M.V.M.

Creado el
22/8/2001.


Literatura o historia

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

incluido en Almanaque Franquismo pop, edición al cuidado de Guillem Martínez, Mondadori, 2001.


    

    El narrador puede permitirse ajustes de cuentas impropios, supongo, para un historiador y así estuve esperando quince años para hacer balance novelesco de mis largas relaciones con Franco, interrumpidas casi del todo aquella madrugada en la que se murió y Rosa Regás me lo comunicó por teléfono. Yo había esperado la noticia hasta las tres, contemplando documentales sobre aves increíbles y sarpullidos de plantas en otro tiempo sanas, y de mi incipiente sueño me despertó Rosa para darme una nueva que me llenó de inquietud y esperanza, estado en el que permanecí durante años hasta que me liberé del quiste interiorizado de la relación franquismo-antifranquismo mediante la escritura de Autobiografía del general Franco.

    No ignoro que las teorías dominantes sobre crítica literaria tienden a prescindir de las explicaciones que pueda dar el autor sobre el porqué o para qué o cómo de su obra. La obra debe decirlo todo, pero cuando una novela como Autobiografta del general Franco se basa en la falsificación misma de lo histórico, creo que el autor merece ser escuchado sobre todo porque ha suscitado la mirada recelosa de algunos historiadores, sin duda los científicos más celosos de su territorio. Yo había tenido treinta y seis años de cohabitación con Franco y la cultura franquista, desde que nací hasta que Franco murió. Aparte de esta legitimación biológica de mi conocimiento de Franco, a fines de los años sesenta recibí el encargo de José Martínez, responsable de Ruedo Ibérico, de redactar un libro de pensamientos de Franco, parodia de El libro rojo de Mao. Así nació El libro pardo del general, publicado en París sin que yo, naturalmente, lo firmara. Escribirlo significó un vaciado del pensamiento de Franco a partir de sus discursos y escritos, y sobre esta base redacté Los demonios familiares de Franco, publicado por Dopesa después de la muerte del dictador. Estaba pues documentalmente preparado cuando me llegó la propuesta de editorial Planeta de escribir un Yo, Franco, dentro de una colección de supuestas autobiografías, meritorio empeño demasiado ancho para mí, porque jamás me han gustado desafíos literarios que me parezcan algo así como construir la catedral de Notre-Dame con mondadientes. Si me enfrentaba al desafío de novelar la vida de Franco, yo sólo podía hacerlo desde la tensión dialéctica del antifranquismo. Tras darle muchas vueltas a la estrategia narrativa creo que resolví a mi medida los dos problemas previos fundamentales en toda novela: el. punto de vista y la verosimilitud lingüística. El punto de vista de una autobiografía de Franco como la mía no es Franco, sino el novelista que ha recibido el encargo, que padecerá a lo largo de todo el libro una escisión entre el mandato profesional y la rebelión personal contra el franquismo. La verosimilitud lingüística pasaba por dotar a Franco de un lenguaje verosímil que no fuera en sí mismo paródico porque eso hubiera desautorizado al supuesto novelista Marcial Pombo que le está redactando una autobiografía a su medida.

    Pero ¿cómo escribía Franco? Tenemos textos de juventud como Diario de una bandera, sus discursos trascendentales, los artículos generalmente sobre masonería que firmó con el seudónimo Jokin Bor, algunas páginas de lo que iba a ser, ésta sí, su autobiografía, que transcribió su médico el doctor Pozuelo. A partir de estos referentes construí un lenguaje digno y pulcro porque Franco lo emplea para autojustificarse y ningún autobiografiado utiliza la autobiografía para autodestruirse. Es una escritura supuesta y verosímil en relación a la estrategia del libro, independientemente de que hubiera sido la escritura real de Franco. Algunos historiadores me reprocharon la excesiva dignidad del código lingüístico del Caudillo, los mismos que se molestaron porque el libro es una inculpación no sólo de Franco sino de los sectores sociales que lo hicieron posible y le ayudaron a sucederse a sí mismo durante casi cuarenta anos. Es empeño especial de cierta historiografía española objetiva cargar a Franco de todas las cadenas que quitan a los poderes fácticos y a la sociedad cómplice, tal vez porque algunos de esos historiadores provienen de esos sectores y demonizar a Franco significa angelizar a sus propios ancestros.

    Cuando la novela salió al mercado fue un éxito de ventas sin duda condicionado por la atmósfera que acompaña a todo centenario y junto a ella aparecieron otros libros apologéticos de Franco, así como la necesaria biografía de Paul Preston. De todas las críticas que se hicieron a mi Autobiografía del general Franco la más injusta por lo fútil fue una anónima, perdida entre los pliegues de un balance de novedades, publicada en El País, en la que se decía que mi visión de Franco era la Coca Cola y la que había escrito Vizcaíno Casas era la Pepsi Cola, como si el editor hubiera prefabricado la competencia para cubrir todo el espectro del mercado. Yo desconocía que Vizcaíno Casas fuera a competir conmigo y escribí desde toda clase de angustias la novela más dificil por lo que tenía de condicionantes pretextuales: materia histórica, los hechos ineludibles, documentos, implicación ideológica, voluntad de contribuir a una memoria histórica antifranquista, la única memoria que se merece uno de los criminales de guerra más mediocres de este siglo. Al hacer el que supongo último balance por mi parte de aquella novela, descubro que fue ante todo un problema lingüístico: encontrar el código de un sujeto bifronte, franquismo y antifranquismo, puesto que la novela es al mismo tiempo la autobiografía de Franco y de la oposición que él mismo magnificó y la que realmente mantuvo la resistencia desde 1939 hasta el final.

    Como siempre ocurre en literatura, la verdad de Autobiografía del general Franco no depende de la verdad de los hechos o los datos o de la bondad o maldad de las ideas, sino de la veracidad literaria que se consigue mediante palabras estratégicamente distribuidas para conseguir ofrecer una alternativa a la realidad. Pero Franco aún pertenece a las pesadillas de muchos de los que sobrevivimos y hasta que no nos muramos todos los verdugos y las víctimas, la literatura hecha a la desmedida de aquella peripecia no obtendrá la prerrogativa de ser leída literariamente.