M.V.M.

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4/12/97.


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F.Campbell
Federico Campbell.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN O LA MITOLOGÍA POPULAR

Federico Campbell*, Infame turba, Lumen, 1971, 1994.




M.V.M
En 1970. (Foto César Malet).
—En tu literatura abundan elementos procedentes de la mitología popular; hay imágenes referibles al mundo de la cultura de masas; se ve una tentativa integradora que, como en algunos relatos de Recordando a Dardé también incluye textos parecidos a la crónica periodística. El collage es un recurso más relacionado con las artes plásticas, pero a pesar de ello, ¿habría un equivalente del collage en la literatura?
—Podría ser una literatura equívoca o ambigua. Lo digo porque yo utilizo un poco la técnica del collage. Que la literatura al aplicar el collage esté influida por la pintura no me parece exacto. Hay una lógica interna de la literatura que la lleva a este escepticismo literario y que se manifiesta en ese nerviosismo técnico de los novelistas o en su desconfianza por el género novelístico. Es una desconfianza legítima. Deberíamos ensayar una cierta integración de los géneros. Esa incertidumbre formal es dramática en el caso español porque en gran parte se trata de un fenómeno artificial: se ha fijado como meta del escritor el innovarse técnicamente, el crear una pequeña conmoción técnica en su obra; y esto en parte ha sido culpa de las bases del Premio Biblioteca Breve que casi todos hemos tratado de ganar.

—¿A qué aspecto de su convocatoria aludes?
—Al que dice que se premiará a las novelas que aporten algo a nivel técnico. Existe una propensión un tanto desmesurada al experimentalismo por el experimentalismo. Unida a la inseguridad cultural del país ha producido unas novelas de solitario tremendas: se ha creído que la novela es un arte experimental que termina en sí mismo, no ha habido ningún nivel de respuesta cordial al público y hasta ahora no existe un movimiento literario.

—Además porque no ha habido revistas literarias.
—Esa puede ser una causa, pero sobre todo porque falta una calificación cultural. Otras de las causas son que hay una especie de relación miedosa entre los escritores españoles, una falta de generosidad cultural, de intercambio y, además, un exceso de miedos y reservas condicionados por la continua agresión estructural. Se cumple un poco aquello de Machado de «en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». El escritor español ha caído en el onanismo; a mí me aburre tremendamente casi todo lo que se publica.

—¿A qué se deberá ese aburrimiento que tantos lectores ha perdido?
—Son obras que no se plantean otra convención que sorprender a nivel cultural o respetar lo que de sacramental hay en la literatura; son obras superculturalizadas que sólo han conseguido una literatura ilegible.


—La poesía de los más jóvenes tal vez comparte elementos de cultura popular más atractivos. Castellet dice que gracias al cine, la visualización de sus imágenes deja de ser puramente literaria.
—Yo estoy de acuerdo hasta cierto punto. El cine ha influido en los Novísimos, que ahora tienen veintitantos años, más que en aquellos que empezaron a escribir alrededor de 1960. Manejan materiales aportados por la cultura de masas. La literatura empieza a estar influida por la subcultura. En Gimferrer estos elementos aparecen enmascarados con coquetería; crea una cultura literaria muy fina y alambicada a partir de elementos no «nobles». Éste es el error de quienes consideran a Gimferrer modernista: no se dan cuenta de que la construcción de sus imágenes no tiene nada que ver con la de los modernistas, donde la imagen es algo colorístico, soñado, ficticio. En Gimferrer abunda la influencia de la mecánica imaginativa cinematográfica. La señora acosada en la cabina telefónica es la señora de Los pájaros, de Hitchcock.

—¿Han roto con el lenguaje de la generación anterior los poetas contemporáneos de Gimferrer?
—Han dado un salto sobre lo más inmediato para llegar a la generación del 27 o a poetas extranjeros, como Octavio Paz o Wallace Stevens. Han ido a buscar sus mentores culturales fuera y no en casa, porque los que estaban a su alcance les parecieron mediocres. Yo no he prescindido de esa generación inmediata, pero también he buscado modelos extranjeros.

—¿Partieron de cero, nacieron en la orfandad?
—Yo llegué todavía a concebir la literatura como instrumento de combate. Ellos ya no. Además, no se han interesado por el marxismo; es una generación amarxista, incluso en lo que el marxismo tiene de método de conocimiento de la realidad. Y eso nos separa.

