M.V.M.

Creado el
23/11/2003.


Manolo dixit

HÈCTOR BRAU

LA VANGUARDIA, 26 / 10 / 2003.


"Esta entrevista no te la publicarán", me dijo Manuel Vázquez Montalbán antes de empezar. Creí que tenía toda la razón. Dejé las preguntas que había preparado a un lado y decidí disfrutar al máximo del tiempo que teníamos, preguntarle sobre lo que realmente me interesaba. Pero fue él quien cogió mi grabadora y se puso a preguntar: "¿Así que eres de Sabadell? ¿Y qué haces en Australia? ¿Para quién trabajas?". Recordó viejos amigos y camaradas de mi ciudad, cotilleamos sobre el mundillo periodístico español, y se mostró totalmente asombrado por la victoria electoral de Arnold Schwarzenegger, de la que le informé. No paraba de preguntar: "Pero, ¿ya es oficial?, ¿seguro?". Y lo era, a pesar de que él no quería creerlo. Hacía sólo unos días que había llegado a Australia. Un Vázquez Montalbán totalmente enérgico había dado su primera conferencia en Melbourne y se disponía a dar la segunda antes de partir a Adelaida, Canberra y Sydney para volver a Barcelona repleto de proyectos. El destino hizo que diez días después de nuestra charla el corazón le dejara de latir en el aeropuerto de Bangkok y que sus palabras sean publicadas hoy en estas páginas.


—"Escribir es un acto de exhibicionismo", dice usted a menudo. ¿Le gusta exhibirse, ser conocido y reconocido?
—En un primer momento, te puede gustar, porque es la ratificación de un sueño, alcanzar identidad, que la gente te identifique. Luego llega un momento en que por mucha gente que te venga a saludar, siempre saludan más a Julio Iglesias, y eso te crea una sensación de batalla perdida. Nunca serás tan conocido como Julio Iglesias y te debes conformar con la gente que te conoce. Entonces pasas a apreciar otro grado de relación, cuando los que te han leído te comunican cómo te han leído.

—Y se completa un círculo.
—Sí, es cuando, de hecho, se termina la escritura. Cuando el lector interpreta lo que tú has escrito, lo ha metabolizado, lo ha digerido, y te dice lo que piensa. A mí, ese momento me interesa mucho. Pero, insisto, llega un momento, a mi edad y con la cantidad de libros que he publicado, que la suerte ya está echada, ya no hay muchas más posibilidades de crecer, en el sentido de más público. En este punto, lo que más te importa es escribir aquello que aún no has escrito, la sensación que te queda es la de que aún no has escrito lo que te mereces.

—¿Le gustaría ser Julio Iglesias?
—No, lo de Julio Iglesias lo he dicho irónicamente. Pero cuando eres adolescente piensas que la fama es un elemento de dominación, que la gente que te lea seguro que va aquedar deslumbrada y va a decir: "¡Qué colosal es ese hombre, qué bien escribe!". Con los años te das cuenta de que todo es mucho más relativo.

—¿Piensa en el lector cuando escribe? ¿Pone en saco diferente al lector literario y al de prensa?
—Hay que marcar diferencias. Por ejemplo, de elección del lenguaje, de elección de complicidad. La clave lingüística de la comunicación a través de un medio de masas tiene unos requisitos, unas servidumbres que nos podemos saltar un poco a la torera los columnistas, porque nuestro género está más cerca de la literatura que del periodismo, pero no del todo. En el caso de la literatura, debes tener en cuenta una serie de claves de comunicación. La construcción de la escritura es mucho más difícil, porque es mucho más larga, densa, duradera, de forcejeos. En cambio, la gracia del periodismo es la urgencia, la rapidez y el que puedas ver tu mensaje materializado enseguida. Si sigo escribiendo en prensa, en buena parte es porque me encanta ver al día siguiente lo que he escrito hoy. En cambio, sabes que un libro puedes tardar dos o tres años en verlo escrito.

—Su capacidad de producción, literaria y periodística, es realmente asombrosa.
—Sí, sí, lo sé. Escribo a veces muchísimo y a veces nada, pero me cunde mucho cuando escribo. Además, el hecho de abordar diferentes géneros, de publicar en prensa, de que me hacen entrevistas, como ésta... eso da la sensación de que estoy mucho más presente que otros escritores mucho más reservados, que están en su casa. Elias Canetti, por ejemplo, no salió a la calle ni cuando ganó el Nobel.

