M.V.M.

Creado el
14/8/2001.


Viladecans: compasión y geometría

Manuel Vázquez Montalbán

texto del libro Viladecans. Compassió i geometria que ilustra la obra de Joan-Pere Viladecans. Edicions Polígrafa, Barcelona, 1980


    El mejor arte de nuestro tiempo descansa sobre una contradicción planteada en la inteligencia del artista, una contradicción que sólo puede resolverse gracias a la ironía, una ironía masturbatoria, solitaria, a veces de difícil transferencia, hija de la sinceridad del artista ante el espejo más verídico, más limpio de la herencia de la propia imagen que los demás desean. Esa contradicción se plantea entre la necesidad de entrar en la convención del absoluto lingüístico del arte y al mismo tiempo ser lúcido sobre la relativización social del arte. Siempre el artista fue un mezclador de tradición y revolución, pero sólo el artista más de nuestro tiempo ha descubierto que la historia le había despojado de todo sacerdocio y que el papel de sumo sacerdote queda reservado para escasísimos oficiantes, siempre a la medida del cupo tolerado por necesidades sociales perfectamente mensurables. Ligado a la dialéctica de un mercado burgués en el campo capitalista o a la dialéctica de una estrategia del poder en el campo socialista, el creador más lúcido sabe que las posibilidades de su lenguaje terminan en el cero, dando a este número la significación de nada, blanco o vacío. Con tal de que corrija algo la nada, el blanco o el vacío, la burguesía le acepta con todo el cansancio receptivo del que es capaz una clase a todas las defensivas. En cambio el poder burocrático socialista le exigirá una productividad consolidatoria del régimen o a lo sumo le tolerará como un disidente formal destinado a la exportación de ejemplos de democracia interna.

    Hay creadores que llegan a esta evidencia a través de una lógica cultural químicamente pura. Se meten en el seminario del que esperan salir cardenales del Arte y a medida que se acercan a la divinidad descubren que no existe. La obra de los grandes artistas del siglo se divide en una ascensión hacia la contemplación del Arte y un descenso más o menos filisteo hacia el escepticismo o la cínica retórica. Otros artistas en cambio ya están muy desde el principio en situación socio-personal de descubrir la trampa de las mitologías. Viladecans es uno de estos casos. Nacido en plena mierda cultural fascista, dentro de la reserva del proletariado comanche catalán, Viladecans creció siempre bajo la amenaza del desnudo, cubierto por harapos de identidad salvados del desastre de 1939, consciente de que en épocas de tiranía las palabras sólo se salvan pegadas a las cosas y quien dice las palabras podría poner en su lugar cualquier signo de propuesta de comunicación. Los catalanes salvaron su lengua pegándola a las cosas y escondiéndola en sus madrigueras familiares. El proletariado salvó su identidad por el mero hecho de ser una fuerza productiva imprescindible e hizo de esta conciencia la piedra fundamental de la reconstrucción de su razón. El proletariado catalán vivió una doble condición de superviviente alimentado de restos de naufragios y sombras naturales o espontáneas que el fascismo dejaba llegar hasta su madriguera.

    En toda la obra de Viladecans se plasma la óptica del superviviente de una clase y de una etnia. En él coincide el punto de vista del proletariado vencido coyunturalmente en la guerra civil y del catalán sometido a la ocupación y usurpación de todas sus señas de identidad. Si se ha subrayado suficientemente el segundo punto de vista, no se ha visto bajo la pulcritud y elegancia de la pintura de Viladecans la óptica proletaria de un muchacho de barrio con todo lo que eso quiere decir en una ciudad tan compartimentada social y urbanamente como Barcelona.