—Ellos parecen propugnar por el poema como mero objeto verbal.
—Lo cual no deja de ser una afirmación parcialmente correcta. El poema es una realidad al margen en su vinculación con la realidad, pero no se ha de dogmatizar y defender esto por sistema. Puede haber excelentes poemas en conexión directa con la realidad. La palabra sigue siendo un instrumento de vinculación moral, y si no es el medio más eficaz para transformar la realidad, también resulta desaforado descartarla del todo.

—Sería una parte de la operación intelectual.
—Y sobre todo parte de la calificación del escritor ante la realidad, que puede ser una propuesta de coincidencia a los lectores que tenga; no es que esto vaya a provocar la revolución, pero tampoco tiene por qué desestimarse esta concepción de la literatura. La ingenuidad es repugnante, venga de donde venga. Actualmente, oponer una organización de cultura literaria a una situación de cultura de masas resulta ser un combate perdido desde el principio.

—¿Por qué en el prólogo de las Baladas del Dulce Jim, presentaste a Ana María Moix como un producto de supermercado?
—Era para condenar el propio prólogo. Todo prólogo es una especie de trampa visual, un estuche, una proposición de venta, es decir, un obstáculo entre el público y el producto. Los prólogos no deberían existir.

—Decías que había varios tipos de escritores: los que son maricones y los que no, los que están en la cárcel y los que no, los que trabajan en la Enciclopedia Salvat y los que no.
—Eso era para demostrar lo absurdo de las clasificaciones culturales, del jugar al maniqueísmo literario. Y como en España el público lector es un público viciado por el maniqueísmo, era seguro que se sentiría ofendido por un libro como el de Ana María Moix y diría: ¿Cómo se atreve a escribir esto cuando estamos como estamos? Quise desmantelar el tinglado del maniqueísmo.

—¿Has discriminado en tus relatos y poemas el fárrago autobiográfico?
—Me lo gasté casi todo en mi etapa inicial inédita. En la cárcel escribí poemas de un subjetismo exacerbado; caí en la trampa de convertir la poesía en un medio de identificación personal. Pero me gasté a mí mismo en los primeros meses y en el año largo que aún permanecí, después tuve tiempo de distanciarme y olvidarme o al menos de contemplarme desde el otro lado del espejo.

—¿Quieres decir que no te interesa la literatura autobiográfica?
—No; puede haber excelentes textos de confesión personal. El elemento autobiográfico no lo descarto; descarto la literatura confesional por sistema, y sobre todo la sinceridad como valor literario. Lo que puede ser un ejemplo de poesía confesional en los Poemas póstumos de Jaime Gil de Biedma es esencialmente un truco: ni son póstumos sus poemas ni él está tan desesperado de sí mismo; se inventa una manera de confesarse a través de un artificio; falsea la sinceridad, que como elemento literario es obscena.

—¿Tú dirías que el azar es el que en última instancia produce la obra literaria genial?
—El azar es una convención; existe si queremos que exista. Se puede comprender todo por el azar si uno se predispone a ello e inventa esa convención para llegar a la realidad. Pero si se pretende llegar a una convención científica para llegar a la realidad, el azar queda completamente desterrado. El escritor, como todo ser humano, está condicionado por su medio; lo que ocurre es que ha de ser consciente de este condicionamiento hasta cierto punto. Si yo tuviera que escribir a partir de un condicionamiento social, humano, personal, intelectual, entonces mis escritos serían totalmente previsibles. Ahora, desde el momento en que puedo captar parte de mis condicionamientos, entonces puedo superarlos, pero luego en el contexto mutuo de la comprensión literaria de una época, y de un escritor, hay que recurrir a factores de época. Por ejemplo, ¿qué significa que Juan Benet sea un escritor producto del azar? ¿Quiere decir que lo es porque su madre lo parió en un sitio determinado? No, lo es por otras razones, porque ha tenido unas lecturas determinadas, porque le ha satisfecho una profesión técnica o no, y por muchos otros factores de operatividad real que no son azarosos. Y a la hora de comprender lo que es Benet como escritor hay que acudir incluso a una explicación cultural; su obra es una reacción contra una manera de tratar el hecho literario, una forma de reaccionar contra el pedestre realismo social que se practica en España.

