M.V.M.

Creado el
14/8/2001.


Más cosas sobre Vázquez Montalbán y Cuba.


No todo estaba escrito,
prólogo por Manuel Vázquez Montalbán a

El libro de los doce

de Carlos Franqui, Ediciones Saturno, Barcelona, 1973.


    La entrada de Castro en La Habana fue seguida de la tradicional batalla de la confusión informativa. ¿Quién era Castro? ¿Qué representaba su causa? ¿A quién servía? Ni siquiera en las catacumbas y cenáculos mejor o más iniciados de Europa se sabía gran cosa de aquella tropa de "barbudos" que habían derribado a Batista. Como Castro era abogado y el Che casi médico, la revolución fue contemplada con una cierta benevolencia por el intelectualado europeo, por esa conciencia de solidaridad estamental que da el paso por la Universidad. Pero ¿revolución? ¿Podía hablarse de una revolución a las puertas mismas del imperio americano en unos años en que la guerra fría aún tenía sus rostros preferidos en la plana mayor del general-presidente Dwigt Eisenhower?

    Pronto circuló el dato ideológico-informativo de "La historia me absolverá", la autodefensa que se hizo el abogado Fidel Castro Ruz después del fallido asalto al Cuartel de Moncada. Las ideas de Castro eran las de un nacionalista, antimperialista y demócrata, casi en el sentido más convencional del término. "Son unos despistados" aseguraron los más o mejor enterados. "Unos voluntaristas" adujeron otros, sin darse cuenta de que acuñaban una adjetivación que haría furor entre el marxismo bien pensante de los años sesenta. Los sectores liberales contemplaban a Fidel Castro y los suyos con una cierta conmiseración, esa pequeña piedad reservada todavía entonces para los tontos útiles. "Ahora lo instrumentalizarán los comunistas y fatalmente intervendrán los americanos. El sueño de un día."

    Educados en una historia protagonizada por reyes y concebida a manera de juego de la oca entre batalla y batalla famosa, no teníamos los suficientes instrumentos para darnos cuenta de que Castro no había ganado la partida él solo. Ni siquiera la había ganado el puñado de universitarios o gentes culturalizadas que prepararon el alzamiento en las ciudades cubanas y el desembarco del "Granma". ¿Qué sabíamos de Universo Sánchez? ¿Qué sabíamos de los campesinos Guillermo García y Manuel Fajardo? No teníamos todavía en la mano el testimonio teórico de La guerra de guerrillas de el Che para poder comprender hasta qué punto la acción "voluntarista" de los guerrilleros hubiera estado condenada al fracaso si no hubiera concertado con las necesidades objetivas y la disposición subjetiva de un pueblo. La guerra de guerrillas fue algo así como el forcejeo teórico de el Che para convertir en propuesta comunicativa todo lo que había aprendido a lo largo de veinticinco meses de guerra revolucionaria. Significaba el testimonio del aprendizaje de la revolución mediante la lucha armada, precisamente a partir del día siguiente del impulso "voluntarista". En contacto con la realidad cubana y sus gentes, el primitivo impulso revolucionario perdió el protagonismo de los hombres del desembarco o de los guerrilleros cubanos de Frank Pais y cuajó, porque lo hicieron suyo, en el campesinado y todas las capas sociales interesadas en la emancipación antimperialista y en la revolución socialista. Sólo así es posible explicar cómo en el requetedividido mundo de los años cincuenta, casi sesenta, una revolución pudo prosperar a pesar de que la última guerra de redivisión mundial había delimitado con precisión de tiralíneas todas las fronteras maniqueas entre el campo capitalista y el campo socialista.

    La Guerra Mundial había establecido los dos grandes cotos cerrados: el campo capitalitsa y el campo socialista. En el tira y afloja diplomático, las conferencias de Casablanca, Teherán, Yalta y Postdam dieron a Occidente lo que era de Occidente y a Oriente lo que se había ganado aguantando las oleadas nazis en las estepas de la URSS. Puertas adentro de su coto, los Estados Unidos hicieron además un reajuste de cuentas con los viejos imperios (Francia y el Reino Unido) para asegurarse una hegemonía posbélica que aún hoy conservan. Dividieron el mundo en zonas intocables, casi intocables, intocables y tocables. El "slogan" monroista de "América para los americanos" tenía radical vigencia y la América situada al sur de Río Grande era una zona intocable donde las hubiera para todo apetito político que atentara contra el sistema.

