M.V.M.

Creado el
7/1/2000.


Animales

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

EL PAÍS, 27 / 10 / 1999


Los cazadores se han echado al campo y al monte y cobrarán unas 600.000 piezas durante la temporada cinegética, justa finalidad para la concordancia de industrias y comercios que procuran la operación de matar según un ritual social: armas, vestuario, redes de mayoristas de carnes de caza, propietarios de cotos. No quiero nuevos frentes, ya tengo suficientes, y no me queda tiempo para diversificarme, por lo que sólo cito de pasada los miles de toros, vaquillas, bueyes que son sacrificados al año en España al servicio de la industria y el comercio de la tauromaquia, o al ritual de la fiesta que se basa en la lucha del pueblo contra el animal, a manera de consagración de una hegemonía que la bestia no puede poner en duda, pero nosotros sí. Ritual sadomasoquista, a juzgar por lo malas que suelen ser las corridas, según se deduce de las crónicas de los críticos taurinos. En cambio, la persecución, tortura y muerte de animales a cargo del pueblo soberano debe de ser imprescindible para la supervivencia de identidades sumergidas, porque ¡ay de la autoridad que trate de discutirles la carnicería!

    Algo debió romperse en la psique del primer ser humano consciente de que para comer debía matar a otros seres dotados de movimiento y dentro de su mismo espacio. Nunca hemos tenido la conciencia tranquila desde que filósofos y sacerdotes nos inculcaron el sentido de la conciencia y de la culpa, con fines emancipadores o coactivos. Cazar o domesticar para matar, dotarse de utillaje cada vez más avanzado para hacerlo, ha legitimado, por la costumbre, el derecho a la hegemonía que las religiones relacionaron con la existencia de dioses que nos hacían a su imagen y semejanza, a Sharon Stone y al general Pinochet, a Rosa Luxemburgo y al secretario general de la OTAN, sea el que sea. Controlar las relaciones de dependencia de todo lo vivo, aunque no del Todo, como demuestran las catástrofes geofísicas y la enfermedad como catástrofe íntima, implica que cualquier metodología de dominio es legítima, sobre todo cuando el dominio es peligrosamente cuestionado. Por eso no sólo se puede matar animales, sino también seres humanos y torturarlos según una maldad irrazonada o según la maldad razonada, incluso a veces según la razón de Estado.

    Los siniestros documentales de vida animal que se han apoderado de las programaciones televisivas, incluidos los del National Geographic, se complacen ofreciéndonos escenas de violencia animal para sobrevivir, supongo que para ocultar la imposibilidad de transmitir las matanzas bélicas de seres humanos, matanzas que, mediatizadas, desarrollaron a raíz de la guerra de Vietnam una repugnancia cada vez más extensa hacia las guerras y sus legitimidades. También la violencia de la competitividad, el canibalismo financiero, estratégico y social que marca las pautas del nuevo orden moral se exculpan mediante la metáfora de que las leonas se comen a Bambi para alimentar a sus cachorrillos, en equivalencia a la necesidad de que Bush se coma a los panameños para que su hijo algún día pueda ser presidente de Estados Unidos. ¡Qué gran contribución haría National Geographic desviando la cámara hacia las carnicerías y canibalismo de cuello blanco! El poder bancario español acosando al banquero Coca hasta el suicidio, o Mario Conde y De la Rosa escalando bancales de cadáveres de perdedores y, a su vez, engullidos por las fauces del establishment del poder político financiero. ¿Por qué no se dan documentales etológicos sobre carnicerías alto standing o sobre la racionalización del mercado de trabajo? ¿Por qué poner en evidencia a una famélica leona africana y no a Margaret Thatcher machacando a los obreros británicos para que su hijo pudiera hacer rallies por el desierto africano?

    He seguido con atención los trabajos y los días que Jorge Riechman y Jesús Mosterín han dedicado a defender los derechos de los animales, temeroso de que a medida que seamos lúcidos de lo inmotivado de nuestra hegemonía nos pondremos en camino de una autodestrucción higiénica controlada, no de la incontrolada, hoy día incontenible. A autodestrucción higiénica me sentó aquella emocionante propuesta de Bobbio en Destra e sinistra cuando plantea que el hombre revise su estatuto de dominación con los animales. Insensato. Reconocer el derecho de autodeterminación de la gallina sería el principio del fin del orden espiritual y material del universo, la OTAN incluida, y por eso las religiones programan el sacrificio de las bestias como la gran dramaturgia del origen de nuestro imperialismo biológico, y en España matamos toros, aunque las corridas sean aburridísimas y manipuladas, porque aún no hemos comprobado que la Viagra nos preste los tacones postizos que todos necesitamos, menos el conde Lequio y sus parejas.

    Se me dirá que ¿con qué derecho tiro esta piedra si hasta en los diccionarios enciclopédicos se me califica de gourmet? Casi todo proceso culinario implica la muerte de un ser vivo, sea animal o vegetal, y sólo me cabe demostrar mi desacuerdo contra la cocina del infanticidio y de la crueldad. Se entiende por cocina de la crueldad aquella que no sólo implica la muerte, sino también tortura o violencia extrema contra el animal, sin que se sepa todavía la clase de dolor que experimentan los vegetales al ser mutilados, cortados o arrancados. El prototipo de cocina de la crueldad es el cebado de los animales para engordarlos a costa de su salud, práctica cada vez más generalizada e históricamente asumida en la cría de las ocas, garantía de un excelente foie-gras, y de los pollos y cerdos condenados a la inmovilidad. Otro tipo de crueldad es el cocimiento de los animales vivos, práctica habitual con langostas, caracoles y con la trucha azul para que conserve su color, y es crueldad comer vivos algunos mariscos, estimuladas sus carnes por el ácido del zumo de limón. Hay pajarillos ahogados en aguardientes para que sus musculitos posteriormente proporcionen el aroma de su última involuntaria borrachera. Para obtener el caviar se destripan las hembras del esturión, se les quitan las huevas y a medio morir se las arroja a las aguas. Las piezas cazadas no siempre mueren del disparo del cazador, sino de las dentelladas de la jauría que las persiguen. Se conocen recetas de lenguas de volátiles cortadas en vivo y se ceba a los animales en las granjas impidiéndoles la libertad de movimientos y suministrándoles piensos de engorde que incluso pueden ser perjudiciales para el consumidor humano de esas carnes, así como alimentaciones que provocan enfermedades en las bestias que luego han de ser exterminadas por procedimientos expeditivos, como en el caso de las vacas locas o los pollos belgas o los cerdos españoles, exterminados a tiros y a golpes, y a veces enterrados en vida en fosas comunes, cerca, muy cerca, de todas las fosas comunes que ha creado la cultura de la muerte a la española.

    Concluyo tras un largo merodeo. Asumo mis contradicciones. Soy un reformista y me apuntaría a una ONG contra la crueldad en el exterminio de los seres comestibles, incluido el hombre y la mujer, a la espera de la lucha final entre Aquiles y la tortuga, en la confianza de que se confirme la liberadora victoria de la tortuga.