    Cuando apareció Viladecans en el mercado de la pintura española fue señalado como el eslabón que enlazaría la vanguardia pasada con la futura. La conciencia crítica ha asimilado a fondo la doble dimensión de todas las transiciones estéticas: hay tránsito lineal y a la vez dialéctico entre lo nuevo y lo viejo. La óptica del relevo de las generaciones por el simple paso de la antorcha era una óptica lineal que establecía dinastías artísticas y culturales sin más lógica que la herencia genética. De esta óptica crítica derivaban preguntas periodísticas como: -¿Quién ha influido más en Ud.? Este punto de vista crítico fue reformado ya por esa mezcla sabia de neoestilismo e historicismo que ha dado hasta ahora las más sensatas aproximaciones teóricas a las creaciones culturales no anónimas.

    En un principio se insistió demasiado en la relación formal de la pintura de Viladecans con "cierto" Tápies y no se insistió lo suficiente en que Viladecans introducía un punto de vista social propio y unos materiales poéticos personales. El nuevo pintor estaba en las mejores condiciones para ser ese eslabón sin el cual los críticos-historiadores del futuro no hubieran podido explicarse la lógica interna de la pintura catalana contemporánea. Encasillado pues ya de partida en el papel de príncipe heredero de la vanguardia abstracta, la crítica y las gentes del milieu construyeron una imagen de Viladecans y su pintura: un pintor intelectualista, frío, cerebral, lleno de códigos secretos propuestos a la descodificación semiológica como un desafio de jeroglíficos. Los espejos ideales son los transparentes, pero entonces dejan de ser espejos y se convierten en cristales. Todo espejo devuelve imágenes paralizadas, aprisionadas en su marco y por mucho que te acerques a esa imagen que te devuelven, lo más que consigues es que la imagen se agrande hasta el tropiezo. La crítica y el milieu tratan de apoderarse del artista mediante el control de los espejos: Este eres y si huyes de esta imagen quedarás en la habitación ensimismado y muerto.

    El encasillamiento de partida condiciona al emisor y al receptor de la propuesta artística. Así como la mayor parte de los críticos aprenden a leer sólo una vez en su vida y rechazan después lo que no saben leer, el simple espectador está dispuesto a sorprenderse una vez por autor, pero sólo tolera la obligación de la relectura cuando se le avisa de que en un autor determinado las relecturas van incluidas en el precio intelectual. Por ejemplo: Picasso se benefició de este aviso: Cuidado, este señor es imprevisible. Los receptores suelen preferir al creador previsible, pero admiten la necesidad del imprevisible, como se admite la comprobación de que toda excepción confirma la regla. Viladecans fue desde sus inicios clasificado como un pintor fuera de serie, pero previsible. Para ir a leer su obra había que ir provisto de unas gafas especiales con cristales semiológicos, de esos que facilitan la operación de aislar los signos y palpar la tela con la piel de los ojos, como a tenor de un Sistema Braille al alcance del tacto del espíritu. En este sentido hay lecturas magnificas de Viladecans y citaré la más completa y acertada, la que se instaló en el libro de Cirici Pellicer: Viladecans, un assaig de lectura.

    Cirici situaba a Viladecans por eliminación de situaciones: no es un pintor comercial porque no obedece a un sistema de esperas establecido; no es un pintor kitsch porque elimina los factores retóricos de prestigio; no es un surrealista infantil porque no utiliza las mentiras de la fantasía; no recurre a los pastiches de los exalumnos de Bellas Artes porque no imita la pintura moderna. Aquí termina Cirici su proceso de eliminaciones porque lo limita a separar a Viladecans de las tendencias en boga en el momento de su aparición en 1969. Pero ningún creador artístico escapa al pringue temático y argumental de su época y el propio Cirici en su análisis posterior demuestra que Viladecans manipula ingredientes kitsch y surrealistas, desde el mejor de los puntos de vista posibles: como ingredientes de investigación de si mismo y del mundo que le rodea. Hay un rotundo acierto expresivo en la formulación de Cirici de que Viladecans no imita la pintura moderna. Esa es la primera seña de identidad de todo auténtico creador: no imitar "lo nuevo", sino desencadenarlo.

