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Fugitivos del supermercadoMANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁNDesde hace tiempo Beneyto ha conseguido tener una caligrafía propia al servicio de una pintura digamos que humanista. Está hecha a la medida de un homínido más horrorizado que horroroso, aunque no es el suyo un horror social, ni quizá histórico. Es el simple, elemental horror ante la dificultad de ser, con todas las posibilidades de esencia que todo ser humano lleva dentro y que se resumen en una: dar tiempo a la llegada de la muerte, mientras se paladean las chocolatinas trucadas de la memoria. Beneyto ha construido esa caligrafía desde una biografía de fugitivo. Ha sido cocinero antes que fraile solidario con los frailes desnudos y supuestamente antropomórficos de sus ensoñaciones automáticas. Fugitivo de Albacete y de la Caja de apertura retardada de un banco, de qué banco no importa, durante más de veinte años se ha propuesto ver y pintar el fugitivo oculto que todos llevamos dentro. Una vez establecido su entorno fundamental, el pintor juega con los límites del mundo que reservan un espacio a la estricta forma humana. La psique y el cuerpo parecen de plastilina alucinatoria que el pintor maneja con una ternura horrorizada, pero cómplice. Dotado de mirada propia y de caligrafía para explicarla, Beneyto ha ido expresando a lo largo de su ya larga marcha como poeta y pintor la sorpresa irreverente que le produce la estructura gestual de la humanidad. Desde Albacete a Nueva York ha recorrido el trazado que separa la pobreza del Todo inicial de la riqueza de la Nada relativizada. Sus pinturas de hace veinte años eran fantásticas pero graves: traducían la aspiración de un hombre nuevo en busca de unas formas, unos gestos que le liberarán del espejo donde están escritas todas las monstruosidades. En Manhattan, Beneyto ha visto cómo sus antiguos homínidos se bañan con las mejores leches de la luna más rica de este mundo y el horror ante los límites adquiere la civilizada ironía de los judíos más emancipados e inteligentes: de Goya a Woody Allen se pasa necesariamente por Marc Chagall y por el estrangulador de Boston, oveja negra de la conocida familia de los estranguladores de Boston. La genealogía de esta familia de estranguladores se remonta a los pioneros del Mayflower. A la luz de la luna de Nueva York blanco, el clarinete de Woody Allen convoca a los homínidos de Beneyto que estaban esperando un flautista de Hamelín desprovisto de las maneras e intenciones de asesino de la Gestapo que tuvo el personaje del cuento. Woody Allen se lleva a los personajes de Beneyto a pasear por los límites de una ciudad que, como Brigadoon, desaparece con las primeras luces y los primeros gruñidos de Wall Street. Si el escéptico formalismo de Beneyto trató de forcejear con el alma de plastilina de los gestos, ahora, en Nueva York se ajusta a los límites imaginarios de una ciudad que se ha inventado Woody Allen, dando estructura de héroes nocturnos a los simples fugitivos del gran supermercado. Mañana, cuando amanezca, estas criaturas de Beneyto se comerán su hamburguesa y la cagarán en el Hudson, que va a la mar, que es el morir. Beneyto cree en Manhattan. Albricias. Es la primera geografía que acepta desde que descubrió la terrible irrealidad de Albacete. Rehuyo la tentación de volver a escribir esta presentación y decir todo lo contrario o lo contrario de lo contrario. Tal vez podría aprovecharla para otra exposición de otro pintor. Pero me gusta Nueva York, me gusta Manhatthan, me gusta Woody Allen, me gusta Beneyto. Y he reflexionado ante su pintura, como él se sitúa ante la realidad. Sin pretextos. |