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Creado el
18/4/2003.


Los ritos de la fiesta o los estuches transparentes

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Cau, número 4, Noviembre 1970, página 46.


La mistificación urbana

Los alcaldes hacen traer vegetales de los montes cercanos. Es una sustitución simbólica de todos los espacios verdes que la especulación del suelo ha robado al ciudadano. Las principales avenidas exhiben ornamentaciones luminosas en mayor o menor referencia con los signos de las fiestas. Los ritmos repiten estrellas de Belén con cola lumínica en arqueo, campanitas con su correspondiente hoja de boje. La ciudad se convierte en lo que los cronistas locales llaman ascua de luz. A un mismo nivel compendiador coinciden distintas intencionalidades, fomentan la alegría de una fiesta iluminada, atraer a la calle llena de comercios a los consumidores, crear una red urbana de reclamos religiosos. Pero podría decirse que estas tres intenciones se resumen en una: fomentar las ventas, porque la alegría de esta fiesta se ha convertido única y exclusivamente en la satisfacción de la mecánica compradora del público y los signos-reclamo religiosos están ampliamente devaluados. Si comparamos el número de asistentes en la misa del gallo con el de los que van a la feria de gallináceas, llegaríamos a conclusiones peligrosísimas.

La ciudad se convierte en un estuchado y la consigna comercial es que cada hoja sea a su vez un perfecto envolvente cargado de significación festiva. Se ha creado una cadena de necesidades artificiales que van desde el abeto municipal a la rama de abeto hogareña, del pesebre catedralicio casi tamaño natural, al pesebre hogareño en que los familiares suman el encanto de su fragilidad; todavía los modernos técnicos de ventas no han estudiado a fondo las infinitas posibilidades que les brinda la progresiva mitificación del estuchado navideño. No sería descabellado imaginar un futuro en el que junto a los seguros de vida, de entierro, de automovilismo, apareciera un seguro de festejos, según el cual a tenor de unas cuotas y jerarquías, todo ciudadano dispusiera de su abeto, su nacimiento, sus campanas y, con una cuota suficiente, de un banquete de imposible olvido, que le ayudara a sobrevivir a lo largo del próximo año. Todo se andará, porque la escalada comercial ritualista no parece afectada por la austeridad postconciliar. Al contrario, en el complejo cuadro de las obligaciones contraídas por el ciudadano consumidor, la Navidad se plantea un más difícil todavía que tan magistralmente reflejara el slogan Practique la elegancia social del regalo.

Usos y costumbres

¿Regalar es una actitud espiritual, un signo de solidaridad, un signo externo de la abundancia inapelable? La Navidad consumista exige el regalo. Hay un nivel de fiesta exclusivamente proletaria, fomentada por la paga doble. Es una fiesta sentimental-gastronómica que el pueblo ha sintetizado en la expresión sacar el vientre de penas una vez al año. Pero hay otro nivel de fiesta en la que consumir se convierte en un tic neurótico dictador de la conducta. Los comerciantes han incorporado el árbol de Navidad a su nómina de vendedores y no hay árbol que se precie de serlo que no disponga de rama bien provista de regalos-detalle (un detallito dirá el lenguaje pequeño burgués al uso).

En el comportamiento del hombre actual hay huellas arqueológicas de muy distinta antigüedad, pero sería revelador del enorme poder de fijación que tiene la publicidad, discernir la huella arqueológica tradicional auténtica de la falsamente creada, como en la hábil manipulación de un falsificador de moneda, por la publicidad comercial. Es ella la que ha creado la mayor parte de hábitos del ciudadano consumidor: desde la automovilización hasta esa falsa generosidad del regalo convertido en un patológico factor de autoafirmación. La generosidad, convertida en virtud teologal y publicitaria, sustituye incluso al espíritu de solidaridad confesional que originariamente debió tener esta fiesta. Salvo minorías de religiosidad muy profunda, la inmensa mayoría ya no puede separar el ritual consumista del ritual originario.