—A través de tus libros de poesía, e incluso en tus ensayos y artículos periodísticos, has estado observando a la sociedad española reflejada en ciertos mitos de la cultura popular, como el cine, las revistas ilustradas, el teatro, las actrices, las canciones. En ese sentido podría decirse que tu obra es abierta.
—Sí, en la medida en que cuenta con la aportación por parte del lector de los símbolos que yo le propongo. Propongo unos símbolos que están en un terreno convencional con el lector. Funciona a diversos niveles. Para un público de cincuenta años mi Crónica sentimental de España tiene un sentido que no tiene para los quinceañeros que no pueden relacionar estos mitos de los años 40 y 50, aunque es posible que también represente para ellos una propuesta expresiva o afecte a su sentimentalidad.

—¿Qué sentido le das a la palabra mito?
—Me parece que la palabra mito la has empezado a emplear tú. Yo confío más en el término símbolo. Basta expresarlo para encontrarle una serie de significados que ahorra la necesidad de explicar muchísimas cosas. El mito es una solución lingüística, un punto de coincidencia expresiva: un símbolo. Los Beatles son un símbolo de los años 60: inician el pelo largo, el pop musical, una manera de vivir, actuar, moverse, así como la manera de caminar de James Dean creaba un modo de comportamiento entre los jóvenes de hace veinte años. A partir de A day's hard night, los Beatles crearon una manera de comportarse, de vivir corriendo, de vestir, de hablar corriendo, una especie de frenesí imaginativo. El símbolo sobrevive, el mito se consume. El público lo capta, lo usa y lo adapta a sus necesidades. Así, llega un momento en que los Beatles dejan de ser una propuesta mítica y pasan a ser un mito consumido. El período mítico que más me interesa es el de los años 40 y no tanto el de los 60. Los 40 a nivel español son mucho más sugerentes: por una parte subsistían los mitos oficiales del imperio, la hispanidad, Hernán Cortés, Pizarro, los Reyes Católicos, y luego había otros mitos de propuestas para el público: el torero, el chulo de rompe y rasga, la majeza, el majo como mito, la exaltación del hombre español, que se convirtieron en una especie de bálsamo vital. La gente los digería como aspirinas para quitarse el dolor de cabeza. Esto está muy claro en las canciones populares protagonizadas por mujeres: la hembra bravía, hispánica, sometida y reprimida, que la cultura oficial proponía para crear un arquetipo de señora a la española, abnegada y sufrida. Por su parte, el pueblo la aceptaba con ternura, con una identificación especial. Las canciones que más gustaban eran las canciones de putas o protagonizadas por la puta, o por la amante o la mujer infiel, como «La otra», de Conchita Piquer, o «La guapa». En esta época España es una especie de isla; no tiene comunicación con el exterior, la invasión de las cosas extranjeras sólo empieza a partir de los años 50. Llegan el cine y las canciones norteamericanas en forma masiva, los Platters, Elvis Presley, las canciones italianas, y con ello la radio se americaniza, empiezan a implantarse las modas y se nota más su consumo. En los años 60 se cae en el mimetismo, sobre todo a través de la cultura popular anglosajona. Se nota en la manera de cantar; el castellano se canta con unas vocales muy suaves, y los cantantes españoles parecen catalanes.

—Y en esa época tú decides escribir novela...
Recordando a Dardé no me satisface mucho. La escribí en un momento en que estaba haciendo crisis el realismo social, y más que nada era un juego experimental para ver qué daba de sí la literatura política. Quería abandonar la línea realista e introducir elementos imaginativos y la ruptura del discurso típicamente narrativo, intercambiar poemas, párrafos de crónicas, para ver hasta qué punto forzaba la convención expresiva del relato. Le di una estructura de fábula que me permitía mucho más saltarme a la torera el discurso típicamente narrativo, dar la vuelta a este juego en el que había incurrido el realismo objetivo. Con ello aspiraba a dar la vuelta al concepto de la hora del lector y recuperar para el autor el derecho a la existencia, sin perder ningún recurso de solidaridad social o histórica. En este aspecto fue una novela bastante positiva, pero algo vieja.