    Viladecans llega a la pintura en un momento en que todas las piruetas eran posibles. Animales hipersensibles encerrados con un solo juguete, artistas, escritores, intelectuales viven la crisis de escepticismo que paradójicamente daría lugar a la fiebre esperanzada de mayo del 68. El escritor en su cárcel de papel, tratando de huir de la pobreza de un mercado burgués a la nada de otro posible receptor no propiciado e inexistente. El pintor prisionero en el rectángulo blanco de su tela y en los templos-mercados-cúbicos de las salas de exposiciones, sometido a la permisividad receptora de un público en el que la desgana termina donde empieza la inversión. El escepticismo con respecto a la función del arte compite con la fascinación de su práctica y la mayor parte de pintores recurren a la huida hacia adelante mediante el salto mortal y la pirueta o al refugio en una madriguera intransferible donde realizan pintura para dos, del mismo modo que siempre los poetas han escrito algún poema para dos.

    Viladecans parece no afectado por esa crisis de identidad. Pinta con la parsimonia moral del corredor de fondo, como si el pincel lo moviera una confianza aplastante en la necesidad lógica de la pintura. Todo un largo discurso lingüístico iniciado en el arte rupestre ha llegado a sus manos y lo prosigue convirtiendo la crisis de función no en un desafío exterior, sino en un desafío interior, temático, argumental, fuente de inspiración y creación. Recuerdo, como contrapunto, la aparición algunos años antes de un pintor excepcional que se llama Ángel Jové, tan lúcido y desesperado que llegó a traspasar el cuadro buscando un más allá destructivo y autodestructivo. Sus últimas manifestaciones conocidas son fotografías en color de revistas apenas retocadas por la pintura y cubiertas por la pátina de un barniz embalsamador. Es la ironía del escéptico llevada a la penúltima consecuencia. La última sería dejar de pintar.

    No es este el caso de Viladecans. Estableció en su día un compromiso radical con la pintura y la ejerce como un trabajo, como un medio de apropiación y modificación de la realidad. Cirici probablemente exagera cuando dice que Viladecans es "... el único de Barcelona, de su edad, que se siente fiel a la pintura", pero aporta una característica imprescindible de este pintor: la fidelidad a un medio de expresión que le evita la angustia de la pirueta metafísica, coartada creacional que muchas veces encubre la más simple y autodestructiva de las perezas.

    A juzgar por lo que se ha escrito, Viladecans fue un autodidacta dotado de excelente instinto selector: lector de los poemas de Salvat-Papasseit, Carner, Carles Riba, Espriu, García Lorca y Miguel Hernández; fanático admirador de Gaudí, Ribalta, Zurbarán, Vermeer, Kandinsky, Max Ernst, Paul Klee y Miró; melómano gozador de Beethoven, Bach, Mozart, Schumann, Brahms, Wagner, Haendel, Teleman, Vivaldi, Stravinski, Schoenberg, Alban Berg; entusiasmado "lector" de la catalanidad de Espriu o Raimon.

    Después de este censo, Viladecans debe agradecer al cielo, a cualquiera de los siete que hay, su condición de autodidacta. Ese instinto le lleva a relacionarse con el grupo representativo del más ambicioso intento vanguardista de la posguerra española, el grupo del "Dau al Set" que tuvo en el poeta Brossa su capador del idioma y en el pintor Tápies su presencia universal. Tanto del análisis de sus gustos como de sus afinidades personales e intelectuales se desprende esa voluntad de olimpismo de creador sobrio y sólido, que sólo da pasos seguros en el campo minado de la selección de gustos y afinidades. El propio Brossa saludaba la aparición del joven pintor diciendo: "...su obra se organiza bajo una ola inmensa que nosotros conocemos bien -¡Gaudí! ¡Miró! ¡Ponç! ¡Tápies!- por haber encendido fuego en el mismo paraje".