Con todo, la mitología navideña no tiene la gravedad que alcanza la mitología finañera. El año es una metarrealidad temporal y espacial, a la que se atribuye de este modo un poder fatalizador en relación con el destino humano. Toda la superchería informatizada del astrólogo que profetiza las catástrofes y los partos del año entrante, es un reflejo de la superchería sentimental que envuelve la promesa de un año más propicio cuando suenan las doce campanadas. Tampoco nos oponemos a una cierta liturgia fantástico-sentimental en el comportamiento habitual del hombre, a manera de engrase, suavemente irracionalista. Pero lo grave empieza cuando este engrase se realiza por procedimientos industriales, en el contexto de una gigantesca operación de sometimiento de la conciencia colectiva.

El mismo irracionalismo patológico que explica la mística y la urgencia del week-end, del «retorno a la naturaleza», de las vacaciones, explica la impuesta amabilidad ambiental de estas fiestas. Se trata de un ensayo general de la gran farsa de una solidaridad interhumana transitoria, como un juego de sombras chinescas de una bondad común que si se quisiera podría ser eterna, pero es humana condición... el mal. Es la ideología de la tregua que el hombre lobo concede a sus semejantes, igualmente hombres lobos.

La tregua

Hemos llegado, creo, al punto clave de la cuestión. La ideología de la tregua en el seno de una sociedad competitiva, que a su vez se convierte en ideología de consumo de la tregua. La fiesta deja de ser un elemento desintoxicador, para ser un factor más de intoxicación. Esta es la característica de todas las treguas en el proceso de autodestrucción de toda comunidad sometida a las normas vitales de la burguesía: convertir toda clase de brujería terapéutico-social en negocio crispado y convertir toda relajación en una real crispación.
Tregua, pues, muy iluminada, para la ciudad abrumada por los problemas de toda clase de especulación.

Tregua para la realidad, enfundada, en pequeñas o grandes dosis en los más propicios estuches.

Tregua para el espíritu de competición, interdestructor, entre todos los hombres de buena voluntad.

Treguas todas que pueden adquirirse en cómodos plazos.

Como si se tratara de una tregua de racionalidad, cada año, al calor-frío del mes de Diciembre se renueva todo el ritual navideño. No aludimos a un ritual religioso, sino a un ritual civil, que implica a toda la ciudadanía de un país y que tiene en las grandes ciudades, su apoteosis de liturgia del consumo, servida por los más variados signos exteriores, curiosamente derivados de la liturgia religiosa.
Hay una serie de objetos-símbolo que han envilecido su origen semántico para devenir mero lenguaje publicitario y sin embargo el escándalo por esta sustitución nunca se ha planteado, hasta tal punto la tregua de racionalidad a la que aludíamos, es profunda e inalterable.

Hagamos un balance de estos objetos-símbolo: estatuaria de nacimiento, adoración de los reyes, estrella de Belén, vegetación escandinavo-palestina. Hay que añadir otros objetos-símbolo que han conseguido, fuertemente impregnados de tradición, un salvoconducto casi bíblico: el pavo trufado, los barquillos, el turrón, el champán y todas las variantes gastronómicas de cada localidad. Hasta aquí nos moveríamos en un cándido mundo mitificado, como un bosque falso pero encantado, y con encanto, en el que una vez al año, al menos una vez al año, a la manera de un carnaval del sentimiento, se montara la escenificación de una vida más propicia.

Pero a partir de estos objetos-símbolo y con el auxilio de los usos y costumbres, el comercio moderno ha irrumpido con técnicas de marketing y temperatura de coordenadas en este pequeño reino íntimo y afortunado de la Navidad y ha creado la Navidad Consumista, ni blanca ni negra, sino la Más Navidad o lo que podríamos llamar, la Bio Navidad.

Y así, este juego de la abundancia, ingenuo y compensador, no ha escapado a la manipulación calculada y a la alienación de la fiesta, de toda fiesta que ceda la inversión de abandonismo que el ciudadano medio puede permitirse en tiempos prohibidos, se suma la alienación de la fiesta convertida en negocio para otros, en un gran negocio, con características especiales, que exige un tiento especial para que no se rompa el sutil encantamiento de las campanitas de Belén, con acompañamiento coral de tiernos e inocentes niños, glosadores del burro y el buey y de la abundante hagiografía navideña: Esta fiesta convertida en la más gigantesca operación comercial anual, adquiere su marco más propicio en la ciudad, devenida en sí misma en un estuche ornamentado como objeto de regalo; estuche envolvente dentro del cual se perciben otros estuches que a su vez encierran otros, como en un juego de muñecas rusas transparentes.


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