—Además de escribir, usted se documenta muchísimo. ¿Qué medios utiliza?
—Buena parte de las novelas que he escrito me han exigido un trabajo de investigación tremendo. Cuando escribí El pianista, por ejemplo, quise indagar en la vida musical del París de 1936. Eso significó un trabajo de lecturas, indagación... Tuve que reconstruir un mundo musical que no era lo mío para poder situarme dentro de un aprendiz de pianista en el París del Frente Popular del año 36. Otro ejemplo: cuando escribí Autobiografía del general Franco me vi obligado a vomitar los libros que había publicado clandestinamente en Ruedo Ibérico: una especie de diccionario ideológico de Franco que se titulaba El libro pardo del General, que publiqué sin firmar; otro que llevaba por título Los demonios familiares de Franco... Tuve que releerlo todo para poder escribir esa novela.

—¿Nunca pide ayuda?
—Sí, a veces es imprescindible. Cuando escribí una novela sobre los Borgia tuve que documentarme mucho y, antes de publicarla, tuve el valor de dejársela leer al principal experto en la materia del mundo, que no era otro que el padre Batllori, que murió el pasado febrero. Tenía 90 años y le escribí diciendo: “Me gustaría mucho que si no usted, alguien de su cuerda –era un cura liberal– leyera este libro y me señalase las equivocaciones que he cometido”. Él me contestó con una carta muy curiosa: “Si la novela no llega a las 2.000 páginas, yo puedo leerla”. Se la envié, se la leyó y me envió dos páginas magníficas con algunas correcciones que tuve muy en cuenta. La publiqué con la seguridad de que no me había equivocado.

—¿Y ahora, en Australia, también se documenta?
—Sí, este viaje a Australia me va magnífico, porque en mi última novela, Milenio, Carvalho, después de un largo periplo que empieza en Barcelona, llega a Sydney, y desde allí realiza una travesía por el Pacífico hasta Valparaíso. Aunque la novela ya está escrita, al haber estado aquí estoy más tranquilo. Al menos ahora tengo, o tendré, un conocimiento exacto de la ciudad, porque hay lugares y bastante claves en la novela, especialmente del mar de Sydney. Como en Bali, donde a Carvalho y Biscuter les sorprende el atentado. Allí estuve en el 77 o 78, pero reconozco que muchos países que describo los conozco, otros sólo a través de los libros, y aun así siempre me queda la necesidad de conocer los lugares de los que he escrito.

—¿La novela está completamente acabada?
—Sí, el libro está acabado completamente. Ha estado durante meses en un periodo de descanso para luego volverlo a leer y encontrártelo como nuevo; así descubres mucho más los fallos. Además, ahora la enorme ventaja es que puedes modificar todo lo que quieras en el ordenador. Corregir es una orgía, lo puedes hacer con una facilidad técnica tremenda.

—No obstante, no le habrá dado tiempo de visitar todos los países y ciudades que ha situado en sus libros.
—He escrito a veces sobre ciudades que no conozco, pero a veces me ha entrado tal angustia... porque a mí, como periodista, me preocupa cuando escribo novelas la impresión de veracidad. No de verosimilitud, porque no tiene nada que ver lo verosímil y la literatura. Una novela puede ser falsa de arriba abajo y ser verosímil literariamente. En cambio, la veracidad es otra cosa, puede entenderse como una deformación periodística. Cuando escribí Los pájaros de Bangkok ya había estado en Bangkok dos veces. Pero, de pronto, cuando estaba a punto de publicarla, me entró una angustia especial. Creía que no acababa de concretar algunos aspectos. Cogí un avión y me fui a Bangkok. Hice un recorrido solitario por la ciudad, por Chiang Mai, por el Triángulo del Opio, bajé en un tren hasta la costa del golfo de Siam, me fui a una isla, que entonces era desértica y maravillosa, Koh Samui, y ya me quedé mucho más tranquilo. Incorporé a la novela, por ejemplo, ese viaje a Koh Samui, y luego publiqué un libro de poemas sobre Koh Samui.

—¿Y cuando ese viaje, en persona, es imposible?
—Bueno... De las ciudades, lo que quiero cuando escribo sobre ellas es tener al menos un imaginario, saber más o menos cómo son, porque ya tenemos una información previa de muchas ciudades, las tenemos en la cabeza antes de ir a ellas. Recuerdo que la primera vez que fui a Nueva York pensé: ¡esto ya lo has visto! Porque en el cine, la televisión, las lecturas, ya tienes un imaginario de la ciudad. Otras ciudades, en cambio, no crean estas señales. Pero, en general, de las que yo he descrito ya tenía ese imaginario.

