cerca del Papa, el representante de Dios en la Tierra, quizás le ayude a despejar otra incógnita que ha dado mucho que pensar, hablar y temer.
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