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Problemas ante el espejoCONSTANTINO BÉRTOLOEL PAÍS, 31 / 1 / 1988.Vázquez Montalbán es uno de esos autores de los que suele decirse que no necesitan presentación. Suele ocurrir, sin embargo, que los personajes que no requieren presentación son los que más necesitan de ella si quien a ellos se acerca pretende evitar el alud de clichés que los rodean. Defunciones    Vázquez Montalbán lo tuvo fácil: estaba al lado del realismo cuando murió. No perdió el tiempo haciendo leña del árbol caído. Dejó que los muertos enterrasen a sus muertos y salió a la calle. Sin complejo de culpa encima, la literatura de Vázquez Montalbán recogió lo mejor de la herencia del realismo: la voluntad de narrar los cambios de conciencia —Una educación sentimental—, y abandonó lo peor: su idealismo paternalista —En Los mares del Sur—. No es de extrañar que con ese equipaje encontrase en el género policiaco su terreno apropiado, en donde, hasta el momento, ha logrado sus mejores resultados.    Desde la novela de género, Vázquez Montalbán ha trazado una crónica de lo contemporáneo y lo ha hecho cumpliendo la exigencia mínima que cabe pedirle a un escritor que se acoge a una retórica: violar y modificar esa retórica. Lo que no le ha impedido caer en su propia tentación: en la reproducción estática del género que él mismo había construido: la novela policiaca de Vázquez Montalbán. Llegó así un momento en el que era evidente que el desarrollo de su obra implicaba la ruptura con esa serie: su punto de vista se estaba volviendo manierista e insuficiente. Los alegres muchachos de Atzavara, como El pianista, proviene, entendemos, de esa necesidad.     En la novela, Vázquez Montalbán parece haberse propuesto abordar —narrativamente— las raíces de nuestro presente. Se remonta para ello al año 1974 —el año de la flebitis de Franco— y se centra en un grupo de exquisitos veraneantes que entretienen sus vidas jugando a sentirse libres y liberados. Por sus perfiles cabría decir que nos encontramos con lo que podríamos llamar el antifranquismo sociológico, es decir, entre gente que vive en la privacidad, se asoma a otros espejos —vía sexo— y acaba por reacomodarse en lo privado. La novela es la historia de ese impotente intento de asomarse al exterior, "y si al romperlos (los espejos) te quedas para siempre sin la antigua imagen a cambio de no tener una imagen de repuesto". En ese sentido, la novela podría entenderse como un acercamiento a los materiales humanos disponibles antes de la transición.     "Una novela es una impresión personal de la vida. Veo dramas dentro de los dramas e innumerables puntos de vista". La frase de Henry James se ajusta a Los alegres muchachos de Atzavara. A partir de cuatro puntos de vista, la novela se entreteje. Esta técnica —esta actitud ética y estética— requiere que el escritor seleccione equilibrada y certeramente los materiales con los que va a trabajar: el hecho o experiencia sobre el que recaerán los diferentes puntos de vista y los soportes de esos puntos de vista.     En estos tres aspectos la novela presenta grietas. La experiencia catártica no coincide para cada voz narrativa; en cada narración la voz del escritor interfiere en el discurso del personaje, y la selección de puntos de vista deja fuera de juego a las presencias más significativas del grupo. Valga como ejemplificación de lo dicho el momento en que el primer narrador, un miembro del proletariado de nuevo cuño, valora su historia: "Pasada aquella experiencia, ni ellos pueden esperar nada de mí, ni yo nada de ellos". Tal conclusión es exterior a la novela. Nada en ella narra este juicio, pues ni antes ni después de la experiencia ellos esperaban nada de él.     La novela, sin embargo, acaba imponiéndose al lector, y éste agradece que alguien le permita disfrutar con una lectura que le lleva a dialogar consigo mismo. |