M.V.M.

Creado el
29/7/1998.


CARVALHO Y YO:
¿QUIÉN ES EL ASESINO?

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

El País, Babelia, 22 / 2 /1997


Veinticinco años de Carvalho. Nació en Yo maté a Kennedy, 1972, como un héroe subnormal a la sombra de mi ensayo Manifiesto subnormal. Lo editó Planeta porque la censura se lo prohibió a Seix Barral y la novela fue a parar a los montones de libros de saldo de El Corte Inglés. En una etílica noche de 1973, Pepe Batlló y Frederic Pagés me tomaron la beoda palabra: la novela española entronizada era una ilegible mierda jaleada por los preciosos ridículos de una crítica con complejo de cosedores del himen de la doncella literaria por el realismo social, los personajes tardaban 30 páginas en subir una escalera y era preciso recuperar la inocencia narrativa de las novelas de guardias y serenos. Es más, añadí, sin duda bajo la influencia de un whisky desorejado, yo soy capaz de escribir una de esas novelas en 15 días. Lo hice. Se nota. Tatuaje parece escrita por el aduanero Rousseau entre cuadro y cuadro.
    Veinticinco años después de Yo maté a Kennedy, Carvalho es un referente convencional en 24 lenguas y hasta lo citan como habitual de su imaginario quienes no han leído nunca las novelas que protagoniza. Ha recibido una docena de premios internacionales, uno de ellos concedidos por Sciascia expresamente a Asesinato en el Comité Central y El pianista, ex aequo, y alguna parte tiene Carvalho en el Premio Nacional de las Letras que Vázquez Montalbán recibiera en 1995. Las novelas de Carvalho, más allá de la transición española, trazan el viaje desde la edad de la inocencia de la década de los sesenta a la edad de todos los empleos precarios y desempleos estables, esta globalizada edad de la desesperanza. Carvalho se ha metido en las mejores nostalgias y los más lúcidos nihilismos y asiste a su edad de plata molesto con el autor que ha prometido matarlo en el 2000. Es más. Recientemente en Viena, Carvalho interpretó un monólogo contra Vázquez Montalbán (Antes de que el milenio nos separe), próximamente representado por el Teatro de la Abadía, según acuerdo con José Luis Gómez. Allí Carvalho dice todo lo que piensa de mí y denuncia cuántas veces se sintió traicionado por mis instrumentalizaciones. Partidario de la novela necesaria, aunque sea negra, fucsia o verde, Carvalho exige el reconocimiento de su contribución a una teoría de la desesperanza ética, laica final de milenio. Se sabe un mal protagonista de polar. Pocas novelas policiacas se niegan a desvelar quién es el asesino porque de hacerlo el lector se sentiría defraudado porque ha completado el largo viaje de la lectura sin conseguir la confianza del autor. El lector trata de saber tanto como el escritor, sea la novela policiaca o no lo sea, y se puede establecer un paralelismo entre la indagación de la finalidad del relato con el viaje que los filósofos griegos presentaban como la base del conocer: partir de las causas primeras hasta llegar a la causa última y a la vez original, alezeia, quitarle el velo a la diosa, alezeia, quitarle el conocimiento del asesino al autor.
    La cultura de la ficción, sea literaria o cinematográfica, ha escogido crear un prototipo de lector que sólo se conforma si le dan finales totales, preferibles los felices, pero pasen los infelices si son finales. Nada angustia tanto como descubrir que en todo fin hay un principio porque el espectador o el lector normalmente no se autorreconoce preparado para proseguir la vida, la historia, la nada o la ficción por su cuenta. El lector de novelas criminales quiere saber quién es el asesino, por qué y para qué, y muy pocos lectores aceptan el coitus interruptus por más genial que sea. Escasos lectores leen desde la fría aceptación de que se han metido en una realidad convencional construida con palabras y que por tanto deberían ser lo suficientemente generosos como para permitir al escritor que jugara con el tiempo y con las sanciones morales. El lector prefiere lo previsible y recuerdo que la novela de Agatha Christie que menos entusiasmaba a su público habitual era la más interesante literariamente, El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926). Alarde técnico, inusual en tía Agatha, el propio relator en primera persona es el asesino, frustrante evidencia final para el desorientado lector. El lector le quitaba velos a la diosa en compañía de un guía que era la mismísima diosa, la verdad, el asesino, la muerte.
    Esta necesidad de saber quién es el asesino no sólo es fruto de una curiosidad, sino también de una actitud moral: el crimen merece ser castigado. En la historia del relato criminal abundan los finales ejemplares de asesinos impresentables y ha sido la mejor novela negra contemporánea la que se ha atrevido a proponer la ambigüedad del mal y del bien como perversa unidad de contrarios. Incluso novelistas a lo negro hay que no castigan al asesino. Ayudan al lector a desvelarlo, pero una vez desnuda la verdad no aparece la policía, ni el señor juez para imponer el peso de la ley. A esta raza pertenece Carvalho, emparedado por la doble verdad, la doble moral, la doble contabilidad de la política delincuente o del delito politizable. Yo, es decir, Carvalho, jamás ha entregado un criminal a la policía o a la justicia. No pertenece a la deontología de un detective privado el sancionar con el aparato represivo por delante, pero es que además, puesto que estamos hablando de literatura, todo escritor sabe que el verdadero asesino de su novela es él mismo. El escritor es la chica del bar y el amante de la chica del bar, el gánster y el policía, el homosexual y el fascista, el marxista y el heterosexual, la víctima y el asesino. He tratado de convertir esta evidencia en la alezeia fundamental de mi hasta ahora última novela de Carvalho, El premio. Con la referencia mítica de ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el asesino de mi novela es el escritor. Es decir, yo. Y si no soy detenido en las horas que siguen a esta revelación es que ya no puedes fiarte ni de la literatura.