M.V.M.

Creado el
10/3/98.


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Pepe Carvalho cabalga de nuevo

JAVIER PRADERA

EL PAÍS, 26 / 4 / 1981.


    El núcleo argumental de esta novela de Manuel Vázquez Montalbán hubiera podido desencadenar uno de aquellos incontenibles reflejos condicionales del productor Samuel Goldwin, quien, según las leyendas de Hollywood, tiraba compulsivamente de chequera y rellenaba talones de un millón de dólares cuando algún imaginativo guionista le sugería una idea con deslumbradoras posibilidades cinematográficas. El asunto no es para menos. El secretario general del Partido Comunista de España es asesinado en una reunión del Comité Central, con el agravante de la nocturnidad artificial proporcionada por un apagón de luz intencionado, y los camaradas de la víctima encargan al detective privado Pepe Carvalho —ex comunista y ex agente de la CIA, acreditado profesionalmente por los éxitos conseguidos en Tatuaje, La soledad del manager y Los mares del Sur— la investigación del caso. Para colmo, esta réplica hispánica de los grandes misántropos y escépticos que pueblan la novela negra americana tiene que competir en su trabajo con un policía en cuya figura hasta los más arcangélicos querubines encontrarían sorprendentes parecidos con el comisario Conesa.
    Asesinato en el Comité Central es, cuando menos, tan interesante y tan divertida como los buenos relatos de intriga que transitan desde hace años ininterrumpidamente a lo largo de la senda abierta por los creadores y maestros de las diversas variantes del género. En la novela se dan cita los ejercicios de inferencia deductiva nacidos en las nieblas británicas, las violencias oriundas de California, el olfato intuitivo y costumbrista procedente de las comisarías francesas y los enroques y gambitos de los servicios secretos de todas las latitudes. ¿Qué razón hay para que el cambio de escenarios urbanos o de la ortografía de los apellidos, la sostitución de San Francisco por Barcelona o de un mister por un señor, resten verosimilitud a historias heroicamente improbables? Tal vez la cultura en la que nace un género literario marque de tal forma su creación que condicione la aceptación por algunos lectores de sus convenciones al cumplimiento de ciertos requisitos de paisaje y de costumbres. Pero la serie de Pepe Carvalho demuestra que, una vez vencida la extrañeza inicial de que las Ramblas o la Gran Vía sirvan de marco a crímenes misteriosos y a persecuciones implacables, el invento funciona con la misma suavidad, gratuidad y eficacia que en cualquier otro paraje.
    Ahora bien, el trasfondo y la trama del relato se hallan tan cargados de connotaciones políticas que resulta muy probable, o quizá inevitable, que suscite también el interés de personas todavía no enviciadas con el género policiaco, pero ansiosas de las emociones fuertes que proporcionan los libros de chismografía política o las novelas con claves fácilmente descifrables. De añadidura, Manuel Vázquez Montalbán, miembro del Comité Ejecutivo del PSUC, el partido de los comunistas catalanes, es un escritor situado en los antípodas de aquel intelectual objeto al que los partidos comunistas de la época estaliniana cuidaban como a las niñas de sus ojos, sin exigirle otra obligación que firmar manifiestos o concurrir a congresos y sin pedirle más contraprestación que no expresar opiniones sobre los temas —que eran casi todos— que la dirección consideraba como campo exclusivo de su competencia. Vázquez Montalbán no sólo se pronuncia con notable desenfado sobre lo humano, sino que también mete baza en lo divino. Así, sus colaboraciones de muchos años en Triunfo, Por Favor y La Calle le acreditan como un original analista político, capaz de realizar diagnósticos y pronósticos de coyuntura con bastante más solvencia y perspicacia que muchos de los especialistas oficiales de su propio partido.
    Sin embargo, en la faja del libro podría figurar la advertencia, lesiva, desde luego, para el departamento comercial de la editorial, de morbosos, abstenerse. Porque el asesinato de Fernando Garrido, dentro de una sala cerrada en la que sólo se hallan los miembros del Comité Central del Partido Comunsita de España, no es ni la ensoñación sustitutoria de un parricidio ritual ni una alegoría maliciosa de los actuales conflictos dentro de las filas comunistas. No faltan, en cambio, reflexiones ideológicas y políticas de carácter más general, cuyo hilo central es un cierto respeto reverencial hacia la vieja guardia, depositaria de un patrimonio moral en gran medida negativo, en tanto que capacidad de resistencia a la adversidad y de rechazo al salvajismo fascista y un decidido desprecio hacia los aduladores miméticos de los combatientes de la guerra civil y del exilio. No son, paradójicamente, los supervivientes de la clandestinidad, sino sus herederos que transforman el gesto en rictus, las voces en ecos, la épica en burocracia y la apuesta dramática en jactancia retórica, quienes salen malparados de esta aproximación simpática e irritada, emocional y fría, comprometida y distanciada, fideista y desesperanzada al mundo comunsita.
    Pese a la inicial advertencia sobre la diferencia entre los arquetipos y los personajes reales, este viaje al interior del PCE reviste, sin embargo, en ocasiones, los rasgos de un ascenso por el río de la memoria hacia el corazón de las tinieblas, con la consiguiente satanización de alguna víctima a la que se le asigna, con notable crueldad y desmedida injusticia, la función de percha en la que colgar la ropa sucia colegiada o de cubo de la basura para arrojar los desperdicios colectivos. Me malicio que ningún militante o ex militante comunista pueda librarse de esa maniquea propensión a proyectar sobre un chivo expiatorio las culpas de la organización entera, incluidas las propias. Y mucho me temo que el ajuste de cuentas de Vázquez Montalbán con su malvado particular, apenas disimulado en un arquetipo extraparlamentario, sea un atracón, indigno de un buen gastrónomo, de ese plato que nunca se enfría que es la venganza.


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