    Hasta aquí toda esta información no hace más que dar la razón a esa imagen de artista autocontrolado por la razón y la investigación. Pero cualquier contemplador no excesivamente técnico en la materia, y yo no lo soy, descubre en la más desarmada de las lecturas de Viladecans algo que no concierta con esa imagen. Se huele, se palpa, se intuye y finalmente se ve un relativismo moral que conduce a una posible lectura ambigua. Sí, es cierto, cuando ves un cuadro de Viladecans tienes la sensación de asistir a la última expresión posible y necesaria de la evolución del arte, como cuando te comes una escudella i carn d'olla bien hecha comprendes que acabas de ingerir la última manifestación posible y necesaria de miles de años de pot au feu. Pero eso no es todo. He empleado "relativismo moral" consciente de la ambigüedad del significante. Si la moral ha sido definida como "la eficacia de la razón en las normas de la conducta", yo diría que la moral del artista impregna sobre todo ese momento en el que elige un punto de vista y por lo tanto una actitud hacia sus temas y materiales.
Buscando ese punto de vista uno descubre otro Viladecans tal vez menos necesario para la crítica, un Viladecans capaz de ironizar sobre la pintura, sobre su pintura, sobre la cultura, sobre su cultura. También descubres esa vacilación constante, agónica de todo artista de raza que con una mano pinta y con la otra borraría lo que ha pintado. Las geometrías ordenan el espacio del cuadro, como pretextos estructurales para cobijar iconos emocionados. Es como si esas catedrales de pintura fueran pretextos para situar pequeños objetos rescatados de la más válida cultura: la que se adquiere a cuerpo limpio por el mero hecho de crecer, siempre en la esperanza de que nuestra estatura será la suficiente como para permitirnos asomar por encima del borde del horizonte.

    Se comprende pues una tensión íntima entre cultura con mayúscula y cultura biológica, entre racionalidad y sentimentalidad. Es una tensión lógica en el artista moderno incapaz de asumir la unidimensionalidad del "maestro". El artista moderno ha asumido esa condición de animal mortal de la que no le salvará ni siquiera su obra y ha descubierto que el Arte no es un eco del cielo y del absoluto, sino una convención cultural cada vez más cercada por las artes aplicadas. Una convención cultural en un bosque de convenciones culturales presidido por la convención del valor de lo humano como coartada final, frágil donde las haya, de todos los sistemas de valores.

    El artista moderno sería habitualmente más explícito en su sinceridad si le dejara el crítico. Convertido progresivamente en guía divina de las artes y en racionalizador del mercado, el crítico quiere que el artista se tome en serio su sacerdocio menor, única posibilidad de que el crítico pueda seguir ejerciendo de cardenal. El crítico necesita legitimar su función y su hegemonía sobre el artista alienado e infantilizado, como los brujos tribales o los managers de los boxeadores. Para ello crea un metalenguaje y vende a su víctima la certeza que sin ese metalenguaje su obra no existiría. El crítico es el único capaz de convertir en lenguaje escrito lo que el otro pinta, es el único que puede descodificarlo y acaba siendo un codificador de arte, un programador cibernético, de lo que ha de pintarse, como los críticos telquelianos tratan de programar la literatura contemporánea. En el artista siempre ha anidado la intuición de que el crítico era motivado por el resentimiento del creador impotente. Pocas veces una intuición ha sido tan acertada. La crítica sólo se legítima cuando iguala o supera lo que critica y entonces sólo cabe una posible crítica creadora, como alternativa creacional con otro lenguaje.

    Si el artista responde al programa que dicta la crítica, se beneficiará de su papel de pieza que encaja en el engranaje propuesto. Si no responde a ese programa se quedará sin espejos y puede morir de no producirse algún milagro a lo Cenicienta. Príncipes encantados, marchantes que han tenido una avería en el coche. Las masas que pasan por el estudio y dicen: ¡Oh!, etc., etc. A los pintores que encajan se les succiona de todo lo que interesa como prueba de que el sistema crítico funciona y lo demás las más veces no se ve y cuando se ve se cierra los ojos para no aceptar las debilidades del pupilo, como suelen hacer los managers de boxeadores gagás. Viladecans, con todo y ser uno de los pintores mejor leídos de su tiempo, no ha sido leído a partir de su arqueología sentimental, ni comprendido en su deseo de huir de la cárcel de la trascendencia del Arte.

