Creado el 17/2/2002.
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La crisis y la cultura en España antes de que llegue 1984
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
conferencia en los Primeros coloquios internacionales organizados por el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Santiago de Compostela los días 8 y 9 de mayo de 1980. Incluida en el libro Cultura y medios de comunicación en sociedades dependientes, Edición de Miguel Cancio, Ediciós do Castro, A Coruña, 1982.
Como un eco tardío de lo que se lleva en el seno de situaciones culturales más maduras, llega ahora a España el tema de la crisis de la idea del progreso y el revival de la premonición literario-política de Orwell: 1984. Casi todos los analistas de la crisis de la idea de progreso se remontan al libro clásico de John Bury: La Idea de Progreso. Triste sino el de la cultura española. Sus aproximaciones al sentido progresivo-burgués de la política de la cultura han sido históricamente frustradas por las poderosas fuerzas reaccionarias que tenían en su interior y cuando aparecía que por fin estaba al alcance de la mano el sentido progresivo de la historia, resulta que la burguesía lo ha clausurado y ha puesto sobre las puertas de los templos del optimismo histórico la leyenda: Cerrado por defunción.
España se ha incorporado al concierto o desconcierto de los estados democráticos en el punto álgido de la crisis del neo-capitalismo, insinuada a fines de la década de los 60 y todavía hoy con una duración profetizada de 15 años (los optimistas) o 30 (los pesimistas). La crisis del neo-capitalismo se refleja en la interrupción del crecimiento progresivo de la tasa de beneficio y de la capacidad de acumulación capitalista. Esos efectos se atribuyen a las conquistas alcanzadas por los trabajadores en los países de capitalismo desarrollado y a la quiebra de la división internacional del trabajo vigente desde fines de la Segunda Guerra Mundial. El capitalismo pugna por reinstaurar la "disciplina de trabajo" tanto por el centro como en la periferia del sistema. No es misión de esta ponencia irse al Irán para reflejar la quiebra profunda que afecta a la división internacional del trabajo, sino quedarse en España y comprobar los efectos culturales de la crisis capitalista. Para hacer frente a la crisis en su propio territorio metropolitano, el capitalismo ha recurrido a una implacable batalla legal y cultural con el fin de amedrentar a las fuerzas progresistas. La batalla legal se traduce en una interpretación subjetiva endurecida de cada superestructura legal, utilizada como un corsé flexible que cada poder judicial afloja o estrecha según las necesidades de la clase dominante. La batalla cultural se aplica a inocular pesimismo histórico, incluso catastrofismo, para amedrentar a las clases ascendentes, y forzarlas a detenerse cuando no a retroceder para "conservar" un determinado estatuts de supervivencia. Esa inoculación se ejerce a todos los niveles: desde los tiburones cinematográficos que se comen a las muchachas desnudas, hasta los fisiólogos que descubren la finitud celular del cerebro humano, pasando por los articulistas domingueros que se plantean incluso la posibilidad de un apagón solar. El pesimismo histórico quiere ser utilizado por la burguesía para asustar a sus antagonistas, conservar la iniciativa y, al mismo tiempo, empieza a ser también una bandera de la izquierda, incluso de la izquierda marxista, para concienciar sobre la criminalidad de un sistema que nos lleva al desastre con tal de conservar su tasa de beneficios, su capacidad acumulativa.
Lo cierto es que la batalla cultural de fondo planteada en el seno de la metrópoli o de sus provincias -y España es una provincia de esta metrópoli- es una batalla desigual, en la que compite el pesimismo organizado desde los aparatos de la burguesía, el pesimismo crítico de la izquierda radical y los planteamientos, hoy por hoy, casi meramente enunciativos, de la llamada izquierda establecida, partidaria de un modelo alternativo de desarrollo. No se sabe muy bien si un modelo alternativo implica una nueva idea de progreso que nada tiene que ver con el progreso acelerado y aparentemente espontáneo defendido por el capitalismo o si se limita a ser un modelo ordenador del caos. Creo que en la caracterización misma de ese modelo alternativo está la caracterización real de una visión reformista o revolucionaria de una alternativa socialista a la crisis capitalista.
Este planteamiento abstracto es una propuesta sublimada de las situaciones reales operantes en el sistema capitalista, pero al aplicarlo sobre España había que tener en cuenta su peculiaridad histórica. En España se sale del proteccionismo cultural, de la dictadura, para entrar en la concepción liberal en un momento de aguda crisis del sistema. Esa crisis, hasta ahora, ha sido abordada desde una perspectiva neoliberal que se traduce económicamente en dejar a la suerte del mercado cualquier iniciativa cultural en administrar políticamente los resultados de la asfixia del mercado, teniendo en cuenta la incompetencia manifestada por los sectores más conscientes y progresivos del conjunto social para ofrecer alternativas culturales a la oferta capitalista. Ni siquiera cabe esperar UNA BENEFICIENCIA CULTURAL en general o informativa en particular, movida desde el Estado, porque el Estado tiene la coartada de la crisis, de problemas asistenciales más urgentes y el objetivo real de no facilitar la existencia a ningún medio de producción cultural susceptible de serlo antagónico.