—Hablemos de su labor como periodista. Usted se ha mostrado muy crítico con la guerra contra el terrorismo que ha emprendido Estados Unidos y en la que se ha visto embarcada España.
—El terrorismo es peligroso, por lo tanto, tomar medidas contra el terrorismo es lo lógico. Lo que ocurre es que no todas deben ser de carácter defensivo o represivo, sino también analíticas. Hay que preguntarse por qué existe el terrorismo. El diseño de terrorismo que estamos conociendo casi está sustituyendo a la teoría de la conflictividad tal y como lo habíamos vivido en la guerra fría. ¿Por qué existe?, ¿qué causas tiene?, ¿de qué manera podría combatirse? Pero confundir la guerra contra el terrorismo con una guerra santa me parece catastrófico. Esa lucha, además, muchas veces está disfrazada de cinismo, de falsos objetivos, como en el caso de la guerra de Iraq o del secuestro de talibanes en Guantánamo. Es una falta de respeto total a los derechos del hombre que debería ser un emblema de la potencia que lo ejecuta. Llevarse a los presos de guerra como secuestrados clandestinos y ocultos a una base militar... me parece monstruoso: eso no es luchar contra el terrorismo, sino fomentarlo.

—Dijo que las elecciones del pasado mayo serían una prueba para ver qué tipo de memoria histórica a corto plazo tenían los españoles. Los ciudadanos se opusieron a la guerra de Iraq, y aun así el PP no salió afectado.
—Se confirmó lo que se podía sospechar, la esquizofrenia en la conducta de las masas. En el momento de votar funciona una mecánica en la que el elector, aunque se haya manifestado contra el gobierno al que votó, se vuelve a comportar como ya lo había hecho. Es como la dificultad que hay para cambiar de banco o para cambiar de club de fútbol, también se cumple en el momento de cambiar de partido a la hora de votar. Luego, en España, la alternativa que ofrecía lo que llamamos oposición tampoco era tan deslumbrante ni entusiasmaba.

—¿Y esa nueva generación que se movilizó? ¿No votó?
—Eso es algo más grave todavía. Buena parte de los sujetos activos que movieron todas esas manifestaciones era una juventud crítica, más o menos ligada a la izquierda, pero generalmente sin vínculos a ningún partido. Es una nueva cultura crítica, de nuevos movimientos sociales, que, efectivamente, no va a las urnas. Recuerdo que antes de las últimas generales, uno de esos grupos contestatarios montó una especie de referéndum, no recuerdo con qué objetivo. Fui a una de sus mesas y, firmé a favor de lo que pedían. Antes de marcharme les dije: "Bueno, ahora vendréis a votar ahí dentro, ¿no?". Su respuesta fue: "No, nosotros no votamos esas miserias pequeño-burguesas". Claro, con este criterio, el PP obtuvo la mayoría absoluta, como la hubiera obtenido cualquier otro partido. Si el sector más crítico de la población se abstiene está casi garantizada la lógica del conservador en el voto, tanto del voto de derecha como del de izquierda, porque siempre votan los mismos, que son los que piensan: "¿para qué voy a votar a otros?". De todas maneras, en las elecciones municipales y las autonómicas la gente vota mucho al que ya ha ejercido. Las generales tienen otra dimensión. Y las generales van a llegar mucho después de la burla de Iraq y en un momento en que el PSOE no está en su mejor momento.

—¿Confía en que los movimientos que se manifiestan contra la guerra y la globalización acaben ofreciendo una vía alternativa al mundo actual?
—Lo que está ocurriendo en este siglo es que después de la tremenda dialéctica que fue el siglo XX, cargado de tensiones, disputas, grandes esperanzas y grandes desilusiones, se está reconstruyendo una cierta razón crítica. Y es que, precisamente en clave de globalización, ha surgido un conflicto entre la globalización como diseño inapelable que presentan los grandes poderes económicos, políticos y militares, y la respuesta de la ciudadanía, que se da cuenta de que eso no se corresponde del todo con sus intereses. Esto ha marcado las protestas desde Seattle hasta las manifestaciones de Barcelona, las de Sevilla en la época en que Aznar era presidente de turno de la UE, las de Praga, de Génova, de Cancún... y lo que queda por venir. Esto es imparable.

—Pero sin traducción política...
—Ya veremos qué resultados políticos tiene. De momento, ha tenido un resultado muy curioso: la prepotencia del sistema globalizador se ejercía o se planificaba a través de los encuentros de Davos. En cuanto se armó el lío de Porto Alegre, de las manifestaciones, los de Suiza tuvieron que cambiar de tono el discurso e incorporar un tono más social. Porque se dan cuenta de que los antiglobalizadores podrán tener más o menos fuerza, y ellos podrán tener más o menos fuerza para aplastarla, pero que, objetivamente, esa respuesta y esos problemas denunciados existen, y por tanto alguna cosa habrá que hacer. Por tanto, el pesimismo con el que se acabó en el siglo XX, cuando parecía que no había ninguna posibilidad de cambio, que había muerto toda idea de progreso, que el optimismo histórico no tenía ningún sentido... parece que en este comienzo de siglo se vuelve a sustituir por la esperanza.

