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BurdeosJOSÉ SAVALAdelanto editorial en exclusiva de la biografía de MVM que publicará SíntesisCuando las tropas franquistas con sus temidos, por parte de la población civil republicana, "moros" se encontraban a las puertas de Barcelona en enero de 1939, empezó la desbandada. La batalla del Ebro había desangrado las exhaustas fuerzas militares republicanas y la retaguardia ya no estaba dispuesta para ningún tipo de contraataque. Una vez ocupada Barcelona, el mando republicano en la región no tenía ni los medios, ni la preparación adecuada para que aquello no se convirtiera en una rendición incondicional y una carrera desesperada hacia la frontera y el exilio. La población esperaba entre temores y vanas esperanzas el fin de aquellos duros tiempos de hambre, dolor y muerte. Parece ser que algunos almacenes de la Intendencia republicana estaban repletos de provisiones ante el poco realista plan de resistir hasta que todas las democracias europeas se vieran involucradas en la guerra contra los totalitarismos. El hambre, la miseria y el miedo instaron a muchos a quedarse en sus casas y esperar acontecimientos. Algún francotirador disperso haría frente a los invasores con nulas posibilidades de éxito y todavía menores de conservar la vida. Evaristo Vázquez Tourón era subcomisario de policía en L'Hospitalet de Llobregat, pero ante el avance inexorable del ejército enemigo, con las comunicaciones cortadas, entre órdenes incoherentes y, a menudo, contradictorias, también él tomaría el camino de la frontera francesa en aquella carrera hacia el exilio. Para algunos la huida hacia el Norte, incluso a Francia, podría significar ciertas esperanzas de continuar la lucha. Para todos ellos su experiencia con los convoys de militares y civiles que se dirigían a la frontera, disipó cualquier atisbo de esperanza. Los civiles se unían a las columnas militares semi-desarmadas, no en busca de protección sino simplemente porque aquella era la única ruta. Hostigados por aviones de caza enemigos a los que los soldados sin munición intentaban hacer frente, millares de personas huían del avance franquista, muchos de ellos para no volver más. Los bosques de la carretera de Girona a Figueres estaban plagados de desertores republicanos y prisioneros de ideología falangista o monárquica que deambulaban hambrientos ante el abandono de sus captores. Los civiles intentaban llevarse algunas de sus pertenencias para salvar algo y que irían quedando abandonadas en los márgenes del camino. Mientras, las súplicas de los heridos que se iban quedando atrás partía el corazón de sus compañeros de lucha. ¿Pero de qué lucha? Todo se había perdido. Madrid resistía todavía, y aunque definitivamente aislada de sus suministros, Valencia no se había rendido. ¿Quién sabe si ahora las democracias occidentales despertarían de su descarado sueño y ayudarían a la República española con hombres y armas como no habían hecho con anterioridad? Evaristo Vázquez se había preparado en la Escuela de Formación Militar Republicana de Campins del Vallés, a instancias de sus compañeros de partido, el PSUC, Partit Socialista Unificat de Catalunya. No tenía las manos manchadas de sangre. Era simplemente un policía. Había alcanzado su meta de eludir la pobreza primero, y de trabajar en el campo después. Se había convertido en un funcionario. Para aquel hombre, esforzado autodidacta, lector habitual, que había aprendido a leer con poca ayuda y muchas ganas, el mundo parecía derrumbarse. Había perdido contacto con Rosa, su mujer. Volvería dentro de poco, cuando todo se aclarara. En el momento de cruzar la frontera francesa su afiliación política y la intervención de algún pequeño cargo republicano, algún miembro del Partido Comunista Francés o la misión internacional de la Cruz Roja, le ayudaron a eludir los campos de concentración de Argelers que el ejército francés había mal-acondicionado en la playa ante la avalancha de refugiados procedentes de Cataluña y de toda España. De momento, podía dirigirse a Burdeos. Con medios precarios, a menudo a pie, otras veces en el camión de algún campesino de la zona, llegó junto a algunos más hasta la capital bordelesa a