Es decir, en el terreno de la cultura se experimentan los efectos de una estrategia de sistema y de clase ante la crisis, dirigida a desmantalar o imposibilitar la respuesta del antagonismo histórico, respuesta especialmente temible por la dimensión globalizadora de la crisis, porque afecta incluso a la verosimilitud de la idea de progreso en que el capitalismo ha tratado de integrar al conjunto de la sociedad, por encima de la conciencia de clase. En un momento en que ya el viejo dilema o socialismo o barbarie se complementa con el de o capitalismo o supervivencia y se ejemplifica en la ruina de todo el sistema de valores de la civilización capitalista la respuesta a la defensiva, coactiva, nihilista, que está dando este sistema constituye un suficiente diagnóstico del grado de su enfermedad.
Esa actitud a la defensiva se ha manifestado a distintos niveles, pero habría que privilegiar al ejemplar nivel en el que se han encontrado agentes de alta cultura y medios de comunicación para iniciar una sistemática campaña en contra del marxismo, que no se corresponde ni siquiera con la instalación política del marxismo en España, sino con el rigor con que el marxismo puede diagnosticar la agonía del sistema y ofrecer alternativas radicales. Frente al marxismo se opone una alianza impía de neo-liberales en economía, neo-autoritarios en política con ilustraneo-anarquistas más apreciados si ofrecen la connotación de ser ex-marxistas. La lucha contra el marxismo es una cruzada cultural internacional que unifica la filosofía del rearme ideológico neoliberal de la Trilateral y la filosofía del nihilismo desencantado de estetas conformantes de la nueva reserva espiritual de occidente. Esta operación cultural no solo se da en la alta escritura especializada, cada vez más dedicada a la filología que al pensamiento, sino que impregnan los medios de comunicación aparentemente más banales y trata de inculcar a las clases populares la no ideología porque persigue su no identidad. Se persigue desidentificar al antagonista y ofrecerle la alternativa del espejo prefabricado que le devuelva la imagen de un superviviente que ha de agradecer, en el peor de los casos, la previsión del sistema demostrada en el seguro de paro.
En esta operación se mezclan los niveles de calité de los fugitivos, de las insuficiencias marxistas, cuando no de su vejez y superación, de su condición de ideología de "carrozas" incapacitados para el "rollo" de lo "modelno", con la acción impune de los medios de comunicación realmente masivos que en España están en manos del Estado (la Televisión) o de las multinacionales (el disco). El resultado de la acción coaligada de tan poderosos y cualificativos medios es la castración cultural de las masas, porque les impide una aprensión consciente del mundo que les rodea y del papel transformador que les corresponde. La burguesía trata de ocultar de este modo el callejón sin salida en que se encuentra, renuncia a la idea dialéctica de que en todo fin hay un principio y se instala en el fin como si la historia ya hubiera terminado.
La inteligencia crítica española (y en ella incluyo a buena parte de comunicadores y comunicólogos) había realizado un duro combate contra el fascismo, en defensa de las libertades democráticas. Consagradas en los papeles constitucionales, esas libertades democráticas se convierten en meras libertades formales cuando las clases dominantes se apoderan de ellas mediante el control de los medios de producción. No me produce ningún rubor el volver a resucitar el ABC del marxismo para reorientarme y tratar de comprender por qué la llegada de la democracia constitucional a España no ha desarrollado la creatividad esperada ni ha derrumbado las murallas de Jericó que compartimentaban la cultura. Puede decirse que hoy, como quien dice al día siguiente de la caída del franquismo, la inteligencia crítica española tiene que plantearse que la auténtica creatividad cultural está paralizada porque el problema no radica en recuperar las libertades democráticas como instrumentos, sino en detentar los instrumentos que hacen posible esas libertades democráticas y las convierten en agentes de cambio social. Aparece con toda su inutilidad el ejercicio peregrino de instalarse en las libertades formales y tratar de rellenarlas de un contenido de progreso, maniatado por la organización cultural actual, controlada cada vez más por el gran capital y sus servidores políticos.
La situación de crisis propicia la propuesta de una revolución cultural que apueste por un cambio de mentalidad, aquí y ahora, sin esperar la fatal condición de un cambio de poder de clase. El vacío cultural dejado por la crisis burguesa debe ser llenado por una alternativa de cultura socialista de masas, que ponga el optimismo de las clases ascendentes al pesimismo de las clases descedentes y que reconstruya la idea de progreso en su verdadero sentido de lucha contra las limitaciones del hombre hacia niveles superiores de plenitud.
El desencanto cultural de la burguesía ante la evidencia del grado cero de su sentido del desarrollo, no tiene que ser ni asumido ni corregido por las clases populares, sino sustituído por su propia jerarquía de valores derivada de sus propias necesidades objetivas y subjetivas.
Frente a la insolidaridad internacional que caracteriza un sistema mundial capitalista de supervivencia hay que plantear el valor positivo de la solidaridad internacional.
Frente al individualismo de triunfadores o supervivientes inoculado por la cultura burguesa hay que ofrecer los valores de la cooperación y de la solidaridad desarrollados entre las clases populares.
