Creado el 8/1/2001.
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Manifiesto anti-corrupción
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Escrito a petición de Izquierda Unida y publicado en EL PAÍS, 31 / 5 / 1990
Cuarenta años de franquismo no pasaron en balde y, junto a herencias estructurales acarreadas por la lógica de la transición, han quedado secuelas de cultura política reaccionaria que descansan en la afirmación básica: Todos los políticos son iguales, y en su complementaria: La política para quien vive de ella. A un sustrato apoliticista anarquizante se sumó la interesante despolitización antidemocrática practicada por el franquismo, y ahora parece como si la democracia recuperada en 1978 quisiera aportar su propia dosis de nihilismo. Cunde la sospecha de que vivimos en pleno estado de corrupción, como en el pasado vivimos frecuentemente estados de sitio o de excepción, y que ese estado de corrupción es connatural con la política democrática y con sus privilegiados intermediarios: los políticos profesionales. Ayudar a instalar la conciencia social española en la fatalidad de que la corrupción ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma, abre una caja de Pandora de la que pueden salir o fascismo o cinismo; el primero como expresión política final del apoliticismo y el segundo como estado ético colectivo que contempla la corrupción como una segunda piel de la relación política-economía-sociedad.
Desde hace medio año la vida política española gira en torno de escándalos económicos en su mayor parte referidos a posibles sobornos y cohechos habituales en la relación entre empresarios, gestores políticos e intermediarios que relacionan a los primeros con los segundos. Las mordidas obtenidas en esa relación al parecer tratan de ayudar a financiar los partidos, aunque es evidente que algunas migajas dejan a los intermediarios para que hayan podido acumular fortunas milagrosas de la noche al día o para engordar fortunas que vienen de lejos, repetidamente amnistiadas por la historia.
Sólo desde una posición interesadamente involucionista o torpemente carroñera se puede sostener que el estado de corrupción ha sido consecuencia de la hegemonía socialista a partir de 1982. Pero es evidente que afirmaciones y gestos que demasiado frecuentemente emite el poder han ayudado a crear una impresión colectiva de zafarrancho de enriquecimiento. Se nos ha dicho tentadoramente que España permitía rápidas riquezas y que un alquiler de 400.000 pesetas mensuales por un apartamento era comprensible; y si las afirmaciones han sido difíciles de comprender viniendo del patrimonio ideológico de donde venían, mucho más escandalosos han sido los gestos: fomento de una nueva clase rica intermediaria del poder, protagonismo de los héroes de las opas agresivas por encima incluso de los héroes del fútbol o del rock, fascinación de los gestores públicos ante el poder bancario, toda clase de oscuridades en la reprivatización de Rumasa, el mal ejemplo de una nueva mesocracia funcionarial con despensa y llave en el ropero y coche oficial, amistades peligrosas con tahúres internacionales, incomprensión ante las reivindicaciones de los trabajadores y puente de plata a los profetas de toda suerte de trenes de alta velocidad... De la categoría a la anécdota, parte del caldo de cultivo del estado de corrupción se ha fomentado desde el poder, por más que de vez en cuando se haya recomendado a sus servidores que fueran de vacaciones con el botijo, la suegra y un pañuelo con cuatro nudos en la cebeza, a guisa de jipi-japa posmoderno.
Casos como el de Juan Guerra, Naseiro, Prenafeta o el que afecta a las concesiones del juego en el País Vasco han sido puntas de un iceberg que no tiene por qué circunscribirse a Andalucía, Valencia, Cataluña o el País Vasco. Estas cuatro puntas del iceberg se han visto o se han detectado por teléfono, pero nada invita a pensar que en otros puntos de la geografía española el saqueo, incluso legal, no se haya cometido. Porque de saqueo hay que hablar cuando concesiones políticas, que debían tener en cuenta ante todo el interés público, hayan podido hacerse teniendo en cuenta quién daba la mejor comisión. ¿Cuántas concesiones no quedan ahora bajo la sospecha de este interés particular no necesariamente concertado con el general? Lo que fue rumor, malquerencia, suspicacia hasta fines de 1989, se convirtió a comienzos de 1990 en evidencia. Era el momento para una reacción depuradora a iniciar por el propio Gobierno y por la institución que detenta en primera instancia la delegación de la soberanía popular: el Congreso de los Diputados. Al contrario. Tanto el Gobierno como un sector sorprendentemente mayoritario de sus señorías se cerraron en banda, decretaron un particular estado de socorros mutuos al que alguien llegó a llamar bloque constitucional, contribuyendo así a la sospecha antigua y moderna de que Dios los crea y ellos se juntan. Presionados por buena parte de los medios de comunicación, pusieron en marcha un tartamudo proceso de investigaciones morosas y tacañas que todavía hoy pertenecen al secreto del sumario de la jerga parlamentaria. Lo que era una grave crisis de credibilidad democrática colectiva se convirtió en estricta lucha por la conservación del poder, inculcando desde el mismo la prevención de que todo el escándalo era fruto de medios de comunicación huidos de mercancías escandalosas y de la oposición de fondo que no se resignaba ante los sucesivos vapuleos electorales.