—Volvamos al trabajo de documentación: ¿Cómo se pone al día el periodista Vázquez Montalbán?
—Leo casi toda la prensa posible, tengo en cuenta algunas publicaciones e intento estar al día. Hoy día, afortunadamente, se publican libros sobre temas de fondo de carácter internacional, económico o político. Por ejemplo, aparece la obsesión por la globalización de la que hablábamos y de inmediato, en el mercado literario, aparecen 60 libros sobre esto. Cualquier tema que alcanza dimensión de fenómeno mundial inmediatamente está documentado, al menos a esos niveles. Y para lo que yo hago en periodismo eso me basta. Por otra parte, evidentemente, está la capacidad de análisis crítico de cada uno, su método de análisis o su propia posición ideológica ante la realidad.

—¿Y trabaja solo?
—Tengo la agencia literaria. Me soluciona problemas, como montarme este viaje a Australia. Pero no tengo ni un secretario ni una secretaria ni nada. Lo debería tener, pero llega un momento en el que he establecido una rutina y sé que sería catastrófico. Seguro que no le dejaría hacer nada, estaría todo el día encima de mi ayudante, diciéndole "no, no, esto lo quiero hacer así". Entonces prefiero, por el tiempo que me queda de lucidez, acabar en solitario.

—¡Esperemos que le quede mucho tiempo de lucidez!
—No creo que me quede demasiado, cuando empiece ya a hacer tonterías... Espero que me sigan interesando los resultados del Barça, como síntoma de que aún conservo una cierta tensión energética.

—El fútbol es un buen indicador de que mantienes la cordura.
—Sí. Hay una historia muy bonita de un jugador histórico del Barça, Samitier. Cuando estaba a punto de morirse se compró una sepultura en el cementerio de Les Corts, junto al Camp Nou, y cuando le preguntaron por la adquisición, dijo: "Es que así, por los gritos de la gente, los domingos sabré cómo va el Barça". Un caso de postrimería macabra.

—Hablemos de Milenio. Con ese viaje alrededor del mundo, Carvalho y Biscúter entrarán de pleno en la globalización.
—Sí, es como lo que hablábamos. La novela empieza en clave terriblemente pesimista, pero el final es positivo. La mirada de Carvalho es muy pesimista; en cambio, la de Biscúter va evolucionando hacia lo positivo. De forma que quien acaba siendo optimista es Biscúter, y no Carvalho, en un juego de transferencias parecido al de El Quijote. Al final, quien quiere continuar la aventura y la lucha contra los molinos de viento es Sancho Panza, porque Don Quijote está cansado y deja caer la toalla. Al final de la novela se produce un juego de este tipo, es un final un poco sorprendente.

—Entonces, Biscúter está esta vez más de acuerdo con usted que Carvalho.
—No lo sé. Los dos son criaturas mías... Podríamos decir que sí, que Biscuter y yo coincidimos, pero no soy tan entusiasta como él.

—Tras esta última entrega de Carvalho, ¿qué proyectos tiene para el futuro?
—Tengo un libro. Lleva por subtítulo Por el imperio hacia a Dios o por Dios hacia el imperio. Es todo lo que he escrito sobre Aznar a lo largo de muchos años, pero ahora presentado como libro. No es una colección de artículos, sino que he cogido toda la línea argumental para compaginarla en un libro. Saldrá antes de Navidades. Antes que Milenio, que no estará a la venta hasta febrero o marzo. Y tengo empezada otra novela muy distinta, y dos libros de poesía. El año que viene publicaré al menos uno de ellos. Son libros que llevo en el bolsillo desde hace cuatro o cinco años. Aunque tengo muchos proyectos: dos o tres novelas más y me encantaría recuperar una novela radiofónica que escribí hace 30 años: María Hitler. Ella es una especie de dirigente terrorista internacional, hija de una militante de la sección femenina de Falange y de Hitler. Este argumento, en conexión con el primer Carvalho... Me divertiría mucho. Sería un Carvalho de los años 60, es decir, un Carvalho de 30 años. Un recordatorio.

—Claro, porque el camino que ha emprendido Carvalho en sus últimas aventuras... ¿Ya sabe qué va a ser de él en el futuro?
—No. En la novela que publiqué antes de Milenio, El hombre de mi vida, hago un poco de coña y trato de que se convierta en un funcionario de la Generalitat, que sea un espía de la Generalitat, un espía posmoderno, pero eso no le sale bien. Ésta era una posibilidad, que acabara de espía de ayuntamiento o de espía de industria privada, pero no sé, porque Milenio tiene un final de difícil salida. Me pareció muy divertido y pensé: “Bueno, ¿a ver qué haces después? Porque después de este final..."