orillas del Garona. Allí los partidos políticos tenían oficinas con precarios medios, alguna máquina de escribir para redactar informes destinados a las organizaciones internacionales solicitando asilo político. La guerra había terminado en abril. Muchos españoles pululaban por la ciudad, sin dinero ni medios, ante la imposibilidad de conseguir trabajo, entre otros motivos por el desconocimiento del idioma. La mayoría de aquellos refugiados vivía de una especie de limosna internacional que intentaba lavar las conciencias de las democracias europeas. Algunos organizaban grupos armados para cruzar nuevamente la frontera y sostener a los maquis que todavía luchaban, agazapados en las montañas contra el nuevo régimen de Franco, alineado con las potencias del Eje. Cuando sucediera lo inevitable, la próxima guerra mundial, España dejaría de estar del lado de los olvidados. No obstante, la población francesa miraba con malos ojos a aquellos sucios, desarrapados derrotados que se pasaban todo el tiempo en los cafés tomando a una consumición mínima y que además compartían. Cuando les echaban entre improperios se dirigían a las plazas donde pasaban las horas muertas discutiendo las razones de una guerra perdida. Pocos albergaban la esperanza de reemprender la lucha, casi ninguno. Su fe giraba en torno de las gestiones de las embajadas de Moscú, Santiago de Chile y la Ciudad de México. Se habían convertido en incómodos inquilinos del suelo francés. Tanto para aquellos refugiados como para muchos de los que se habían quedado en España, la guerra les había caído encima con los mismos efectos que una de aquellas bombas que habían sembrado la muerte, la rabia y la desmoralización. A Vázquez le llegó la buena noticia de que podía embarcarse para América. Solamente tenía que llegar hasta el puerto de La Rochelle, donde le esperaría un enlace. La idea de volver a América le debió gustar. Había pasado penalidades en Cuba cuando tenía quince años y había vivido allí durante ocho. Le dolía lo que dejaba atrás, la mujer que había dejado en Barcelona, no podía apartar de su mente a aquella luchadora anarquista, modista de profesión, pero todo se arreglaría y volvería pronto. A pesar de todo algo le decía que podría ser distinto esta vez; era gallego y ya se sabe: los gallegos no viajan, emigran. Evaristo Vázquez había nacido en San Juan de Mulos, un pequeño pueblo cercano a Monforte de Lemos, en la provincia de Lugo, en el año 1905. A la edad de quince años sus padres lo habían enviado a trabajar a Cuba. La economía familiar no daba para casi nada y enviar al hijo a hacer las Américas permitía cierto ahorro. Si el hijo hacía fortuna esperaban que se acordara de sus padres y hermanos. No había casi nada que perder. A finales de los años veinte, la enfermedad del padre obligó al regreso. Lo peor del retorno era que se veía atado a la pequeña propiedad rural. Al cumplir los 25 años emprendería otra vez el camino de la emigración. Su sueño: conseguir trabajo en la administración pública. Desgraciadamente la carencia de estudios hacía que aquel sueño se convirtiera en una quimera imposible. Después de haber pasado previamente por Madrid, se trasladó a Barcelona durante la Exposición Universal de 1929, donde encontró trabajo como descargador en el muelle. Tanto su experiencia americana como su origen rural y las injusticias que había visto y padecido le hicieron abrazar las ideas de izquierda. Se afilió primero a la sección catalana del Partido Socialista Obrero Español, para luego, en julio de 1936 participar en la fundación del PSUC, fusión de varios partidos de izquierdas, de ahí lo de "Unificat". El secretario general del partido, Joan Comorera, le conocía y sentía aprecio por aquel chico y le aconsejó hacerse policía de la Generalitat de Cataluña, como así hizo. Después de todo era una manera honesta de optar al tan ansiado funcionariado, que le alejaría definitivamente de las duras labores del campo. Después de la experiencia, y tal como iban las cosas en España, volver a América era mejor que quedarse de brazos cruzados en aquel Burdeos tan húmedo como primaveral. Además conocería otro lugar, México debía ser tan bonito o más, que Cuba. Cuando casi todo estaba