    Cuando Viladecans expuso en la Sala Gaspar de Barcelona bajo el lema "Entre el guix i l'esborrall" me sugirió la siguiente reflexión crítica:

    "La lucidez es tan interesante como dura; limita el autoengaño hasta lo mínimamente indispensable para sobrevivir y en el caso del artista para seguir componiendo, descomponiendo territorios de expresión, como si estuviera pintando un "puzzle" al mismo tiempo que lo compone y fuera el "puzzle" quien en un momento determinado dijera: Basta, ya estoy hecho. Los signos que Viladecans combina en la parte determinante de su exposición pertenecen a la frialdad de los encerados escolares, a la precisión de los vectores que van a alguna parte a pesar de flotar en el infinito, a las curvas sorprendidas en una parte de su fatal circunvalación.
    "Y esas líneas de precisión, sutiles, inexorables, casi maniáticas, sirven de soporte a objetos de desguace o lúdicos o a esos objetos que pertenecen al país de la propia memoria, ligados a la significación más fugaz. Hay en Viladecans una frialdad poemática sideral, sideral de buhardilla de un Brossa y la irrupción sensorial de calles estrechas de verdad. En este joven pintor coexisten la continuidad de la lógica íntima de un Miró con un alma de paisajista de barrio, dominguero, como si con una mano continuara la Historia de la Pintura enterita, hasta conseguir la fachada libre en la naturaleza libre.
    "Viladecans parece un heredero al mismo tiempo enfrentado a lo más alto de la impresionante e inmediata tradición plástica catalana. Diríase que o bien le falta fe en la pintura o que quiere arrebatársela a los dioses para dársela a los hombres, juego de manos que ya intentó Prometeo con el fuego y con la sabiduría. Sin el dramatismo mitológico, Viladecans maneja diestramente con una mano la tiza con la que rubrica una impresionante ejecutoria artística. Impresionante por lo que tiene de seria, severa consigo misma, exigente con la codificación de un universo de signos propios.
    "Pero a mí me interesa más la otra mano. La que sostiene el borrador. La que puede sacar música áspera y polvo de nada y abrir un camino hacia el otro lado del cuadro."

    A través de los objetos inventariados por la pintura del primer Viladecans llegaremos a una cierta comprensión de esa arqueología sentimental: zapatos, sobres de carta, escuadra, esparadrapo, chincheta, hoja de afeitar, pincel, cerillas, serpentinas, pinzas de tender la ropa, cuchara, garibaldis. Todos estos objetos tienen un alma objetiva y ocupan un espacio precioso en toda educación sentimental. Los zapatos duermen como animales vaciados o están muertos, deshabitados para siempre como un perro reventado en el margen de una carretera. La perfección del sobre cerrado oculta la parcela del misterio, de novedad que irrumpe en la rutina de lo cotidiano. El esparadrapo es el remiendo de la piel humana y tiene tanto de grotesco como de evocación nostálgica de medicina casera, humana, de medicina que no conlleva vida o muerte. La chincheta es un clavo lúdico que los niños aprecian porque no requiere otro instrumento que el dedo y, en general, sirve para colgar chucherías del espíritu. La hoja de afeitar es una pequeña amenaza helada aprisionada por la boca irreversible de la maquinilla y es también un lengüetazo metálico de ámbito cerrado, recién amanecido, en pleno ritual del afeitado liberador de la sombra animal sobre la piel humana. El pincel es un signo obvio en un pintor, pero al reproducirlo traduce una capacidad de constante sorpresa ante la pintura, porque probablemente hace referencia al primer pincel que vio o al único pincel que siempre ha visto. Las cerillas evocan la magia del pequeño fuego dormido y que al despertar destruye su instrumento de vida, ligada al poder menor de los adultos, ejerce sobre el niño una fascinación equivalente a la de la chincheta: es un fuego pequeño, a su medida, que puede provocar y manipular. Las serpentinas y los garibaldis son sensaciones gozosas de ruido, color y textura ligadas a la educación popular de la fiesta. La cuchara ha sido el finis terrae de los otros, esa punta a través de la cual nos manifestaron su necesidad de que viviéramos y luego en nuestras manos es el primer signo de independencia. La aguja de tender la ropa es todo un ambiente de sábanas tendidas y manos precisas, también es un cuerpo casi vivo, más digno a medida que lo pudren humedades y lluvias. Todos estos son objetos evocadores de pequeños poderes y atributos, como si Viladecans quisiera hacer suya la afirmación genial del humorista Chumy Chúmez: "El hombre es la medida de todas las cosas pequeñas."