Frente al fomento irresponsable de necesidades artificiales hay que ofrecer nuevos objetivos de vida social, entre las que se encuentran el primordial de conservar la naturaleza frente a la depredación capitalista.
Frente a los esquemas de relaciones interpersonales basadas en la posesión y la instrumentalización productiva o reproductiva, ofrecer los valores de la plena comunicación responsable, valores que están culturalmente presentes en las reivindicaciones feministas y de la sexualidad marginada.
Y frente a la identificación entre progreso científico y desarrollo capitalista, oponer la identidad entre progreso científico y emancipación personal y colectiva.
Estas propuestas no pertenecen hoy día al territorio lejano de la utopía, sino al territorio que está bajo nuestros pies, porque se convierten en condiciones sine qua non para hacer posible la vida social. Los constructores de cultura en España no pueden permitirse el vivir la experiencia de sumergirse en la decadencia cultural de la burguesía para acceder a una etapa superior. La historia les ha vuelto a jugar la mala pasada de darles el billete para un tren que ya ha partido para no volver.
Ante todo hay que diagnosticar implacablemente la situación cultural que nos envuelve: una cultura gastada, desesperada, crispada, agotada, a la que no le cabe el recurso, siquiera, de mirarse al propio ombligo; unos medios de producción cultural cada vez más centralizados, copados por los aparatos del Estado o por una iniciativa privada que juega al beneficio o a la resistencia encastillada; una falta de conciencia real ante la situación que afecta, no solo a los filisteos, sino a amplios sectores de la vanguardia crítica, tanto de política como de lo cultural; una pobreza teórica instrumental para ofrecer una alternativa, derivada sobre todo de la concepción instrumental de la cultura que hasta ahora ha guiado la conducta de las formaciones políticas de la izquierda; una disposición mesiánica y excesivamente sacerdotal de las vanguardias más lúcidas ante las dimensiones reales del problema. Y si bien este diagnóstico valdría para cualquier situación residual y cualquier realidad social dentro del sistema capitalista, en España ese diagnóstico se agrava porque hemos salido de la nada fascista para entrar en la más absoluta pobreza democrática: el miedo es, por lo tanto, superior en los defensores del castillo, la impotencia es mayor ante los que están ante él y el marco general de desolación se deteriora porque ni siquiera hay una correlación de fuerzas, sino una correlación de debilidades.
Tal vez la crudeza del diagnóstico abra perspectivas para el hallazgo de una estrategia combativa. Las necesidades de una cultura progresiva en España empiezan por la necesidad de una toma de conciencia de las clases populares y esa toma de conciencia se conformará día a día ante las fracturas progresivas percibidas en la realidad. La ruptura de la dialéctica entre necesidad y satisfacción a esa necesidad ya es hoy un factor concienciador de condiciones sociales adversas al sistema. Por ahí empieza la nueva cultura. La capacidad persuasora de las iglesias culturales o de los sacerdotes se oscurece o se refugia en un lenguaje ocultista que acaba siendo simple verbalidad y no sirviendo siquiera como elemento de liturgia disuasorio. Por ahí continúa la nueva cultura, fraguando un lenguaje que sirva a las clases ascendentes para codificar el mundo que le rodea. La centralización impuesta por la simple mecánica capitalista o por el apetito de control, choca con el fracaso de una concepción pasiva de la cultura basada en la esclavitud del receptor frente al emisor. Estallará un policentrismo cultural al servicio de las necesidades de identidad y expresión de las clases populares.
Hay hechos, situaciones y disposiciones que, en este sentido, ya estan presentes a lo largo y ancho de los pueblos de España. No por un milagro étnico o sobrenatural sino como fruto de unas condiciones materiales comunes en todo el sistema capitalista. Cuando los analistas de la cultura burguesa empezaron a cuestionar la idea de progreso y se remontaron a Bury como profeta, trataron de vender la idea de finitud de progreso, sin darse cuenta que renunciaban a la posibilidad de progresar en otro sentido, sin darse o dándose cuenta de que querían hundirse o hundirnos con el barco de la civilización capitalista, prestándole el último favor cultural de la oración fúnebre. La sensación de crisis que nos envuelve a todos los que hacemos o padecemos cultura o comunicación o información en España, no es nuestra crisis. Es la crisis de un sistema que nos reclama complicidad porque ha tratado de educarnos y darle un sentido a nuestra vida y a nuestra historia. Un imbécil es aquel ser humano que se tira por la ventana cuando le dicen: tírate por la ventana. Pero más imbécil aún es aquel que se tira por la ventana sin comprobar primero si la ventana es real o simplemente dibujada.
Aun aquellos que sólo se sienten motivados por la lógica interna de la comunicación o de la cultura han de ver claramente que esa lógica sólo continuará ligada dialécticamente con el sentido de progreso ligado a la jerarquía de valores de la supervivencia y a la solidaridad. A la pesadilla utópica de Orwell, de una humanidad totalitarizada en 1984, podemos llegar por la fuerza del miedo a no sobrevivir, por la insolidaridad del sálvese quien pueda.
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