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La deconstrucción de la esperanzaMANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁNEL PAÍS, 7 / 11 / 1999La caída del muro de Berlin es a la vez línea y catástrofe imaginaria. Habermas se plantea si hay que aprender a fuerza de catástrofes cuando se enfrenta a la obligación de hacer un diagnóstico del siglo XX, convergente con el de Hobsbawn en La Era de los extremos: El corto siglo XX, 1917-1991. Si bien la caída del muro fue saludada como el inicio de una historia sin bipolarizaciones y sin chantajes atómicos, diez años después asistimos a algo parecido a una deconstrucción de lo tan difícilmente construido por la razón solidaria y humanista a lo largo de más de un siglo: la filosofía del desarme, la descolonización y la construcción del Estado social. Como si mediante la ingeniería genética el ave fénix del capitalismo se resignificara emergente de los cascotes del muro de Berlín, su antigua lógica reaparece maquillada de modernidad, justificando con la coartada de la globalización el desarrollo armamentista y el intervencionismo militar, las relaciones de dependencia fatales entre globalizadores y globalizados y la no función del Estado social, presentado como un lastre para la extensión de la red de poder económico y mediático que fijará un nuevo orden.
Una inteligentísima derecha que niega la división entre izquierdas y derechas, hegemoniza el discurso cultural mientras copa la parte sustancial de la red mediática global y deja la iniciativa programadora en manos de los centros de diseño económico, propiciando un economicismo determinista ciego ante el coste social y ecológico del crecimiento. Si bien el mercado aparece como el Gran Legitimador de lo bueno y lo malo y por lo tanto de lo necesario, el discurso se uniforma y se centraliza mediante la progresiva inculcación de pautas culturales regresivas en consonancia con el totalitarismo del pensamiento único neoliberal. En ocasiones se produce la aparente contradicción de que esa reforma neoliberal basada en la libertad de iniciativa frente al gregarismo estatalista debe apoyarse en un neoautoritarismo militarizado para cumplir sus objetivos de hegemonía, como ocurrió en el Chile de Pinochet. Los neoliberales tienen en Monte Peregrino su montaña sagrada, de la que descendió Hayeck en 1948 con las tablas de la ley antimarxistas y antikeynesianas, pero la derecha neoliberal autoritaria se ha apoderado del mensaje y lo ha convertido en los mandamientos canónicos de su proyecto histórico. El control economicista de la política ha dejado casi sin función a los políticos y tiende a convertir los Parlamentos nacional-estatales en simples teatros donde se desarrolla la dramaturgia de una democracia para profesionales.
Aunque al parecer el muro de Berlín sólo se desmoronó sobre el costillaje comunista, diez años después se constata la impotencia de respuesta por parte de otras izquierdas, la socialdemócrata la más importante. Al final de la década de la catarsis y la autocomplacencia, las propuestas de la Tercera Vía de Blair, Giddens y Shroeder son meros restos del naufragio keynesiano disfrazados de radicalidad de verbo y de propósitos, aunque el propio Giddens es consciente del riesgo y lo exorciza por el simple procedimiento de enunciarlo: "(...) la imagen sola no es suficiente. Debe haber algo sólido tras el montaje pues si no el público ve muy pronto lo que hay detrás de la apariencia. Si todo lo que el Nuevo Laborismo tuviera que ofrecer fuera astucia mediática, su permanencia en la escena política sería corta y su contribución a la revitalización de la socialdemocracia, limitada". La propia lógica interna de los aparatos de poder de la socialdemocracia real fuerza a ocupar el espacio del social-liberalismo para disputar la hegemonía al neoliberalismo puro y duro, pero en ningún momento de esos análisis emerge la idea de la alternativa realmente modificadora: se trata de paliar los efectos de los nuevos centros de poder factuales que al pertenecer a la galaxia de lo cosmopolita han perdido incluso el carácter inquietante que tuvieron las grandes potencias o la en otro tiempo llamada oligarquía monopolista. Sólo se asume lo lingüísticamente correcto.
Las izquierdas no reconocen enemigos, la Historia se ha quedado sin culpables, salvo en el caso de genocidas psicópatas. Nadie espera nada del futuro que no aporte la tecnología y la esperanza humanista emancipadora e igualitaria se convierte en espera no de lo bueno o lo malo, sino de lo inevitable. Es tan grave y tediosa la expectativa que será insoportable. Ésa es la gran esperanza. |