M.V.M.

Creado el
15/11/98.


El prólogo de Nèstor Luján

Introducción a
LA COCINA CATALANA

Península, 1979

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN


A la gente de izquierdas suele no importarle gran cosa si el menú del día consiste en un bocadillo de huevo duro o en una queue de boeuf grillée a la Sainte-Menehoud. Entre uno y otro menú más que una cuestión de poder adquisitivo media una cuestión de imaginación y cultura. Un servidor es de izquierdas de toda la vida y descubrió la gastronomía casi al mismo tiempo que la Historia del pensamiento socialista de Cole. Y puedo decir que por entonces era mucho más caro comprar la obra completa de Cole que largarse hasta la frontera francesa para exigir una queue de boeuf grillde a la Sainte-Menehoud. No negaré que de la obra de Cole he extraído muchas enseñanzas y sobre todo un itinerario de lecturas de clásicos que han reconfortado mi espíritu histórico en horas de difíciles pruebas. Pero esta declaración de principios no me obliga a avergonzarme de los excelentes ratos que he pasado con la ya tan citada cola de buey, acompañada de una deliciosamente corrosiva salsa diabla. En otro orden de cosas bastante próximo he comprobado que la mayor parte de buenas gentes sensibilizadas por la cuestión catalana están al tanto del escaso 14% de inversión que Cataluña recupera del dinero que se lleva el centro. En cambio no tienen ni la menor idea de que entre las señas de identidad catalana destruidas están las señas gastronómicas. El paisaje catalán está ocupado en un cincuenta por ciento por carteles que anuncian urbanizaciones y el cincuenta por ciento restante lo ocupan carteles en los que se promete al viajero un paraíso gastronómico que sólo tiene dos caminos de llegada: el pan con tomate y jamón y el conejo a la brasa con ajoaceite. Más de un siglo de Renaixença histórica no ha dejado otra huella gastronómica que el pan con tomate protegido por una peliculilla de jamón plastificado y una pata de conejo industrial, maltratada descuidadamente por un fuego desordenado y apenas balsamizada por un ajoaceite de minipímer. Cierto que hay un orden de prioridades y que el objetivo espriuano de «salvar las palabras» se me revela fundamental en los tiempos que han corrido y corren. Pero creo legítimo cualquier esfuerzo paralelo para salvar una parcela de identidad que merece un rincón en la memoria colectiva de nuestro pueblo.
    Hay en Cataluña excelentes gastrónomos, pero suelen ser de derechas y su catalanismo no suele exceder los prudentes límites de la Lliga. Nèstor Luján es el más avanzado de nuestros tratadistas gastronómicos, pero para bien de todos sugiero que persista en su alineación demoliberal, tan útil en los tiempos que corren y casi materia prima a guardar como oro en paño ante los tiempos que se avecinan. A Nèstor Luján debo excelentes lecciones de gastronomía en aquellos tiempos de la Escuela Oficial de Periodismo en que descubrimos que las clases de Nèstor sobre pipas, novela norteamericana contemporánea y cocina francesa eran mucho más interesantes que las que académicamente le había atribuido el programa. Nèstor nos dio una clase sobre el nacimiento, crecimiento y muerte de la cocina barcelonesa del bacalao anterior a la guerra civil, que tendrá algún día su Julián Marías y su publicación a cargo de un Consejo Superior de Investigaciones Científicas capaz de impedir la fuga de lenguas y talentos.
    Al aludir a los sabios catalanes sobre gastronomía no hacía otra cosa que introducirme en la definitiva justificación de mi obra. La escribo con la voluntad de prestar un servicio cultural y político, con el empeño de convertirla en el libro rojo del catalán viajero que le acompañe en sus desplazamientos por el país y le sirva de catecismo a blandir ante las barbas de mesoneros traidores, mercantilizadores de pan con tomate y conejo a la brasa, que a veces han montado sus negocios en tierras que cuentan con platos excelentes sepultados bajo distintas capas de destrucciones bárbaras. Recuperar la cocina catalana es hoy día un esfuerzo casi arqueológico con excepción de escasas zonas que han conservado una gran fidelidad a su identidad gastronómica: por ejemplo, el Empordà. En el resto cada excepción confirma la regla y la memoria gastronómica se ha reducido a uno o dos platos semiocultos en las listas de comida ridículamente estatal (me refiero al Estado español) o no menos ridículamente internacional (por ejemplo el «arroz a la milanesa» que se pregonaba en un restaurante radicado en tierras donde en otro tiempo el arroz con sepia y tinta resistía la comparación del mismísimo caldero del Mar Menor).
    Escribía Julio Camba en su obra La casa de Lúculo: «El ferrocarril ha matado la mayoría de los mesones, ventas, fondas, posadas y paradores que acogían al viajero en los antiguos caminos; pero el automóvil va resucitándolos. Durante cincuenta años, poco más o menos —el primer ferrocarril de España, que fue el de Barcelona a Mataró, se abrió al público en 1848, y los primeros automóviles no comenzaron a rodar hasta comienzos de siglo—, nuestras carreteras quedaron relegadas a un tráfico secundario que, por relación con el marítimo pudiéramos llamar tráfico de cabotaje, y si los arrieros y trajinantes miran hoy al automovilista como un intruso, los venteros, en cambio, reconociendo en él a un viejo cliente de los buenos tiempos, lo acogen como al hijo pródigo y le abren sus puertas de par en par. La cocina regional renace de sus cenizas...» Mala profecía la suya, porque el automóvil es el principal responsable de que de la vieja cocina regional no queden ni las cenizas. La mercantilización de una pseudococina típica se ha producido por culpa del pequeño burgués dominguero desculturalizado y con hambre de naturaleza, aunque fuera de cartón piedra. Y para ese fugitivo del terror urbano se ha construido una gastronomía de cartón piedra, una gastronomía ficción, cuando no una gastronomía made in USA interpretada por el coro de la rabia.
    Y sin embargo, hoy por hoy debemos contar con ese fugitivo para que exija un retorno a las fuentes, para que a partir de un cierto criterio pida a cada mesonero un juramento de Santa Gadea.
    —Antes de ponerme a comer en su mesa, júreme que el bacalao a la llauna es bacalao a la llauna y que nunca lo ha falsificado usted en el pasado.
    Otro posible instrumento de reconquista sería la decidida intervención de entidades como el Institut d'Estudis Catalans o el Òmnium Cultural para crear una red de restaurantes representativos del pasado gastronómico, ubicados precisamente en las zonas más adulteradas, a manera de misiones gastronómicas en tierra de paganos. Y no sería descabellado que las asociaciones subterráneas que luchan por la Cataluña del futuro incluyeran en sus reivindicaciones el respeto a las normas gastronómicas, mal que les pese a compañeros de viaje exclusivamente empeñados en reivindicaciones políticas homologadas. Fue Nebrija el que dijo «Siempre fue la lengua compañera del Imperio», y nadie tiene por qué interpretar la palabra lengua en una sola significación. Y fue un político de la Lliga, el señor Ferran Agulló i Vidal, quien escribiera al frente de su Llibre de cuina catalana: «Cataluña, así como tiene una lengua, un derecho, unas costumbres, una historia propia y un ideal político, tiene una cocina. Hay regiones, nacionalidades, pueblos, que tienen un plato especial, característicos, pero no una cocina. Cataluña la tiene, y aún tiene más: dispone de un gran poder de asimilación de platos de otras cocinas como la francesa y la italiana; hace suyos los platos de dichas cocinas y los modifica a su estilo y gusto.»


El prólogo de Nèstor Luján