M.V.M.

Creado el
24/11/2003.


Aparentemente

JOSÉ LUIS DE VILALLONGA

La Vanguardia, 3 / 11 / 2003.


Aparentemente no teníamos nada, absolutamente nada, en común. Él había nacido, según me dijeron, en el Raval, el antiguo barrio chino de Barcelona, adonde yo acudía a desmadrarme recién acabada la Guerra Civil. Yo había visto la luz del día en el número 9 de Serrano, la calle más pija de Madrid, en casa de mi abuelo materno, Vicente Cabeza de Vaca, marqués de Portago, ministro que fue de Instrucción Pública después de haber sido alcalde de la capital.

De niños, él hablaba en catalán y yo en francés y en inglés, ya que con el alemán no pude nunca. Antes de alcanzar el uso de razón yo respiraba a diario el aire de la derecha pura y dura. Él, evidentemente, no. Hicimos pues nuestra entrada en el mundo marcados por unas diferencias abismales que venían a demostrar una vez más que los hombres no nacemos iguales a pesar de que esa utopía tenga recalcitrantes defensores.

Él había nacido pobre de solemnidad. “A mí nadie me ha regalado nunca nada”, solía repetir. Él, sin embargo, tenía tendencia a darlo todo. De su juventud conozco muy poca cosa. De la mía ya lo he contado casi todo. Él se casó con una catalanista sólida y valiente y nunca cambió de mujer. Yo me casé repetidas veces, primero con una aristócrata inglesa que podía montar a caballo durante horas sin salir nunca de las tierras de su padre, luego lo hice con una belleza franco-italiana recién divorciada de una colosal fortuna monegasca; más tarde con la hija de un criminal de guerra alemán que nadaba entre dos aguas como un pez y finalmente, supremo error, con una inquietante vasca especializada en autopsias televisadas de muertos ilustres.

Él era bajito y gordo, yo alto y flaco. Él era comunista –dandismo en su estado puro– y yo sólo tenía amigos que cambiaron de doctrina cuando cayó el muro de Berlín. Él nunca tuvo problemas de sastrería, mientras que para mí la anchura de una solapa sigue teniendo tanta importancia como la integridad moral de la que nunca presumo. Él escribía brillantes crónicas que me fascinaban por su lucidez y perspicacia. De sus novelas poco puedo decir, ya que tras haber leído y releído durante años a Simenon me resulta imposible interesarme por las aventuras de otro comisario que no sea Maigret.

Él era un poeta y yo más bien lo contrario. Me dicen sus amigos que su poesía era buena. No lo sabré nunca, ya que ni en la más estricta intimidad he llegado nunca a hablar un catalán aceptable. Además, salvo mi adicción a Rimbaud y a Verlaine, no siento la poesía como siento la música, lo cual, pensándolo bien, resulta curioso.

Él sabía comer y yo todavía estoy aprendiendo. Él era, según cuentan sus amigos, un maestro en el arte de condimentar ciertos platos. A mí me gusta comer sin que me interese demasiado lo que cuentan Arzak, Arguiñano y adláteres. Mi falta de veneración por Ferran Adrià desespera a ciertos amigos míos que no creen como yo que unas simples lentejas serán siempre superiores a cualquier sofisticado invento que se sirva en platos más grandes que los normales. A él, como a mí, le gustaban los buenos vinos, pero a veces perdía el tiempo tratando de aclarar las misteriosas relaciones entre la calidad y los precios.

No recuerdo exactamente ni dónde ni cuándo le conocí, pero no se me olvida que me lo presentó Carmen Casas en una arranque de generosidad. Nuestra primera conversación fue extraña. Me preguntó si me gustaba la música. Le contesté que, a pesar de haber sido un mal estudiante en matemáticas, sentía una gran predilección por Bach. “Pues a mí –me contestó– me gustan ‘Suspiros de España’ y los cuplés de doña Concha Piquer.” Era una manera como otra cualquiera de cortar por lo sano toda posibilidad de que yo cayera de nuevo en mi pedantería.

No teniendo aparentemente nada en común el uno con el otro, fue milagroso que nos entendiéramos desde un principio como si fuéramos viejos amigos. Pienso que a él le sorprendió descubrir en mi un producto de la vieja derecha reconvertido en lo que soy por una desmesurada afición a pensar. A mí, la verdad, me subyugó conocer por fin a un comunista con sentido del humor y que ignoraba el dogmatismo imperante en el universo marxista.

A menudo le dábamos a nuestras conversaciones un irónico toque mundano que a él parecía hacerle mucha más gracia que a mí. Siendo un hombre de gran cultura se permitía profundizar en temas que yo, gran conocedor de mis limitaciones, sólo abordaba con extrema prudencia. A él le divertía a veces reducir a la nada reputaciones por las que yo sentía admiración. “¿Albert Camus? En ‘L'étranger’ queda claro que nunca supo si era un musulmán o un francés. Es un problema que se presenta a menudo en el Mediterráneo. Era, como decía Pla, uno de esos escritores cuyos libros se encuentran siempre en las bibliotecas de los barcos de gran lujo.” De mi respetado Nabokov decía que había escrito un libro demasiado largo a propósito de una niña aburridísima y un poco puta.

Raras veces hacía comentarios de índole personal, pero cuando caía en esa particular tentación bajaba la voz como una beata al entrar en una iglesia. “Tú –murmuraba– has debido de ser muy desgraciado con las mujeres. Los hombres altos y atractivos os dejáis la coraza en casa y atacáis a cuerpo gentil fortalezas muy bien defendidas que sólo se rinden ante el dinero. Los bajitos tienen más suerte. Como nadie se fija en ellos, pueden atacar por donde menos se les espera. Todos los grandes depredadores han sido bajitos. Napoleón, Alejandro Magno, Gengis Khan, que casi era un enano...” Y tras una reflexión, añadía: “Antes, en España, todos los hombres eran bajitos. El hombre alto de hoy quizá sólo sea una degeneración de la raza...”.

A veces presumía de haber sido siempre de constitución delicada. Hacía ya tiempo que había dejado de fumar aun a sabiendas de que el humo de los habanos nunca llega a los pulmones. También había reducido el consumo de alcohol, lo que según sus amigos restaba brillantez a su mirada. Se sentía muy orgulloso de llevar dos o tres “by-pass” más que su amigo Aracil.

Y de repente, la noticia, inesperada y sobrecogedora. Manolo Vázquez Montalbán, el amigo de todos mis amigos, ha muerto solo y de repente en un aeropuerto extranjero. Deja el vacío de un meteorito caído en el mar.