    La intervención USA en Guatemala, el derribo de un gobierno tibiamente reformista como el que dirigía Jacobo Arbenz, demostró a comienzos de los años cincuenta que cualquier intentona de alteración del "status" americano estaba condenada a topar directamente con la gendarmería de los USA. América Latina estaba en aparente silencio, derribado Perón, desposeído Jacobo Arbenz, sólo se permitía la excepción casi pintoresca del matrimonio Jagan en La Guayana Británica, "el matrimonio rojo" como lo calificaba la publicidad político-sentimental de la época. América Latina parecía enfrentada al dilema entre dictadura y parlamentarismo característico de su entonces largo siglo de historia. La democracia formal se imponía dificultosamente a las dictaduras según ajustes de cuentas entre oligarcas del dinero y del ejército y el embajador americano. Cuando estos tres poderes no consideraban controlable la experiencia democrática, el único juego válido era la probatura de dictadores más propicios o presentables.

    Precisamente, poco antes del triunfo del castrismo en Cuba, Venezuela se había sacado de encima la dictadura de Pérez Jiménez y una coalición de fuerzas democráticas apoyadas por sectores del ejército había accedido al poder. La cabeza visible del golpe triunfador era Rómulo Betencourt, político de la vieja hornada democrática liberal, a lo Figueres, Bosch, Prío Socarrás, representantes máximos de la "opción democrático liberal" en América Latina. Fue un golpe que tardó en consolidarse lo que tardó en llegarse a un acuerdo entre golpistas y compañías norteamericanas explotadoras de los yacimientos petrolíferos venezolanos.

    Todo conducía a la evidencia de que nada de lo que crecía bajo el sol de Washington dejaría de crecer hacia el astro rey. Cualquier intento de alteración del "status" mundial había sido drásticamente zanjado, aniquilado o aplastado: Guatemala, el Líbano, Irán, Corea, la geografía de la parálisis parecía haber detenido el globo del mundo en su camino de traslación a través de la Historia. Y de pronto Cuba. La isla de los latifundios azucareros controlados por la oligarquía adicta a Batista. La isla paraíso del ocio del turismo americano. Precisamente Cuba demostraba que no todo estaba escrito.

    Parte del enigma de esta revolución excepcional se contesta en las páginas de El libro de los doce. Carlos Franqui recogió una historia vívida de la revolución a través del testimonio de protagonistas tan diversos como Amejeiras, Juan Almeida, José Ponce, Universo Sánchez, Celia Sánchez, Haydée Santamaría, Guillermo García, Manuel Fajardo, Faure Chomon, Camilo Cienfuegos, Ernesto Che Guevara y Vilma Espín. A través de su testimonio directo recogido por un magnetofón, Franqui transmite al lector vivencias de los revolucionarios cubanos desde el asalto al Cuartel de Moncada o al Palacio Presidencial, hasta la lucha revolucionaria que siguió al desembarco del "Granma".

    El magnetofón se queda con las palabras grandes y pequeñas, los hechos grandes y pequeños, y en esa combinación de datos que ya han pasado a la historia y datos que permanecen en la más fugitiva cotidianeidad, percibimos la explicación de por qué fue posible la revolución cubana, como resultado de la voluntad de cambio de una vanguardia concertada con la necesidad de cambio de una inmensa mayoría del pueblo. Asistimos a una revolución que se hace y casi se deshace, ajena a cualquier ley determinista, una revolución que depende de los hombres que la hacen, de su lucidez, de su capacidad de sacrificio, de racionalización. Una lección en suma de racionalismo histórico que dista de la mística y del fatalismo revolucionario casi tanto como del espontaneísmo, del oportunismo o de la casualidad. La pequeña anécdota da a veces pleno sentido a la peripecia con mayúscula que la secunda y sobre todo da carne y hueso a la historia de unos hechos que ya han adquirido la muerte plana del papel, su tacto de historia almacenada. El lenguaje de los héroes que hablan a Franqui recupera el tiempo revolucionario con todas sus dimensiones, con ese valor que sólo alcanzan los grandes documentos históricos como los Diez días que conmovieron al mundo, de John Reed. Los personajes del documento de Franqui ofrecen la variedad tipológica que secundó la revolución en torno a la figura de un líder respetado y valorado, pero con la humanidad suficiente como para que las botas nuevas le estén pequeñas y tenga que coserse las viejas en un alto del camino.

    Incluso la fidelidad al líder adquiere en el libro de Franqui carácter humano, porque sus seguidores le juzgan, le relativizan mediante la anécdota y, sin embargo, le secundan a la hora de la verdad, a la hora del dilema. Un testimonio, pues, hecho a la medida humana como la revolución que historifica, los protagonistas que utiliza e incluso el supersímbolo revolucionario que queda sobre esa pirámide de rostros y nombres de miles de cubanos que hicieron posible la revalorización de una vieja concepción del cambio revolucionario.

    De la revolución cubana partió el concepto de la lucha popular como instrumento de cambio condicionado por las necesidades objetivas de los pueblos, al margen del determinismo de las mesas de conferencias. Cuba primero, Vietnam después, demostraban que no todo estaba escrito bajo la espada de Damocles del miedo atómico. La verdad de los personajes de Franqui es la eterna verdad de Prometeo que robó el fuego a los dioses para regalárselo a los hombres.


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