M.V.M.

Creado el
20/11/2003.


Amor y muerte en Bangkok

JUAN LUIS CEBRIÁN

EL PAÍS, 20 / 10 / 2003.


A EL PAÍS llegó de la mano de Antonio Franco, cuando éste se hizo cargo, como director adjunto, de la edición catalana del periódico. Era un escritor incansable, abundantísimo, y el único problema fue limitar sus ansias de publicar todos los días, en todas las páginas, sobre todas las cuestiones. Desde entonces no dejó de cumplir una sola vez con los lectores. Nos habíamos conocido a finales de los sesenta. Él viajaba con frecuencia a Madrid. Venía a verse con Rafael Conte en la redacción de Informaciones. Hablábamos, paseábamos, discutíamos, en ocasiones almorzábamos juntos. Entonces escribía en Triunfo y era ya una estrella deslumbrante del firmamento periodístico. También un marxista coherente. Nunca se apeó de esa ortodoxia a la hora de analizar la realidad, pero su actitud no era la de un provocador, sino la de un convencido. Las únicas horas de su vida en las que no escribió las dedicó a leer, a viajar y a cocinar. Buen comilón, tímido hasta parecer huraño, sarcástico hasta la crueldad, su gesto encapotado cubría las ansias de un hombre bueno, dialogante y muy poco pagado de sí mismo, lo que ya es raro en un escritor de éxito. El parnasillo de la España oficial se mostró cicatero con él, aunque le otorgó premios como el Nacional de Narrativa y el de las Letras Españolas. Los lectores le distinguieron con su admiración y la crítica con su aplauso. Ha muerto solo y en un país lejano, pero no desconocido. En 1983 publicó Los pájaros de Bangkok, perteneciente a la saga del detective Carvalho. Lo he vuelto a hojear, en una especie de homenaje privado, un día como hoy. "A Juan Luis, sexto poder", reza la dedicatoria. Le gustaban coñas como ésa. Luego, en el texto, avanzada la novela: "Bangkok es la hostia. En Bangkok encontré el amor", dice una de las protagonistas. Manuel Vázquez Montalbán había visto en la ciudad, encaramados a los alambres de la luz y el teléfono, cientos de pájaros, miles, millones de golondrinas. Quién sabe si en la última soledad del aeropuerto los ojos de Manolo se hayan volcado en las alturas "en busca de un asidero para no caer en el pozo de la muerte". Como Carvalho, habrá visto entonces que "en el cielo sólo había bandadas de pájaros fugitivos por los disparos de los hombres".