Así están las cosas. El llamado caso Naseiro no ha merecido otro gesto por parte del Gobierno que la propuesta del señor presidente de que don José María Aznar, si entra en razón, podría sumarse al club de socorros mutuos, acentuando así el sospechoso carácter de tan interesada alianza. Frente a esas tácticas filibusteras del Parlamento se corre el peligro de que todo el trabajo de concienciación crítica asumida por los medios de comunicación no amarillistas se convierta progresivamente en una semanal liturgia de la sospecha, sin el menor carácter moralizador social. Es más. Si algo caracteriza el tono moral social es el aumento del sarcasmo y del cinismo, concretado en la expresión: Si yo pudiera también lo haría. Testimonios y denuncias de los medios hubieran ultimado su eficacia de haber sido asumidos por los políticos, que podían convertirlos en medidas legislativas, operativas y culturales de cambio ético. Aún se está a tiempo para que el Gobierno y el Parlamento se desbloqueen y tomen la iniciativa en un proceso clarificador que, sin duda, pasa por el sacrificio de los responsables de los desaguisados, pero que restituiría el poder y la gloria a una sana mayoría de gestores políticos.
Aun siendo nuestro problema, es fundamentalmente su problema. Como representantes de la sociedad civil no podemos pretender otra cosa que ellos actúen y autorreglamenten el giro ético, que difícilmente puede rehuir comisiones de investigación sobre lo hecho, no sólo a escala Congreso de los Diputados y Senado, sino también en las dimensiones de poder autonómico y municipal. Urge una complementaria red de auditorías, de carácter administrativo o privado, pero siempre lo suficientemente técnicas para que no se conviertan en simples batallas de descrédito preelectoral. Porque es importante resaltar que no es tiempo de sermones, pero tampoco de jugar a ver la paja en el ojo ajeno, a la espera de que nuevos escándalos vayan reduciendo el club de los virtuosos y aumentando el club constitucional. Lo que está en juego no es la hegemonía del partido en el poder o la capacidad de alternativa de la oposición mayoritaria, sino la confianza social ante la mayoría democrática y ante la democracia misma. Si esa confianza se extingue, quedan afectados por igual virtuosos y viciosos, dentro y fuera del poder.
Pero la sociedad civil no debe desentenderse, a pesar de que la política profesional haya hecho todo lo posible porque se desentendiera, arrasando la ya escasa disposición asociativa del pueblo español, arrasamiento que estuvo a punto de llevarse por delante incluso a los sindicatos. Si las asociaciones de vecinos no estuvieran tan diezmadas y escépticas o tan colonizadas, muchos de los chanchullos realizados hubieran sido imposibles. Si los profesionales que intervienen en la relación política-economía-sociedad dispusieran de medios colectivos de presión critica no corporativista, esa relación no hubiera quedado a veces en manos de salteadores de sobremesa o de teléfono. Si la sociedad civil española estuviera articulada y dispusiera de saberes capaces de forcejear dialécticamente con los del poder, las garantías sociales de las decisiones llegarían a un punto óptimo. Por eso convocamos a formaciones políticas, movimientos sociales o simples personas que algo quieran hacer para recuperar un clima de confianza democrática que es imposible recuperar a base de controles telefónicos. Una situación en la que la barbarie del cinismo generalizado sólo pudiera contrarrestarse mediante un control policiaco en la frontera de lo legal arruinaría la lógica del mismísimo Estado de derecho.
Todo antes que aceptar la corrupción como una enfermedad crónica que llegaría a ser parte del sistema, como poder mismo en las repúblicas bananeras y como poder paralelo en repúblicas tan sofisticadas y europeas como la italiana. Doce años de democracia no nos dan derecho a tanta apatía, y bastaría un esfuerzo coaligado de Gobierno, partidos, movimientos sociales y ciudadanos, para que la exigencia ética se hiciera cultura y no enunciado, regla y no excepción. Hagan lo que hagan Gobierno y parlamentarios, aun siendo fundamental, no excluye que propongamos un trabajo de debate sobre la situación y su posible salida, en una campaña estatal de concienciación sobre la relación democracia-ética-política, es decir, sobre la honradez intrínseca de la democracia. Debate al que convocamos en primer lugar a los sindicatos, porque, por lo visto el 14 de diciembre, supieron vertebrar un desasosiego civil amorfo. A todo el asociacionismo superviviente, a todos los colectivos existentes o por crear, a todos los medios de comunicación, a todos los profesionales que intervienen en la creación de saber y opinión. No se trata de sustituir a los políticos, sino de ayudarles a salir del Laberinto de las Sirenas.
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