M.V.M.

Creado el
22/11/2003.


Un corazón frágil pero tremendamente generoso

QUIM ARANDA

Publicado originalmente en catalán en AVUI, 19 / 10 / 2003.


"El corazón, esta víscera tan improbable..."
Son palabras de Manuel Vázquez Montalbán. Le había hecho una pregunta en clave irónica y, en la misma clave, y también en la del cardiópata a quien la enfermedad sólo lo asusta moderadamente -lo imprescindible para no excederse en comportamientos suicidas perseguidos por la Iglesia Católica y el Santo Padre- me dio respuesta. Hablábamos sobre Cuba pero, al mismo tiempo, y como si fuera un juego de sobreentendidos bastante particular, hablábamos de su corazón, enterrado en parte dentro de su memoria: memoria y corazón, casi una unidad; memoria y deseo, Memoria y deseo. El corazón, el suyo, tremendamente generoso, como he tenido la suerte de comprobar en numerosas ocasiones -como todavía esperaba comprobar en muchas más-, se ha parado para siempre. Con él, un poco el mío, el nuestro, sujeto colectivo que vale aquí para la estricta intimidad de dos personas o para los miles, centenares de miles en todo el mundo que, en estos momentos están/estamos conmovidos, tristemente desechos por la brutalidad de la noticia. Y no sólo por la desaparición de una persona a la cual se quiere más allá de lo que es y de lo que representa, sino -o también- porque el intelectual -el escritor, el poeta, el periodista, el ensayista- y el amigo nos deja huérfanos y desvalidos de manera repentina ante un mundo convulso y en bastante desorden. Y su labor como escritor, su validez, su capacidad de pensar y de análisis, su humanidad y ejemplo eran y son, todavía hoy, y desde hace ya una pila de años, mucho más que necesarios. (¿Cómo cojones nos enfrentaremos ahora, sin ti, Manolo, a los Aznar, Rajoy, Bush y compañía, toda esta gentuza -herederos de otros; procreadores de los que vendrán- contra la cual brindábamos siempre que nos veíamos? "¡Por la caída del régimen!" "¡Por la caída del régimen!"

"La muerte es obscena y reaccionaria". Es una definición sartriana de la muerte a la cual Manuel Vázquez Montalbán recurrió cuando, durante una serie de encuentros el verano de 1995, hablamos de éste y de otros temas. Entonces era relativamente reciente la operación de corazón a la que se hubo de someter para ajustar unas piezas de su cuerpo/corazón que no le funcionaban tan bien como la cabeza/el corazón -los aspectos no mecánicos-. En el caso de su muerte, la afirmación es exacta, precisa. Me confesó aquellos días que "cuando era pequeño o adolescente, me imaginaba mi propia muerte como en las películas. Aquello típico que el bueno muere muy bien, con toda la teatralidad típica de las películas, y con toda la épica, también. Después, claro, he descubierto el aspecto sórdido y terrible de la muerte. Muy pocas muertes se producen con serenidad, que seria lo más deseable." Añadía también que "la muerte es la gran estafa. Es la gran estafa del hecho del vivir, que no has provocado tú mismo y en el que, a menudo, tampoco has tenido los instrumentos necesarios para disfrutar más".

Desde la habitación desnuda en la que escribo estas líneas, desde el primer momento que he conocido la noticia, para consolarme he tratado de imaginar la cara de un Manolo Vázquez niño representando su propia muerte en los términos en que la imaginaba de chaval, como él mismo habría visto infinidad de veces morir a actores de Hollywood en el cine Padró o en otras de las salas del barrio donde nació. Y la semana siguiente, claro, los vería de nuevo con el cambio del programa doble. Te veremos de nuevo, Manolo, te leeremos de nuevo en la contraportada de El País o en el Diàleg de los sábados del Avui. Es lo mínimo que puedo tratar de hacer al recordar/releer sus palabras. Pero a continuación he pensado/he releído aquello de "la gran estafa"; en el hecho de que haya muerto en Bangkok, lejos de Barcelona, de sus seres queridos -"depositarios de afectividad", como él habría relativizado, con más timidez que, por una vez, exactitud-, y he visto la mueca escéptica, cínica de su cara, como diciendo: "Aquí se ha acabado todo, Manolo!" Y su gesto circunspecto no hace más que dame vueltas y vueltas en la cabeza. Porque ya no habrá más semana que viene, ni más programas dobles en los cines del barrio.

Nos queda, sí, su literatura, su poesía, su ensayo, su ejemplo, su memoria. Se acaba de publicar, además, Geometría y compasión, recopilación de textos suyos sobre arte; el febrero próximo aparecerá -si no cambian los planes inicialmente previstos- el que ahora ya sí será el último Carvalho, Milenio -vuelta al mundo convulso y en desorden del que hablaba, de casi mil páginas- y, quizá, otros textos que tenía en algún cajón y que esperaba el tiempo preciso para acabarlos de redondear.

Como si se tratara de una premonición -de un temor mío muy íntimo, inconsciente, que entonces no podía confesar o ni siquiera quería imaginar; porque la muerte de Manolo era y todavía me resulta inimaginable-, en aquellos encuentros a que he hecho referencia -1995-, le había preguntado por el género de la necrológica en la prensa y cómo le afectaba el hecho que, de repente, lo llamaran a casa del diario de turno y le dijeran: "Manolo, se ha muerto fulanito, necesitamos ochenta líneas para de aquí a media hora." Me respondió: "La gente que escribe, que tiene un código lingüístico a su alcance, tiene un consuelo extraordinario, un consuelo equivalente casi al de los que tienen una visión transcendentalista religiosa de la muerte que les hace pensar que siempre hay un punto de encuentro con los muertos en Pelayo esquina Ramblas del Cielo. Pero para los que no tenemos este consuelo religioso, como es mi caso, las palabras nos sirven para combatir la muerte. Es una forma de eternizar o alargar los sentimientos, las emociones y los recuerdos. Las personas que no lo tienen, que son la inmensa mayoría, buscan otras maneras de combatir este miedo, de combatir la obscenidad y el reaccionarismo de la muerte, de fijar en la memoria a los seres que quieren. Los que escribimos o los que tenemos un código lingüístico de cualquier tipo, tenemos muchos recursos, almenos para paliar el efecto." Insistí: "¿Alguna vez, mientras escribía una necrológica, se ha puesto a llorar? "Sí, en casos muy concretos. Pero más que ponerme a llorar, me he sentido conmovido, muy conmovido, al recordar situaciones concretas…"

Pues eso, Manolo, conmovido, tremendamente conmovido y en llanto, como lloro a veces en el cine, como lloraba Manolo en según qué películas o documentales. Y trato de paliar los efectos utilizando las palabras, tus palabras en buena medida.