dispuesto llegó un enlace procedente de Barcelona; le dijeron que quería hablar con él. La noticia le llenó de alegría el corazón, especialmente en aquellos días de malas noticias: iba a tener un hijo. No se iba a América, volvía a Barcelona. Así lo había decidido y así lo haría. Su vida había cambiado justo en el momento en que estaba a punto de embarcarse. Volvería a Barcelona. No iba a pasarle nada. Él no había hecho nada. Había sido un simple policía que acataba las normas del gobierno legalmente establecido. Dejaría Burdeos por Hendaya y desde allí llegaría como pudiese a Barcelona. Cruzar la frontera no era tarea fácil pero ya en tiempo de guerra aquella frontera había sido traspasada cientos de veces a pesar de estar oficialmente cerrada. Se repetía muchas veces su defensa ante un hipotético tribunal militar: no se le podía acusar de otro delito que el de ser un funcionario fiel al gobierno legalmente establecido. En aquel momento de felicidad no se daba cuenta de lo ingenuo que era y posiblemente desconocía que los tribunales militares franquistas dictaban numerosas sentencias de muerte todos los días. Había cruzado la frontera y se sintió feliz de volver a estar en España donde se hablaba su lengua. De repente se le heló la sangre cuando un miembro de Falange gritó su nombre y corrió hacia él, acompañado por unos carabineros del cuerpo de aduanas. La cara le sonaba. Aquel desconocido era un falangista, un miembro de la quinta columna al que él había detenido tiempo atrás en Barcelona. Sufrió empujones, golpes y se vio entre rejas. Desde la frontera vasco-francesa no tuvo problema para llegar a Barcelona. Haría el viaje en un tren de prisioneros. Sus, así llamados, crímenes habían tenido lugar en Barcelona y allí sería juzgado. Vio a su hijo recién nacido en la sala del juzgado pero no pudo tocarle, ni hablar con su esposa. El niño tenía quince días. La madre lo había llevado para apaciguar los ánimos del tribunal. El fiscal pidió la condena de muerte. Le cayeron veinte años, de los que cumpliría cinco. A su hijo lo vio dos veces en esos cinco años. Entrevistas con doble reja en la cárcel Modelo de Barcelona. Estuvo en los penales de Burgos y Belchite. Sus visitas a la capital catalana fueron debidas a revisiones del juicio. En las cárceles franquistas tendría que sobrevivir a unas condiciones inhumanas, al hambre, al frío y lo peor de todo: las noches de "sacas", cuando un grupo de falangistas borrachos se podía presentar en el penal, sacarle junto a otros de la cárcel para simular un fusilamiento por pura y simple diversión. Allí descubriría, si no lo había hecho ya durante la guerra, la brutalidad humana. Su nieto, Daniel Vázquez Sallés, comentaba en un artículo publicado en El País que había muerto de alguna manera en 1944, fecha en que salió de la cárcel. Se benefició de un indulto. Uno de aquellos indultos necesarios en el primer franquismo porque las cárceles estaban llenas. De todos modos, se tuvo que seguir presentando en comisaría hasta 1959. Su hijo sería detenido por causas políticas un par de meses después de que él dejara de tener la obligación de personarse en la sede policial. Una vez en la calle, las circunstancias sólo le permitieron conseguir trabajos como cobrador de seguros, repartidor de sombreros o mozo de almacén. La posguerra no iba a ser nada fácil y las condiciones a las que estaban sometidos los de su clase social, los perdedores de la guerra civil, le condenarían a una vida de esfuerzo y escasas posibilidades. Lo que no pudieron arrancarle las prisiones franquistas y los juicios sumarios fue su fe en la educación: su hijo tendría las oportunidades que él no había tenido mediante el estudio. La guerra y la cárcel le dejarían unas secuelas imborrables en el ánimo y la sensación de que algo mucho mejor se había perdido para siempre el día en que se perdió la guerra. La República y todos los nombres asociados con ella adquirirían una dimensión mítica. Como comentara su nieto escritor: "Era Evaristo un hombre bueno, pero la posguerra le encalleció las formas y al salir de la prisión se llevó los barrotes consigo". * José Saval es profesor de Literatura Peninsular Contemporánea en la Universidad de Edimburgo. |