M.V.M.

Creado el
5/4/2000.


CARTAS DE PARÍS

Vázquez Montalbán

JOSÉ LUIS DE VILALLONGA

La Vanguardia 21 / 2 / 2000


Es cosa harto difícil presentar un libro sin aburrir a las ovejas. Tampoco creo que sea ni útil ni imprescindible. Reunir a varios centenares de futuros lectores para explicarles durante una hora larga en qué consiste el libro que deberían de comprar me parece una operación de alto riesgo, tanto en detrimento del autor de la obra como en el del paciente público a quien le roban la ilusión de su curiosidad. Cuando Luis María Anson presentó "El sable del Caudillo" comprendí de inmediato -antes de que se desencadenara la memorable y tabernaria trifulca- que después de haber escuchado de labios del académico la lectura de casi la mitad de cada uno de los capítulos del libro, ya no había razón alguna para que nadie se precipitara a la librería más cercana. Es desgraciadamente fundamental no equivocarse en la elección del presentador. Hay que descartar de entrada a los políticos. Están los pobres tan desacreditados que basta que cualquiera de ellos alabe un libro para que todos pensemos que, una vez más, está mintiendo. Tampoco es buena idea echar mano de escritores o de periodistas famosos que sólo hablan bien cuando satisfacen sus egos. También, por mucho que nos pese, hay que olvidarse de los amigos. Los amigos raras veces nos quieren por razones válidas y el elogio de un amigo siempre suena a exageración. Si el amigo osa mostrarse crítico con nuestro trabajo, no es fácil descartar la idea, o por lo menos el sentimiento, de que sea un traidor.

Para la próxima presentación del primer tomo de mi "Memoria" necesitaba encontrar un hombre, o una mujer, que tuviera una clara percepción de la vertiginosa velocidad con que han ocurrido los grandes cambios sociales y políticos en el transcurso del siglo XX. Alguien que tuviese una visión global de las metamorfosis que, por bien o por mal, nos hayan afectado. Alguien cuya ironía ejerciese, no de paliativo, sino de aguijón. Así que no pude menos que pensar en Manuel Vázquez Montalbán, el prototipo de lo que los franceses del siglo XVIII llamaban "un honnête home". Un escritor de afilada pluma, cuyos picotazos mañaneros temen los malvados y que tiene por fieles lectores a los más armados cocineros y por ende a los poetas.

La verdad es que me encanta ese hombre. Una vez dijo algo que quedó grabado para siempre en mi memoria. Dijo que "el movimiento se demuestra huyendo" algo que sólo puede decir alguien que, como yo, se siente permanentemente agredido desde el exterior de sí mismo. Me parece importante que este hombre -del que quisiera ser un amigo y del que me temo que sólo soy un conocido- cultive con exquisitez en sus escritos el arte de la gastronomía, a la que ha sabido convertir en una pura emoción literaria, quizá porque esté convencido de que los grandes entendimientos entre los seres humanos se hacen a menudo a través de la buena cocina. Vázquez Montalbán sabe, como yo, que el mejor modo de enamorar a una mujer es haciéndola pasar antes por una gran mesa. A veces me preguntan por qué les tengo tanto amor a las francesas y siempre contesto que porque son las únicas que después de hacer el amor saben preparar una "omelette aux fines herbes" que quita el sentido. Comer junto a una mujer que no ha tenido tiempo, ni ganas, de vestirse de nuevo, es el medio de comunicación más eficaz cuando se prescinde de la palabra. Yo entiendo bien a aquellos caballeros de antes que, como el duque de Medinaceli, acabaron casándose con su cocinera. El buen hombre debió de morir en olor de ajillos tiernos.

Hombre lógico y consecuente, Vázquez Montalbán parece temerle a los estragos que pueda causar la pasión. Coincido con él en sentirme azorado ante todo aquel o aquella que presume de vivir su vida intensamente, porque creo firmemente que todo lo que se haga bajo los efectos de la pasión, sólo puede ser producto de una mente anclada en su etapa infantil. Si hay que huir del apasionado como de la peste, conviene por el contrario acercarse lo más posible a quienes practican el humor y la ironía. Hace ya mucho tiempo que yo he dividido a mis amigos en dos categorías: aquellos a los que "Un pez llamado Wanda" había dejado fríos y aquellos que, como Vázquez Montalbán, todavía se están riendo. El humor, como la ironía, es el pudor de los hombres inteligentes.

Con humor y con ironía habla mi futuro presentador de la poesía que agoniza, según él, por falta de críticos en los suplementos dominicales de los grandes diarios. A los ojos de Vázquez Montalbán, la poesía se ha convertido en algo parecido al onanismo practicado por un viudo o por un cura de pueblo.

Sin que hayamos confrontado nunca nuestras opiniones, creo que los dos pensamos que los ministros de Cultura no sirven para nada, ya que las pautas culturales las han marcado siempre los ministros de Hacienda en sus momentos más roñosos. Vázquez Montalbán me ha hecho un gran honor aceptando ser el presentador, el 30 de marzo próximo en Barcelona, del primer tomo de mis memorias. Más que un honor, es la prueba de que nuestra incipiente amistad puede quedar debidamente cimentada por este acto de arrojo, aunque no estoy del todo convencido de que eso ocurra después de que el padre de "Pepe Carvalho" se entere, al leerme, de quien soy yo en realidad. En esas memorias, a fuer de ser brutalmente sincero, el que peor parado sale soy yo. La imagen no es siempre cautivadora. Es la imagen de alguien conscientemente disparatado, poco respetuoso con los lazos de sangre, falto de caridad con las mujeres que han pretendido desquiciarme, distante y frío con los que, sin serlo, pretenden ser mis íntimos, fascinado por cualquier palabra correctamente situada en su contexto, rendido esclavo de una antigua y polvorienta estética, mordaz con la mona que se viste de seda, implacable con los que me fallan, sensible al halago inteligente y grosero con los que creen que la finura depende del dedo meñique. Alguien con el que no conviene salir de noche porque de madrugada puede ser otro. En fin, una persona poco recomendable según los cánones de quien no ve más allá de sus narices. Alguien que tiene el orgullo de ser inclasificable.


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