—Para muchos novelistas el lenguaje llega a ser casi la realidad de la novela.
—La novela se convierte en otra realidad al margen de la realidad física, con sus propias reglas internas, y su instrumento es el lenguaje. Esta concepción es coherente como actitud última. Hay una lógica interna dentro de la cultura literaria que lleva a este planteamiento, pero también cabe un tipo de ejercicio literario en conexión con la realidad.

Manifiesto subnormal, ¿es una novela?
—Si yo hubiera querido crear una novela no hubiera recurrido al lenguaje que empleo en Manifiesto subnormal. Recurro a una especie de formalización ensayística, porque el ensayo está hecho para comunicar y no puede crear otra realidad al margen del propósito de comunicar unos supuestos convencionales interpretables. Tampoco me podía quedar al nivel del ensayo. La crítica constante, la negación continua que se hacen en la obra de sus propias tesis, me llevó a hacer un antiensayo, es decir, un ensayo que adopta la forma sacralizada del ensayo, pero que se rompe bruscamente y adopta una fórmula convulsiva. Lo que traté de hacer fue un replanteamiento del lenguaje y de las capas convencionales del ensayo, pero con un propósito de comunicación. Si me limito a decir «todo es una mierda», estoy planteando una propuesta de comunicación que sólo tiene un sentido. La gente capta que todo es una mierda y ahí se acaba. Si yo dudo de que sea eficaz decirlo así, tengo que decirlo entonces de una manera destruida.

—O sea, no reproducir el lenguaje convencional que utilizamos todos los días.
—Mejor dicho: no respetar la lógica de la exposición. De ahí que me haya servido de una manera tan idónea Groucho Marx para expresar conceptos, cuando en general Groucho Marx nunca expresaba conceptos o los expresaba sin ninguna conexión lógica. Hacía reír porque con la expresión o el tono de voz no decía una propuesta comunicativa; decía una frase que tenía un sentido, pero no el que tenía que tener. En un momento en que está disfrazado de rector de universidad, junto a todos los doctores togados, el público ve que va a lanzar un discurso de apertura de curso, pero él no lo lanza. Frustra esa propuesta comunicativa, y así quedaba implícita la crítica a las aperturas de curso, al sistema educativo, etcétera, pero él, desde luego, no lo explicitaba. Quedaba en un nivel que el público no comprendía en principio por la simple ruptura de la convención lógica. Eso fue lo que traté de hacer en el Manifiesto. Hacer lo contrario hubiera significado hacer un ensayo común y corriente sobre la decadencia europea, pero resultaba muy ingenuo y muy pueril. No quise prestarme a ese juego. ¿A ti te pareció un alarde, una pirueta ese libro?

—No, más bien un juego de escarnio que posiblemente tenía como blanco la civilización blanca occidental y que tenía que ser escrito como lo fue porque de lo contrario el humor no hubiera sido posible. El discurso convencional, en el caso contrario, tenía que ser solemne, «calar hondo», «ser profundo», pero con ese pitorreo logras transmitir una actitud, tu escepticismo.
—Lo que yo quería era la continua frustración del lector que cree estar leyendo un ensayo y de pronto aquello no es un ensayo; luego cree que es un poema o una novela, y aquello no es ninguna de las dos cosas. Hay una cierta agresión al lector.

—¿Hay una falta total de respeto al lector?
—No, total no. ¿Cómo se puede faltar al respeto totalmente al lector?

—Pero sí a la inteligencia del lector, ¿o es un halago a la inteligencia del lector?
—No lo sé. Que el lector lo interprete como le dé la gana. Depende de su capacidad de vanidad. La gente asimila mejor si se siente halagada en su inteligencia.

—¿Y cuáles son las reglas del juego en el libro?
—Son mínimas. La regla básica es el juego, porque hasta la más grave de las formulaciones culturales europeas es un juego, comparada con el dramatismo vietnamita.


*Federico Campbell, mejicano, es periodista. Infame turba recoge veintiséis entrevistas a poetas, escritores y ensayistas innovadores y en auge a principios de los Setenta. Además de Infame turba, Campbell ha publicado otros libros de entrevistas a escritores y un libro de relatos.

Más cosas:

1) Estudio de Malcolm Alan Compitello

2) Estudio de Francesc Arroyo