Sifó rectificat, 1973
    Cuando se complementa este inventario del "primer Viladecans" con sus últimas referencias objetuales descubre la continuidad que priva en su filosofía de apropiación. De todos los "últimos objetos-iconos" escojo ese Sifón rectificado de 1973, esa Vinagrera de noche de 1975, dos objetos comunes, domésticos, de cristal tosco, envueltos por una cárcel de alambradas que amenazan clavársete en los ojos. Hay aquí una propuesta de impacto visual y de libertad de lectura, pero se impone la lectura privilegiada de la cotidianeidad amenazante y amenazada, como riesgo y condena, cárcel impuesta y cárcel asumida.

    El cadáver de un bacalao seco, salado, destripado, convertido en un alma deshabitada que exige el olvido de todo origen; cicatrices y signos de dirección o de simple codificación y clasificación en las cosas que prolongan cada día el cuerpo: una pipa, un sacudidor de polvo, una brocha de pintor de paredes, sorprendida en su condición de objeto gastado y vencido por la textura pesada y húmeda de la pintura; un bastón asomado a un cuadro; un paraguas convertido en un cuerpo disecado por los entomólogos, como si fuera una mariposa negra muerta de perfil; martillos, martillos, martillos, dureza visual y vida; sacudidores, sacudidores, sacudidores con su pequeña agresividad de todas las mañanas domésticas; hoces y cadenas nada épicas, diríase que oxidadas y abandonadas por la épica, objetos todos ellos colgados y tratando de orientarse en territorios de la memoria.

    Hay pues un humanismo latente en esta pintura y quitemos a la palabra humanismo la carga de beatería beneficiente e hipócrita de que lo ha revestido el humanismo burgués y el marxismo electoralista. Todo un sistema expresivo es el resultado de sublimar todo lo pequeño que el hombre puede medir, lo que realmente pertenece a sus manos, a su conciencia, a su memoria. El viaje al pasado siempre pasa por el subconsciente, porque el pasado está allí y el artista crea a partir de la memoria valiéndose de su escritura particular.

    La conversión de esos materiales, temas y argumentos en pintura no pasa en Viladecans por el filtro de una filosofía sobre sí mismo, lo que le llevaría a literaturizar lo que hace. No hay intermediarios entre su universo de referencias y su traducción plástica y por eso es un pintor sin cuento, es un pintor que no tiene cuento porque no dramatiza (en el sentido teatral del término) la traducción plástica de su universo de referencias. Es más, lo traduce domesticado por una técnica serena, pulcra, nítida que impregna y da carácter a la matiére, brindándonos una de las muestras más clásicas de la pintura contemporánea. El clasicismo es una actitud del espíritu, pero también es una técnica de expresión y de control de los esfínteres de la subjetividad. Hay artistas que se cagan, que se mean, regüeldan y eyaculan a través de su obra en una malcriada imposición de un yo traumatizado al inocente receptor. Otros juegan limpio y hacen de la limpieza una técnica.

    A la larga el artista pulcro tiene la victoria asegurada sobre el receptor, pero provoca irritaciones coyunturales. Se pide que el artista agonice en público cuadro a cuadro, poema a poema y ofrezca el espectáculo añadido de su angustia. Un clásico como Goethe irritó a la crítica romántica y expresionista porque era un agnóstico sin regodeo pero sin angustias, un simple agnóstico consecuente, tenazmente cotidiano. Un pintor como Viladecans puede irritar porque siempre aparece sin manchas ni arrugas, como recién planchado y obliga por lo tanto a una lectura en profundidad, sin la ayuda del espectáculo.

    En la dimensión de lo comunicacional, la pintura de Viladecans se inscribe dentro de la propuesta artística sin complicidades previas. El artista auténtico no puede hacer guiños al receptor, no puede darle el codazo que traduce quién sabe qué presupuestos. El receptor termina la obra, muchas veces sin necesidad de descifrarla y su asimilación siempre pasa por una interpretación, racionalizada o no. Ya he dicho que la modernidad de Viladecans se basa precisamente en que no imita lo moderno, lo que implicaría pactar con la retórica, sino que lo desencadena. "Lo nuevo", concepto más completo que "lo moderno", está encadenado por todo lo que conspira para la conservación de lo viejo y el artista no tiene más que actualizarlo desencadenándolo. Una vez ha conseguido este importantísimo paso previo, y Viladecans lo consiguió muy joven, ha de subirse a una lógica y hasta cierto punto dejarse llevar por ella, algo que Picasso supo expresar tan bien cuando dijo: - Yo no busco. Encuentro.

    Es una actitud difícil de mantener en la era del consumo engullidor morboso de cotidianas chucherías y en un momento en el que incluso se ha construido una teoría de la contingencia necesaria de la cultura y el arte. La dictadura del mercantilismo, ávido de novedades que exciten al consumidor, ha sido legitimada por algunos teóricos que la aprehenden como una consecuencia natural y legítima de la evolución interna del arte.

    Admito que mi "lectura" de Viladecans peque de complementaria. Tan complementaria puede ser la lectura de un aspecto, como una lectura previa derivada del aspecto que uno pretende como fundamental. Es esta mi opción. Por lo demás, la pintura de Viladecans admite una lectura total obvia, como obvia es su perfección estructural y la lógica interna de cada uno de sus cuadros. Una lectura estructural de Viladecans descubre una gran riqueza expresiva demostrada en la cantidad de recursos léxicos que exhibe.

    Si yo fuera un crítico de arte o un crítico cultural a secas, hubiera intentado proponer una lectura a partir de una coherencia doctrinal determinada. Una lectura ideológica, neoestilista, historicista, estructuralista, o una síntesis de todas ellas o de dos en dos. Todo analista debiera enseñar sus motivaciones, como todo prestidigitador debiera enseñar sus trucos. Mi motivación es la reivindicación de la libertad de escribir y de la libertad de leer, utilizando para ello a uno de los pintores aparentemente más programados.

    La historia de las artes es un proceso conflictivo en pro de la liberación de la relación emisor-receptor y su final fusión. Es más, yo diría que este es el sentido mismo de la Historia en todas dimensiones. El artista pasa por toda clase de controles y llega al siglo XXI en el mejor de los casos con tres controles acumulados: el mercado, la crítica parásita y los intermediarios de variada condición. La pintura de encargo del mecenas renacentista se convierte en la pintura de encargo del consumidor burgués y más tarde en la pintura de encargo del crítico-promotor. Ante el escepticismo y el cinismo que impregna la cultura y la civilización burguesa, el creador se ve cotidianamanete enfrentado a la sucia alternativa de elegir entre la retórica legitimada o la angustia, y siempre en la ya clara conciencia de que se ha decretado el sálvese quien pueda en la nave que se hunde con sádica y masoquista lentitud.

    En este contexto Viladecans me parece un extraño ser, indudablernente humano, que ha buscado un rincón en la cubierta de la nave donde pinta fiel a un legado, fiel a sí mismo y fiel a los demás, consciente de que la necesidad del arte sobrevivirá al naufragio. Si yo buscara una palabra asociable al conjunto de sugerencias que me ofrece su obra yo pronunciaría en voz alta: Geometría y a continuación añadiría en un tono de voz más bajo: y Compasión. Viladecans es un pintor creador de orden, pero no saca sus materiales del laboratorio del espíritu, sino del laboratorio de la vida. Como toda persona lúcida está condenado a no poder amar y a sustituir el amor por la compasión.